Durante el período de la dictadura militar en Brasil (1964-1985), miles de brasileños se refugiaron en Chile en los años 1960 y, principalmente, a principios de los años 70. Durante algún tiempo disfrutaron de paz, libertad y pudieron continuar con sus vidas y sus sueños.
Pero luego del golpe de 1973 contra el gobierno de Salvador Allende, comenzaron a ser considerados indeseados, perseguidos, arrestados, expulsados del país e incluso asesinados por el régimen militar encabezado por Augusto Pinochet, como fue el caso de Jane Vanini, Luiz Carlos de Almeida, Nelson de Souza Khol, Túlio Quintiliano Cardoso y Wânio José de Mattos.
Otros, como Nilton Rosa da Silva, perdieron la vida poco antes. En el caso del estudiante brasileño, cayó muerto de un disparo en la cabeza, en la tarde del 15 de junio de 1973, mientras participaba en una manifestación favorable al gobierno de Allende en Santiago. Fue asesinado por elementos del Frente Nacionalista Patria y Libertad.
Pese al trauma que significó ese período para los entonces exiliados brasileños, varios de ellos se alistan a emprender rumbo a Santiago para participar de la conmemoración de los 50 años del golpe. Algunos en una caravana de autos, otros en avión, vuelven principalmente para agradecer la solidaridad que recibieron en esa difícil época de parte del pueblo chileno, aseguran.
Agrupados en el colectivo “¡Viva Chile!”, cerca de un centenar de exiliados brasileños y sus acompañantes desarrollarán una intensa agenda entre el 9 y 14 de septiembre, con actividades que van desde visitas al Museo de la Memoria, el Cementerio General y el Palacio de La Moneda, la instalación de una placa en la Plaza Brasil en homenaje a los brasileños muertos y desaparecidos, hasta su participación en la velatón en el Estadio Nacional y una posterior visita guiada a ese recinto deportivo que sirvió de centro de detención y tortura en 1973. Para varios de ellos será la primera vez en 50 años en retornar a ese lugar, el mismo donde fueron sometidos a interrogatorios y represión por parte de los agentes enviados por la dictadura brasileña, como consta en el libro El Brasil de Pinochet, del periodista brasileño Roberto Simon.
En vísperas de emprender su viaje a Santiago, algunos de los exiliados brasileños entregaron su testimonio a La Tercera sobre las circunstancias en que llegaron a Chile a fines de los 60, sus experiencias tras la caída de Allende y el significado de este reencuentro con el país que los acogió tras la dictadura en Brasil.
Delatado por un vecino en las Torres de San Borja
El sociólogo Ricardo Azevedo, de 74 años, hoy jubilado, llegó a Chile el día 6 de junio de 1972. “Yo ya había estado en la cárcel en Brasil en los años 69-70 y después fui liberado, pero después me persiguieron de nuevo y entonces ahí no había caso y preferí salir del país, porque la persecución estaba muy violenta. Detuvieron incluso a mi mamá en este período”, relata.
“Yo vivía con un amigo, compartíamos un departamento ahí en las Torres de San Borja y tenía una vida tranquila, estudiaba”, señala. Un día después del golpe, el 12 de septiembre, recuerda que “como a las seis de la tarde, llegó un equipo del Ejército que fue directamente a mi departamento, porque un vecino chileno de derecha denunció que allí vivían extranjeros”.
“Nos llevaron a la comisaría de Carabineros de la calle Portugal, que estaba ahí cerca y ahí pasamos la noche y al día siguiente, por la mañana, nos llevaron primeramente al Estadio Chile que no alcanzaba para todos y entonces empezaron a trasladarnos al Nacional”, cuenta Azevedo. En total, pasó tres días en el Estadio Chile y 27 en el Estadio Nacional. Tras recibir la orden de abandonar el país, pasó por Argentina y luego Francia, donde vivió casi tres años como exiliado. “Volví clandestinamente a Brasil para seguir en la lucha en contra de la dictadura y me quedé clandestino hasta la amnistía en el año 79″, señala.
“Después estuve en Chile dos veces en vacaciones, pero en Santiago yo tenía una resistencia muy fuerte y no fui a visitar los sitios de tortura ni tampoco el Estadio Nacional donde estuve por casi un mes, no tuve coraje. Pero ahora no, ahora quiero ir y visitar estos sitios, para mí es un reencuentro con algo que fue abruptamente cortado de mi vida”, destaca.
El recuerdo imborrable del niño preso
Beluce Bellucci, economista, profesor universitario y doctor en historia económica por la Universidad de Sao Paulo, vive en Río de Janeiro. Actualmente tiene 75 años. Recuerda que después del golpe de 1964 en Brasil, “hubo una ola de refugiados que buscaron Chile para refugiarse de la represión, pero fue a partir de 1969 que este flujo aumentó”.
“Bajo la represión que cayó sobre toda la oposición, y que tuvo como resultado el asesinato y la detención de varios compañeros, me vi obligado a abandonar el país, una vez que fui buscado y procesado. En diciembre de 1970 llegué a Santiago con dos militantes más. Vinimos sin contactos, con muy pocos recursos económicos y sin pasaporte, sólo cédula de identidad”, agrega.
En agosto de 1973 había ido a Valdivia a trabajar con asentamientos de la reforma agraria. “Yo era el único extranjero y cuando me fui en barco a otro asentamiento, fui detenido por la Marina, por ser extranjero, y me entregaron al Ejército en Valdivia”, relata.
“Durante tres días sufrí varios tipos de tortura (…) Después de tres días me enviaron al Centro de Detención de Isla Teja (…) Días después fui entregado a detectives de la policía civil, quienes me llevaron a una comisaría del centro de Valdivia. Permanecí allí en una celda subterránea muy fría durante 7 días. No había nada para comer”, añade.
“Una noche, metieron en mi celda a un joven menor de edad, de no más de 12 años, acusado de robar comida, y dijeron que la pena por tal delito era ser fusilado. Podía escuchar a su madre llorar arriba, gritando que él era su único hijo. Ella le envió un pequeño sándwich que él compartió generosamente conmigo. Al día siguiente, temprano, se lo llevaron y nunca más volví a saber de su suerte. Es imposible expresar el agradecimiento que tengo por este niño, hecho que me conmueve hasta el día de hoy. Él fue quien me ofreció la única comida en los 7 días que estuve en esta prisión”.
Tras ser trasladado a Osorno y quedar detenido unos días, fue transportado a la frontera argentina rumbo a Bariloche. “Fue un mes y medio de detención”, recuerda. “De Argentina pasé a Argelia, que me recibió; luego me fui a Francia, donde realicé una carrera de economía; y de allí pasé a trabajar a Mozambique, habiendo regresado a Brasil a finales de 1979, cuando se concedió la amnistía”, señala.
Para Bellucci, “el regreso a Chile es un ejercicio de memoria. Por la memoria individual y por la memoria colectiva. Tenemos que rescatar lo ocurrido para evitar su repetición histórica”.
La mirada de miedo del soldado
“Soy parte de lo que algunos llaman el pueblo de izquierda. Mis abuelos maternos fueron fundadores del Partido Comunista en Brasil”, dice Angelina Peralva, 73 años, socióloga y profesora emérita de la Universidad de Toulouse.
“En 1964, mi tío Ib Teixeira, periodista y diputado impugnado por un bando de la dictadura brasileña, fue uno de los primeros exiliados acogidos en Chile. Fui presa en enero de 1972, bajo la acusación de organizar una celebración de la Semana de Arte Moderna de 1922, que iba a cumplir 50 años. Fui torturada desnuda con choques eléctricos en todas las partes del cuerpo, y en seguida procesada. Quedé en la cárcel tres meses, después me soltaron con la obligación de comparecer al Ministerio del Ejército para un control semanal. Esas fueron las condiciones previas de mi partida a Chile. Llegué al país el 1 de mayo de 1972, llevada por mi madre. Tenía 21 años”, señala.
Angelina cuenta que fue detenida en Vivaceta, el 18 de septiembre de 1973, después del toque de queda, por un destacamento del regimiento Buin. “Habíamos sido denunciados por vecinos chilenos que habían pasado la semana escuchando los bandos que ordenaban que se denunciara a los extranjeros. Nunca me olvidaré la mirada de miedo del soldado fuertemente armado que se encontraba delante de mí cuando abrí la puerta. Creo que su miedo era tan grande como el mío”, cuenta.
Tras ser enviada al Buin, donde pasó la noche, a la mañana del siguiente la trasladaron al Estadio Nacional. “Fui liberada pasados 45 días. Expulsada de Chile y acogida por la Embajada de Alemania Federal, país donde residía y trabajaba mi padre, periodista, cuyo diario, el Correio da Manhã de Río de Janeiro, había sido cerrado por la dictadura. Antes de salir del Estadio, fui interrogada por agentes de la policía brasileña. Al contrario de otros compañeros, yo misma no fui torturada por ellos”.
“Viví en Europa hasta 1982. Volví a Brasil en junio de aquel año. A pesar de la amnistía promulgada en 1979, mi compañero tenía varios procesos pendientes y fue preso por algunos días después que llegamos”, señala.
“En estos 50 años no volví a Chile”, destaca. A su juicio, “es una experiencia muy especial esa de volver con el colectivo ¡Viva Chile! Si hubiera retornado como turista, sería algo muy distinto. Este viaje es un trabajo de memoria y agradecimiento al pueblo chileno por la protección que nos ofreció”.
“Pensaba que toda mi vida estaría en Chile”
“Llegué a Chile en 1965 con mi madre y seis hermanos. Mi padre, José María Rabelo, abandonó Brasil en el golpe de 1964 y se exilió en Bolivia. El golpe que derrocó al Presidente boliviano Paz Estenssoro provocó la persecución de refugiados extranjeros y mi padre buscó asilo en Chile”, rememora Monica Rabelo, productora cultural de 66 años.
Y fue en Santiago, en diciembre de 1965, donde la familia pudo reencontrarse. “Vivimos en Ñuñoa, un típico barrio de clase media, en perfecta armonía con los vecinos, asistimos a colegios públicos y nos adaptamos a nuestra nueva vida. José María Rabelo, mi padre, tenía librerías en Santiago, que eran frecuentadas por intelectuales, militantes de izquierda y donde podían encontrar libros de todo el mundo”, recuerda.
“Con el golpe, mi padre fue perseguido y citado a través del bando militar número 10 para presentación inmediata, lo cual no hizo y pidió asilo en la Embajada de Panamá. Mi hermano mayor, Dudu, lo siguió algún tiempo después. Mi hermano Pedro estuvo detenido en el Estadio Nacional y el Estadio Chile durante varios meses. Fue puesto en libertad en enero de 1974″, señala.
Y agrega: “Nuestra casa fue invadida dos veces por los militares y después de permanecer unos días en casas de amigos, mi madre, mis hermanos menores y yo fuimos a un campo de refugiados de la Acnur, donde permanecimos durante cuatro meses. A finales de enero de 1974 conseguimos finalmente el salvoconducto y nos fuimos a Francia. En diciembre de 1979 regresé a Brasil con la amnistía decretada”.
“Con gran emoción regreso a Santiago. Antes del golpe pensaba que toda mi vida estaría en Chile. Estoy muy agradecida al pueblo chileno que nos acogió y tengo mucho cariño a los amigos que nos acogieron y protegieron durante el golpe que asesinó al Presidente Allende”, dice Monica.
La estudiante chilena que se convirtió en su esposa
Abogado y profesor universitario jubilado, Vitorio Sorotiuk, hoy de 78 años, llegó a Santiago en enero de 1972. “En Brasil era un estudiante universitario que había ingresado a la Facultad de Derecho de la Universidad Federal de Paraná en 1965. Fui condenado en tres causas por participar en el movimiento estudiantil y recién fui liberado el 11 de octubre de 1971. Después de la prisión, no obtuve un certificado de buena conducta para conseguir un trabajo, me seguían a dondequiera que iba, la gente temblaba cuando llegaba a sus casas. Lo único que me quedaba era el camino del exilio”, comenta.
“El 11 de septiembre por la mañana crucé el centro de Santiago, desde cerca del cerro Santa Lucía hasta unas cuatro cuadras abajo del Palacio de la Moneda, para ir a recoger mis documentos que habían quedado en una casa. No pude volver por el centro y junto con otro amigo brasileño nos alojamos en un departamento de estudiantes bolivianos en el tercer piso de un pequeño edificio. Desde allí vimos todo el bombardeo del Palacio da Moneda y el 13 de septiembre, al mediodía, justo cuando se levantaba el toque de queda, los carabineros entraron al departamento donde estábamos y fuimos detenidos y llevados a todos a la comisaría ubicada en la calle Teatinos”, recuerda.
“En el Estadio Nacional me quedé en un camarín que poco a poco se fue llenando de presos hasta llegar a tal punto que no todos podían dormir acostados al mismo tiempo”, relata. “De los brasileños, recuerdo dos casos tristes: el primero, Wânio José de Mattos, estaba afectado de peritonitis, diagnosticada por el médico brasileño que estaba con nosotros, Otto Brockes, y lo llevamos entre cuatro personas, él acostado sobre una manta, cada uno de nosotros sosteniendo un extremo, afuera del Estadio Nacional a un hospital de campaña. Allí lo dejamos con la esperanza de que recibiera el tratamiento médico adecuado. No lo tuvo y murió. Estuve en Chile hace años testificando en la investigación de su muerte. El segundo fue el caso de Mauro Gomes, un brasileño que fue torturado por agentes de la dictadura brasileña dentro del Estadio Nacional que vinieron a enseñar a los militares chilenos los métodos de tortura mediante descargas eléctricas y pau de arara (colgamiento de pies y manos)”, detalla.
Desde el 1 de mayo de 1973, Sorotiuk estaba saliendo con una estudiante chilena. “Descubrió mi verdadero nombre y me localizó. Y cuando dijeron que nos iban a expulsar de Chile y que nos íbamos a ir a otro país, tuvimos que decidir si íbamos a seguir juntos o no”, relata.
“La Cruz Roja me hizo una cédula de identidad para viajar, porque todo lo que tenía fue saqueado en la casa en la que vivíamos y todos mis documentos quedaron retenidos en la comisaría. Fuimos a casarnos a Suiza y luego registramos el matrimonio en Brasil y en Chile y vivimos juntos hasta el día de hoy. Después de vivir en Francia y Suiza durante seis años, regresé a Brasil el 31 de agosto de 1979″, cuenta.
“Esta vuelta ahora es muy especial. Regresamos para conmemorar la vuelta de la democracia a Chile y agradecer al pueblo chileno por su solidaridad con nuestro pueblo en un momento difícil en el que carecíamos de democracia. Al día siguiente de mi llegada voy a visitar a mi suegra, la abuela de mis hijos, que tiene 99 años, está lúcida y participa en todos los momentos cívicos, vota en todas las elecciones. Fue una de las fundadoras del Parque por la Paz (Villa Grimaldi)”, concluye.