El libro, publicado en 1971, se llamó inicialmente Hacia una Teología del desarrollo, para convertirse luego en Hacia una Teología de la Liberación, y sentó las bases de un movimiento que marcó a la Iglesia Católica en América Latina durante los últimos cincuenta años. Su autor fue el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, quien murió el martes pasado, a los 96 años, tras haber sido durante muchos años considerado una suerte de “enemigo público número uno” del Vaticano. Una etiqueta de la que paradójicamente pudo sacudirse cuando quien fuera considerado su némesis en la Iglesia Católica, el cardenal alemán Joseph Ratzinger, se convirtió en el Papa Benedicto XVI en 2005. Sería precisamente en esos años cuando el teólogo peruano volvió a tener contactos en el Vaticano.

La visión de Gutiérrez alcanzó protagonismo en 1968, durante la famosa Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, inaugurada por el Papa Paulo VI, cuyo objetivo era actualizar a la Iglesia del continente a los lineamientos del Concilio Vaticano II, concluido pocos años antes. El encuentro, sin embargo, buscó también responder a los cambios sociales y políticos que estaba experimentando la región, pero en el proceso generó profundas tensiones entre los sectores conservadores y progresistas del episcopado latinoamericano. El sacerdote peruano fue asesor durante el encuentro y sus escritos posteriores junto, entre otros, a los del sacerdote brasileño Leonardo Boff, tendrían un profundo impacto e influencia en el clero latinoamericano.

Tras la llegada al pontificado de Juan Pablo II en 1978, sin embargo, la teología de la liberación fue duramente cuestionada desde el Vaticano. En 1979, el Papa polaco realizó su primer viaje fuera de Italia y eligió a América Latina como su destino. Durante su visita a Puebla, en México, donde se realizaba además la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, fue especialmente duro. Sin nombrarla directamente, advirtió sobre el peligro del ingreso a la Iglesia de “ciertas formas de humanismo que tienen una visión estrictamente biológica y fisiológica del ser humano”. Cuatro años después, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, pidió a los obispos peruanos investigar a Gutiérrez y la presencia de elementos marxistas en sus trabajos.

Sin embargo, al contrario de Leonardo Boff, que enfrentó un proceso en el ex Santo Oficio y fue condenado en 1985 a guardar silencio durante un año –lo que eventualmente lo llevó a dejar la orden franciscana en los años 90-, Gutiérrez nunca fue condenado por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pese a ello sí fue objeto permanente de críticas de figuras conservadoras de la Iglesia Católica, como el cardenal peruano y ex arzobispo de Lima Juan Luis Cipriani. “Él creó un sistema de pastoral que ahora está dentro de la Iglesia (…), desacralización, hacer del trabajo social lo primero, criticar al magisterio, involucrar a los sacerdotes en la política”, dijo el prelado peruano en una entrevista en 2004.

Pese a ello, tras la muerte de Juan Pablo II, el sacerdote, que en 2001 había entrado a la orden dominica, inició un rápido camino de rehabilitación dentro de la jerarquía de la Iglesia. Pese a que el nuevo Papa, Benedicto XVI, alguna vez había calificado a la teología de la liberación como una “amenaza fundamental a la fe de la Iglesia”, también había destacado en los 90 parte del trabajo del sacerdote peruano y su preocupación por la justicia social y los pobres. Además, uno de sus hombres más cercanos a quien él nombraría como prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, Gerhard Müller -hoy un severo crítico del Papa Francisco- era amigo de Gutiérrez y publicaría con él en 2014 el libro Pobre entre los pobres: la misión de la Iglesia.

La rehabilitación completa, sin embargo, vendría tras la ascensión al pontificado de Jorge Mario Bergoglio, quien se reunió con el sacerdote peruano en el Vaticano en septiembre de 2013, sólo meses después de asumir. Cinco años después, con ocasión de los 90 años de Gutiérrez, el Papa argentino incluso le envió un saludo, agradeciéndole sus “servicios teológicos” a la Iglesia. Aunque, probablemente, el hito más simbólico se dio a comienzos de 2019 cuando el pontífice designó a su exalumno y amigo Carlos Castillo como nuevo arzobispo de Lima, ocupando así el cargo que durante años había detentado quien fuera su principal enemigo al interior de la Iglesia peruana, el cardenal Juan Luis Cipriani. Castillo además se convertirá en cardenal en diciembre próximo.