Diez años después de la histórica visita de Francisco a la isla italiana de Lampedusa para mostrar su solidaridad con los migrantes, el papa se reúne este fin de semana en Francia con obispos católicos del Mediterráneo para hacer un llamado más unitario.
La duda es si alguien en las estancias de poder de Europa escuchará, mientras tratan de frenar una nueva oleada de posibles refugiados que zarpan desde África.
La visita nocturna de Francisco el viernes a la ciudad portuaria francesa de Marsella para cerrar una reunión de obispos del Mediterráneo estaba programada desde hace meses. Pero se produce en un momento en que el problema migratorio del bloque vuelve a ser noticia tras la llegada de casi 7.000 personas a Lampedusa en apenas un día la semana pasada, superando brevemente en número a la población local.
La situación ha provocado una nueva ronda de lamentos y promesas de solidaridad por parte de las capitales europeas, e incluso se ha hablado de un bloqueo naval para impedir que partan los barcos. Esta es una política que Francisco condena desde hace tiempo, desde que una operación financiada por la UE devuelve a los migrantes a territorio libio, donde son trasladados a lo que el papa ha descrito como campos de concentración modernos.
Para el pontífice, las espeluznantes escenas de hombres, mujeres y niños hacinados en un centro de refugiados en Lampedusa han puesto de manifiesto que el fenómeno de la emigración debe abordarse de forma conjunta. El futuro, apuntó el pasado fin de semana acerca de su viaje a Marsella, “solo será próspero si se construye sobre la fraternidad, anteponiendo la dignidad humana, la gente real y especialmente a los más necesitados”.
Francisco ha hecho de la situación de los migrantes una de las prioridades de su papado, empezando por aquel destacable viaje a Lampedusa en 2013, el primero que hizo como Papa. Allí, ofició misa en un altar construido con madera de naufragios, arrojó flores al mar en recuerdo a los migrantes ahogados y criticó la “globalización de la indiferencia” que muestra el mundo hacia quienes ponen su vida en peligro para huir de la pobreza, de los conflictos y de los desastres climáticos en busca de una vida mejor.
Desde entonces, ha protagonizado otros gestos de alto perfil para llamar la atención sobre la llamada del Evangelio a acoger a los extranjeros. El más espectacular fue cuando se llevó a una docena de musulmanes sirios en su avión de regreso a Roma tras visitar un campo de refugiados en Lesbos, Grecia, en 2016. Su mantra: Recibir, proteger, promover e integrar, siendo la última exhortación un reconocimiento de que los gobiernos tienen límites en su capacidad para aceptar a los recién llegados e integrarlos realmente bien.
“El mensaje que transmite es que el Mediterráneo es nuestra responsabilidad”, dijo el cardenal Michael Czerny, el máximo experto en migración en el Vaticano, que también es un refugiado. “En otras palabras, no se puede considerar que cada uno tiene un trozo de costa y es responsable de ese tramo. Hay una responsabilidad colectiva que se está descuidando en gran medida”.
En Marsella, una de las ciudades con más diversidad cultural, religiosa y étnica de la costa mediterránea, el pontífice se reunirá con unos 60 obispos del norte de África, Medio Oriente, los Balcanes y el sur de Europa, además de con jóvenes de esas regiones. Es la tercera cumbre de este tipo tras las dos que se celebraron en Italia.
El emplazamiento no es aleatorio. Durante siglos, Marsella se ha caracterizado por contar con una fuerte presencia de migrantes que conviven en una tradición de tolerancia, aunque hoy en día, la segunda ciudad más grande de Francia es conocida también por sus elevadas tasas de delincuencia y desempleo, por la pobreza y la falta de servicios sociales.
A diferencia de muchas otras ciudades del país donde los extranjeros suelen vivir en las afueras, en Marsella, los migrantes y sus descendientes de orígenes muy diversos -desde italianos, españoles y armenios, en Europa a gente llegada de las antiguas colonias en el norte o el este de África y las Comoras- se han asentado en el centro, abriendo tiendas y restaurantes que contribuyen a la reputación de la ciudad como crisol de culturas.
“Marsella es una ciudad encarna la diversidad de Francia”, dijo Camille Le Coz, directora adjunta de la oficina europeo del Instituto de Política Migratoria en París. “Tiene una gran tradición migratoria, pero es también una ciudad que concentra muchas dificultades en términos de acceso a los servicios públicos, inseguridad, tráfico de drogas. Es un lugar muy complicado”.
Uno de los momentos más importantes del viaje de Francisco será la oración interreligiosa del viernes en un monumento dedicado a los marineros muertos en el mar, en este caso a los 28.000 migrantes que, según la Organización Internacional de las Migraciones, se habrían ahogado en el Mediterráneo desde 2014 tratando de llegar a Europa.
El encuentro reunirá a líderes de las distintas confesiones presentes en Marsella -musulmanes, judíos, cristianos armenios y ortodoxos, y católicos romanos- y contará con testimonios de migrantes, de grupos de rescate y del papa. La lista de oradores sugiere que se hará un llamado unánime a una cultura de tolerancia hacia los migrantes y a lamentar que el Mediterráneo se haya convertido, en palabras de Francisco, en “el mayor cementerio del mundo”.
La cuestión es si alguien en el poder escuchará. El Presidente de Francia, Emmanuel Macron, cuyo gobierno ha virado hacia la derecha en cuestiones migratorias y de seguridad, se unirá a Francisco el sábado y está previsto que asista a su misa multitudinaria en el Velódromo. El mandatario centrista ha adoptado una postura firme en inmigración tras las críticas de los conservadores y de la extrema derecha, y presiona para reforzar las fronteras exteriores de la UE, además de pedir más eficacia a la hora de deportar a quienes se les deniega la entrada al bloque.
Como resultado, el clima político actual de Francia y su tradición de “laicidad” o secularismo sugieren que ni Macron ni otros líderes europeos necesariamente atenderán el llamado de Francisco.
“Creo que, dada nuestra complicada relación con la iglesia y la religión, para ser honesta, no esperamos que esto tenga tanto impacto”, dijo Le Coz.
Jeffery Crisp, investigador del Centro de Estudios sobre Refugiados de la Universidad de Oxford, dijo que Francisco tiene una autoridad moral y la ha estado ejerciendo para hablar sobre el tema de la migración, pidiendo especialmente a los gobiernos que respeten los principios internacionales de derechos humanos.
“¿Eso se traduce en algún tipo de presión política? Simplemente no lo sé”, se preguntó Crisp en una entrevista telefónica. “Pero creo que probablemente se podría argumentar que las cosas sólo podrían haber sido peores sin sus intervenciones”.
Los jóvenes que llegaron a Italia en medio de la reciente ola de inmigrantes esperan que alguien los escuche. Hace poco, un grupo de Sudán del Sur hizo escala en Roma en su camino desde Lampedusa a la frontera francesa. Un hombre particularmente alto dijo que quería ir a Francia a jugar baloncesto, otro dijo que quería ir a Gran Bretaña para ser médico. Sus únicas pertenencias eran la ropa que llevaban puesta; los voluntarios les dieron zapatos.
Después de pasar algunas noches durmiendo en el suelo debajo de un ruidoso paso elevado cerca de la principal estación de buses de Roma, una asociación sin fines de lucro les compró boletos de bus baratos hacia el norte. Esa tarde, 16 chicos partieron en un bus con destino a Marsella.
Planeaban bajarse antes de la frontera francesa, donde los controles policiales han aumentado en medio de la nueva afluencia de inmigrantes a Italia, e intentar cruzar a pie. Uno de ellos, un joven de 16 años llamado Dot, llevaba zapatillas Converse amarillas nuevas proporcionadas por voluntarios.
“Caminamos desde Sudán del Sur”, dijo Dot antes de subir al bus. “Podemos caminar hasta Francia”.