Treasure Cay ya no existe. Es un punto en los mapas, pero a pie de calle, poco o nada queda de lo que se entiende por una comunidad. Por mucho que algunos, como Jeff Adams, carpintero de 46 años, se resistan a aceptarlo. "Mi mujer y mis hijos se han ido a Palm Beach y a mi madre se la llevaron a Nasáu, pero yo voy a tratar de quedarme a reconstruir mi casa", explica. "La verdad es que la casa se ha ido entera. ¿Colegios, médicos, comida, gasolina? Nada. Pero ya he pasado aquí una semana y creo que podré aguantar un poco más".
Calculan los equipos de rescate que habría medio millar de residentes cuando el ojo del huracán Dorian se clavó durante dos días en estos cielos de la isla de Gran Ábaco, que lucían este fin de semana de un azul luminoso, azotando con vientos de 300 kilómetros por hora este idílico asentamiento, en una pequeña península rodeada de playas de arena blanca. "Está todo arrasado", asegura el sargento White, de la policía de las Bahamas. "Solo quedan 10 casas en pie, y había cientos. Cuando se vaya la gente empezaremos a reconstruir algunas partes. Será un trabajo de años".
Cualquier transporte convencional con la isla está interrumpido. La manera de acceder es a bordo de las avionetas que llevan ayuda humanitaria. El paisaje desde el cielo es desolador. La superficie de la isla, completamente llana y cubierta de estilizados pinos de las Bahamas, hoy arrancados o doblados, parece una mesa sobre la que se hubiera arrojado desde las nubes una caja de palillos.
En tierra, el panorama es aun peor. Lo que queda de vida en Treasure Cay gira en torno a las ruinas de su pequeño aeropuerto. A media mañana, tres centenares de vecinos esperaban en la precaria pista, bajo un sol inclemente, a ser evacuados. La aerolínea Bahamas Air sacaría de allí el sábado a 380 personas en seis vuelos.
Las carreteras de Treasure Cay son testigos de la ruina. Los postes de electricidad caídos llenan las bermas de gruesos cables. Tejados estrellados a cientos de metros de los escombros de las casas que cubrían. Antenas parabólicas destruidas contra el suelo. Amasijos de metal enrollados entre los árboles. Autos destrozados aquí y allá. Los equipos de rescate extraen, con tubos y bidones, los restos de gasolina de los depósitos que no han sido ya vaciados por los vecinos.
No hay electricidad, ni cobertura para teléfonos móviles, ni agua corriente. Las cajas y cajas de agua embotellada que traen las avionetas, recalentada bajo el sol inclemente, sirven de momento para saciar la sed de los que quedan en Treasure Cay. Pero haría falta mucha más para que pudieran lavarse y tirar de la cisterna en los retretes que quedan en pie. La higiene empieza a convertirse en un problema en la isla.
Treasure Cay se creó a mediados del siglo pasado como lugar de veraneo para extranjeros, principalmente estadounidenses, pero su demografía acabó siendo, como en muchos otros asentamientos de estas islas, una mezcla de bahameños, extranjeros que poseen casas y pasan aquí temporadas e inmigrantes haitianos. Todo ello hace difícil saber con exactitud cuánta gente había en Treasure Cay cuando golpeó el Dorian.
Los haitianos, muchos de ellos indocumentados, algunos de los cuales llegaron huyendo de otras catástrofes naturales, como el terremoto de 2010, se han llevado la peor parte. Asentamientos donde vivían, en casas más vulnerables, como Sand Banks, han quedado directamente borrados del mapa. Aunque ninguno jamás golpeó tan fuerte como el Dorian, cuya cifra provisional de muertos es de 43, de los cuales 35 fueron en las islas Ábaco, aquí los huracanes son algo familiar. Eso contribuye a que se viva la tragedia con cierta resignación, y a que se cuenten las historias personales con sorprendente distancia. "El tejado de nuestra casa salió volando y a mí me golpeó un ventilador de techo en las piernas", explica Dachena, de 17 años.
Son las siete de la tarde. El penúltimo avión de Bahamas Air ya ha despegado. Los que quedan en la pista por evacuar son principalmente jóvenes haitianos. También una madre sola que recuenta en alto a sus seis hijos.
De pronto, una mala noticia. El último avión no vendrá. El tráfico en Nasáu es tan intenso que hay esperas de hasta dos horas para despegar. Ya cae la noche y el avión no podría aterrizar en esta pista, que no está iluminada. La empleada de la aerolínea apunta en su libreta los nombres de las 38 personas que deberán pasar una noche más a la deriva. Los últimos de Treasure Cay.