¿Cómo entender la personalísima y trágica decisión del ex presidente Alan García? En el ya prolongado contexto de crisis política y moral que atraviesa Perú, su suicidio califica como político. No solo por su condición de ex mandatario investigado, presionado por la inminencia de su encarcelamiento, sino también por las consecuencias de su muerte para las pesquisas pendientes y para la estabilidad de quienes las promueven.
El sistema judicial peruano se ha caracterizado históricamente por su fragilidad institucional. El hecho de que todos los presidentes post-fujimorismo estén procesados por la corrupción de Odebrecht, no alude, necesariamente, a un giro positivo ni a su regeneración; sino al mantenimiento de criterios arbitrarios en la administración de justicia. Los confinamientos –de Kuczynski y Keiko Fujimori- y los pedidos de detención -a Toledo y García- proceden como medidas "preventivas", fundamentadas por convicción de diversos peligros para el efectivo desarrollo de las investigaciones legales. Fiscales y jueces acuden a tales en ausencia de pruebas demostradas. Se trata de una dinámica acelerada por el impacto del caso Lava Jato y las "colaboraciones eficaces" de los implicados peruanos y brasileños.
El sentido expeditivo pretendido por los operadores de justicia se legitima en el apoyo de la opinión pública -ávida de satisfacer sus necesidades morales de justicia- y de activistas de la sociedad civil que -ante la ausencia de partidos políticos- se han convertido en el principal rival de un establishment en desgracia. La mediatización de los procesos judiciales -y su viralización en redes sociales- ha transformado a los engorrosos trámites de juzgados en un espectáculo de consumo banal que degrada la presunción de inocencia a pura ficción de Netflix.
García, animal político del siglo XX, sucumbió ante el ímpetu ciego de procuradores empoderados por encuestas y ante la espectacularización de la justicia que le esperaba. La opinión pública, que ya lo había juzgado de antemano, "justificaba" su detención. Para impedirla optó por una tradición aprista: el martirologio. Tal vez imaginó que tras su muerte miles de apristas tomarían las calles para asestar un golpe tremendo a la narrativa anti-corrupción del gobierno vizcarrista -su único estandarte-. Quizás pensó en su muerte como su última jugada política: genial e histórica. Mas dudo que la sociedad peruana de este siglo XXI, pletórica en odios polarizantes y fake news, pródiga en modales pre-modernos y pre-democráticos, comprenda cabalmente su vencida en tablas. Creo que, parafraseando uno de sus libros, el futuro será diferente al que imaginó.