Cuando se avanza hacia el final del Museo Nacional de los Derechos Civiles, asoma un pequeño temblor de pánico. Al aproximarse a la sección dedicada a Selma -la histórica marcha de 1965 que fue desde esa ciudad hasta Montgomery para pedir el derecho al voto de los ciudadanos negros-, se comienzan a escuchar por los parlantes las consignas de los activistas, sus gritos de auxilio ante la represión, las pisadas de la multitud, mientras dos figuras policiales de tamaño real, sin rostros y refugiados tras cascos y máscaras antigases, reviven por unos segundos unas de las manifestaciones más sangrientas del siglo XX en EE.UU.
La escenificación remece, aunque por lejos el espacio más conmovedor es otro, un rincón en absoluto silencio y sin ninguna estridencia: el interior de la habitación 306 del motel Lorraine, tal como la dejó Martin Luther King hace 50 años, el 4 de abril de 1968, antes de asomarse al balcón donde la bala de un francotirador golpearía su mejilla derecha y acabaría con su vida. Frente a turistas de todo el planeta -aunque dominan los afromericanos-, aparecen dos tazas de café, una caja de leche a medio tomar, un cenicero colmado de colillas, la cama abierta y ese aspecto ajado de los hoteles de menor precio, los únicos que por esos días alojaban a ciudadanos negros.
La pieza se exhibe al público desde 2012, aunque a partir de 1991 es parte del laberíntico complejo donde se emplaza el museo que retrata la compleja historia racial de EE.UU., desde la esclavitud hasta el ascenso de Barack Obama: de alguna manera, la muerte de King funciona como eje entre el pasado doloroso y el futuro de mayor integración que se precipitó tras su crimen. Por ejemplo, el reducto exhibe las canciones racistas que se enseñaban en las escuelas de Arkansas a principios del siglo pasado. También posee una carta de un grupo de estudiantes blancos del Little Rock Central High School que en 1958 intentaron impedir la graduación de Ernest Green, el joven que finalmente se convirtió en el primer negro en titularse de un colegio estadounidense.
Un bus con figuras humanas recrea el incidente de Rosa Parks, la ciudadana que en 1955 se negó a ceder el asiento a unos pasajeros blancos, cuando la ley establecía que debía hacerlo. Al ingresar al vehículo, el audio nuevamente revive los reproches racistas del chofer, su insistente "¡voy a hacer que te arresten!".
Justo cruzando la calle se puede visitar la residencia desde donde James Earl Ray disparó contra King, y hasta se pueden ver el rifle y las balas que usó. Es un sitio estrecho, frío, desprovisto de cualquier decoración, casi inadvertido frente a la fachada más emotiva y solemne que rodea el motel Lorraine, símbolo quizás de las dos almas que aún parecen quebrar a Estados Unidos.