Paula Catena: “Tengo preocupación por mi entorno”

“Tiene 37”. Eso me comentó un funcionario del hospital de la Mutual de Seguridad luego de medirme la temperatura a través de la ventana del copiloto del auto en el que ingresé, a las 15.20 de ayer, al estacionamiento del lugar junto a una amiga, también periodista.

La medida es parte del protocolo que tuvimos que pasar para poder ingresar a las instalaciones, ubicadas en Alameda 4848, en las que me haría por primera vez el examen PCR para saber si tengo Covid-19 positivo. Luego, subí en ascensor -en el cual se permitían un máximo de dos personas- al segundo piso, a la unidad de procedimientos mínimamente invasivos.

“Tienes que echarte alcohol gel y pasar a la ventanilla”, me dijo otro funcionario de la Mutual al ingresar a la sala de espera de esa ala del edificio. Estando ahí me acordé de cómo partió todo: El miércoles, a las 9.07, un compañero, periodista acreditado de un medio de comunicación que cubre las actividades presidenciales en La Moneda, informó en un chat grupal que tenemos de coordinación que hay un caso positivo de coronavirus en “La Copucha”, el nombre que recibe la sala de prensa de la prensa acreditada de Palacio, y que Presidencia ya estaba al tanto.

A esa hora justo iba saliendo de mi departamento en dirección a La Moneda, pero eso quedó solo en intenciones porque a esas alturas Presidencia activó todos los protocolos de resguardo y comenzaron las instrucciones para que la prensa que tuvo contacto con el caso que dio positivo de La Moneda -que correspondía a uno de los camarógrafos- se retirara de Palacio, que comenzara con una cuarentena preventiva de 14 días y que se realizaran el examen.

Así, La Moneda se encargó de hacer control de daños y pidió los datos de toda la prensa que tuvo contacto con la persona contagiada, siendo un total de 48 personas, según informó ese mismo día en un punto de prensa la ministra vocera de gobierno, Karla Rubilar.

Hasta ese momento estaba tranquila: si bien había coincidido con la persona que había resultado con el virus positivo, había sido solo a la distancia. Pero eso duró poco. Mi inquietud comenzó ese mismo día en la noche, cuando supe que un periodista también había dado positivo. Y resulta que, con esa persona, sí compartí, y harto.

El viernes fue el último día en que l@ vi. Ese día estuve de cumpleaños y un amigo, con todas las medidas de resguardo, me llevó una torta a La Moneda, lugar físico en el que trabajo, en la que me cantaron cumpleaños. Si bien, todos estaban con mascarilla, fui irresponsable y decidí sacármela por unos momentos para apagar las velas.

Ya han pasado siete días desde que tuve contacto con la persona que dio positivo al virus y no he tenido ningún síntoma. Tengo preocupación, pero no por mí, sino porque, si tengo el virus, pude haber expuesto a alguien de mi entorno en los días previos a saber del contagio en La Moneda. Además, no puedo evitar tener una sensación de injusticia por poder acceder de manera tan expedita a un test, cuando la realidad no es así para todos.

Era mi turno en la ventanilla para ser atendida. Ahí, una mujer me pasó un cuestionario con diez preguntas y me dijo que tenía que entregarlo cuando me hicieran el examen. También me pasó un papel con un código de barra con mi rut y un folleto con recomendaciones sanitarias a seguir.

“Cuando esté lista, me avisa”, me dijo. Terminé de llenar mis datos y me trasladaron al box número dos para realizarme el test. Ahí, me atendió Max, un tecnólogo médico, quien me pidió que me sacara la mascarilla que traía puesta para poder hacerme el examen.

Me senté en una silla, incliné mi cabeza para atrás y Max introdujo una cánula por mi nariz. “Aguanta, aguanta”, me comentó el tecnólogo, a quien no pude preguntarle mucho más debido a que tenía que atender a más personas. Sentí una molestia, me lloraron los ojos y quise estornudar. Todo fue en cuestión de segundos.

La Moneda, ícono del Gran Santiago, que entrará en cuarentea total a partir de este viernes.

Rocío Latorre: “Hay un poco de temor”

“Comportarme como si estuviera contagiada”, bajo esa indicación he actuado desde que me enteré el pasado miércoles que estuve en contacto con los dos casos positivos para Covid-19 detectados en el equipo de prensa que usualmente cubre las actividades de La Moneda.

Desde mi última vez en Palacio -o exposición al virus, como diría un epidemiólogo-, han pasado diez días y ni siquiera he tenido el más mínimo dolor de cabeza. Pero no me confío: es conocido ya que los asintomáticos contagian, quizás un poco menos que los sintomáticos. O que un eventual asintomático puede ser, en realidad, un infectado presintomático.

La cercanía al tema, por los ribetes propios de una cobertura de salud y de una pandemia, me hace no estar googleando síntomas -búsquedas que casi siempre tienen resultados catastróficos, como cáncer o VIH-, sino que revisando las conversaciones o entrevistas a gente que ha pasado el virus en su casa, viendo Netflix.

Pero lo cierto es que en ese ritual de evadir la realidad más cruda de la pandemia -que es casi nulo por mi labor periodística- hay un poco de temor. Temor a ser parte de la cifra de contagios, a la de pacientes en respiradores mecánicos, temor a contagiar a los compañeros de trabajo, o de ser el vector de mi grupo familiar. Y ese temor podré recién confirmarlo o descartarlo dentro de 72 horas, y con la suerte casi única por estos días de haber podido acceder a las escasas pruebas diagnósticas.

La sospecha partió 24 horas antes, cuando el miércoles en la mañana, y ya en el edificio de “La Tercera”, me alertó un grupo de WhatsApp de periodistas amigos. Por fotos, me enteré que evacuaban a los periodistas de La Moneda por el contagio de un camarógrafo, al que horas más tarde se le sumó un periodista. “Hablé con él cuando fui”, pensé. Pero también reparé en que siempre usé mascarilla.

Al inicio, pensaba que habían pasado días suficientes como para ser parte del grupo que estuvo en riesgo, pero la confirmación la tuve más tarde de mi colega de política que está de manera permanente allí. Era parte del listado.

Ayer fuimos convocados un grupo de 48 periodistas, en distintos horarios, para tomarnos el examen PCR. En el Hospital de la Mutual de Seguridad, en Estación Central, el protocolo que a inicios de marzo habría sonado exagerado, ahora es el mismo en casi todos lados: toma de temperatura al ingreso, y siempre con mascarilla.

Al pasar a la toma de muestras, en el segundo piso, la persona en ventanilla nos entrega la encuesta epidemiológica, con preguntas que incluyen si he presentado algún síntoma, o si he tenido contacto con algún contagiado sin elementos de protección personal. Lo entrego, preocupándome de haber anotado bien mis datos de contacto, porque ¿qué pasaría si notifican a alguien que no soy yo? ¿y si nunca me entero de mi resultado? ¿y si se les pierde mi muestra?

Al minuto, debo entrar al examen. Una tórula (o “cotonito) algo flexible entra por la nariz, y pareciera llegar un poco al cerebro. Miro hacia arriba, y cierro los ojos, porque no duele pero sí quiero estornudar. El test dura a lo más cinco segundos, pero se sienten como si fueran diez.

Durante la tarde, recibí una llamada de la Seremi que me da un poco de esperanza. Según mi exposición al virus, y como ya han pasado diez días, si el domingo me informan que mi examen es negativo, podría volver a trabajar el próximo miércoles. Si no, debo contar 14 días desde el día de la confirmación positiva.

Mientras llega el resultado, hablo con mi familia por WhatsApp, aunque estamos en la misma casa; hablo con expertos para llamarlos por algún tema, pero antes de cortar, me tomo la libertad y hago la última pregunta de rigor: “Con todo lo que le cuento, ¿usted cree que yo lo tenga?”.