“Fueron días muy tristes, sientes que lo pierdes todo, y realmente es así, pero hay que seguir y salir adelante, siempre hay gente que te ayuda”, dice Soledad a través del teléfono, con un ruido ambiente que deja la impresión de un lugar abierto, como una plaza o algo parecido. Suenan niños jugando, de hecho.
En los primeros meses de la pandemia, fundamentalmente durante abril, mayo y junio, una imagen triste y angustiante fue la de decenas de ciudadanos extranjeros instalados afuera de sus consulados y embajadas. Con las fronteras ya cerradas por todos lados, sin casa, sin dinero, ellos pedían ayuda para poder regresar a su tierra. Eras calles llenas de carpas, con familias y niños soportando el frío de un invierno incierto.
Soledad Yucra Choque fue uno de ellos. Tiene 24 años. Actualmente está con su familia, a las afueras de Yamparáez. Se trata de una pequeña provincia boliviana donde residen poco más de 27 mil personas, específicamente en la ciudad de Sucre, a 2.800 metros de altura.
La suya es una historia trágica. De verdad angustiante. Desde 2016 que viaja a Chile por temporadas, para trabajar fundamentalmente en packing de frutas. Siempre entra por Colchane y baja a la zona central. En bus. En eso estaba en marzo pasado, en el Fundo Santa Laura, de Melipilla, antes de que se declarara la pandemia.
Limones, cerezas, paltas, ese era su día a día. Y, como cada año, la acompañaba su pareja, Robert Flores, de 28. Sin grandes metas en el horizonte inmediato, aunque ya rondaba la palabra matrimonio.
Pero el Covid-19 y en cierre de fronteras no fue lo único que se les cruzó en el camino. También una hecho delictual, que ocurrió en la pieza que arrendaban en esa comuna. Fueron asaltados y Flores recibió al menos dos disparos. Falleció a las pocas horas.
Entonces comenzó el periplo terrible de Soledad, rumbo a Santiago, a las afueras del consulado de Bolivia, al Servicio Médico Legal y a las funerarias. Con poco dinero, sin redes de apoyo y con otro elemento extra, revelado en medio de los exámenes PCR a ambos: ella estaba embarazada.
“Hubo días, noches, en que no sabía qué hacer, a dónde acudir. Nuestros amigos me apoyaron mucho, también varios chilenos, es un país que siempre nos recibió muy bien. Pero yo estaba desesperaba”, recuerda la joven.
Los PCR también abrieron otro flanco. Porque él tenía Covid-19. Ella no. Pero de todos modos tuvo que hacer una cuarentena de 14 días, que al final fueron 17. Estuvo en el Hotel Capital.
“Se portaron excelente, me sentí muy bien, pero estaba sola”, relata Soledad.
Entre viajes y solicitudes, después fue acogida en un colegio de Recoleta. Allí, finalmente, el 17 de julio abordó un bus hacia su país y llegó a estar con su familia el lunes 20 de julio, casi de noche.
“Cuando llegué, lloraba, no paraba de llorar, era una emoción muy fuerte, siempre me mantuve fuerte, por mi niña, y ese día me desplomé”, recuerda.
A Sucre llegó con su bolso, unas pocas pertenencias y una caja con las cenizas de Robert. “No sé qué habrá pasado con el caso judicial, pero tampoco lo pienso mucho”, indica.
Y reconoce otra cosa. “Chile es un buen país, yo voy a regresar a trabajar, fueron días muy malos los que pasé, pero también me ayudaron mucho. Me gusta trabajar allá”.
Liz Abuid, peruana: “Se ha retomado la normalidad”
Un caso similar es el de Liz Abuid (45), quien vive en el campamento “Todos luchando por un sueño”, de Antofagasta. Quedó sin trabajo durante la pandemia, pues era asesora del hogar en una casa de personas mayores. “Estuve varios meses confinada en el campamento, con precariedad en el acceso a luz y agua”, señala.
Sin embargo, comenta que con los meses, ha podido rearmarse y hoy vende cosméticos, lo que le permite mantenerse. En su casa, vive con su hija de 28 años y otra de cinco.
“Durante el invierno recibimos harta ayuda, como canastas familiares y ropa, fue difícil, pero ahora se ha retomado la normalidad”, sostiene.
También es dirigenta del campamento. “Somos personas unidas. Todos aportan a una olla común para alimentarnos y como meta a futuro tenemos la idea de acceder a una vivienda definitiva. Vamos a luchar por eso”.
A pesar de todo lo vivido este año, de las carencias y de los días amargos, Liz dice que no quiere volver a Perú, porque su familia se crió en Chile. Junto a sus vecinos luchan por mejorar su situación en el asentamiento y piden que las poblaciones vecinas no dejen basura en las afueras de las casas, para mantener la higiene.
Aura Arévalo, venezolana: “La gente nos ayudó mucho”
Aura Arévalo se vino sola desde Venezuela. Eso fue ya hace dos años y casi seis meses. Los tiene muy bien contados. Días tras día. “Porque ha sido duro, extremadamente duro”, confiesa la mujer, de 45 años. Pero añade convencida: “No lo cambio, me gusta estar acá, y por eso no pienso irme”.
Ella vivía en la ciudad de Valencia. Es educadora y luego de algunos años de ejercer su profesión había cambiado de rubro. “Las circunstancias de mi país me obligaron, era vendedora, pero estaba bien, tenía mi carro, mi casa, todo bien, hasta que las cosas empezaron a ponerse mal”, recuerda.
No lo pensó mucho y viajó a Chile. Estuvo tres meses con visa de turista y luego esperó otros 10 para la de trabajo. “No podía ser educadora, pero me las arreglé bien. Trabajé en ventas de un cementerio y después en una tienda de ropa. También conocí a un venezolano y me emparejé”, relata.
Arrendó piezas y luego departamentos pequeños y compartidos. “Rodé por Quilicura, Cerro Navia y Ñuñoa. Y allí estábamos cuando partió la pandemia. Recuerdo que el señor dueño nos dijo que nos teníamos que ir. No le debíamos nada, teníamos dinero para el arriendo, siempre le habíamos pagado, pero se debe haber asustado”.
Fue entre abril y mayo cuando Aura quedó literalmente en la calle. Entonces sí escasearon los recursos. Se consiguió unas mantas, una carpa, algunas bolsas y partió a instalarse afuera de la empajada de Venezuela, en calle Bustos, comuna de Providencia. Junto a decenas de compatriotas suyos.
“Había noches en que no lo podía creer, cómo estaba allí, porqué, qué había hecho mal. Hacía frío y la idea era poder volver a mi país, pero nadie sabía cómo. Y conocí al verdadero chileno, ese que es bueno”.
Y lo subraya. “Allí, a la calle, llegó gente a gritar a una iglesia, que nos abrieran, que nos dejaran entrar. Hubo personas que aparecieron con mantas, con juguetes para los niños, con café, con comida, algunos simplemente iban a vernos a saber cómo estábamos, a conversar, fueron días terribles, de verdad sentí mucho miedo, sola, de noche, pero también fueron momentos muy lindos”, explica.
En eso, Aura se hizo dirigente de su sector de carpas. Se reunía con el Servicio Jesuita a Migrantes y con el sacerdote José Tomás Vicuña, quien era el director de la entidad. Organizaba, aplaudía, reclamaba, hasta que llegaron las soluciones.
“Algunos se fueron, otros como yo quisieron seguir, porque este es un buen país, y no quería quedar manchada, como si hubiera tenido un problema, para después no poder volver”, dice.
Tras un mes en esas condiciones, unas religiosas la llevaron a un colegio de Providencia y allí vive ahora. “Me ayudaron mucho, tengo privacidad, me ayudaron a conseguir un congelador, muebles, cama, y estamos felices. También encontré trabajo en un local de ropa y vamos terminando muy bien el año. Conocí lo difícil de la pandemia, de ser migrante, pero también el lado bueno de estar acá en Chile”.
José Aldemar, colombiano: “Lo peor era el frío”
“Ahora estoy cumpliendo un año en Chile y pese a todo lo que pasó, estoy feliz, porque nadie tiene la culpa de la pandemia”, cuenta, resignado, José Aldemar, de 50 años y nacido en Medellín, Colombia.
Su rubro es la construcción. Es obrero albañil. A eso vino y en eso estaba cuando se declaró la pandemia y se cerraron todas las fronteras. Y, como tantos otros compatriotas suyos, quedó sin trabajo.
“Yo vivía en Recoleta, y de un día para otro no teníamos dinero para nada. Nos comunicamos entre varios y llegamos a la calle del consulado de mi país, en Andrés Bello. Allí nos organizamos y nos instalamos, para poder regresar a Colombia”, recuerda.
Fueron casi tres meses los que José estuvo en la calle junto a su pareja. “Lo más terrible de todo era, lejos, el frío, las noches, la humedad. Pero venía mucha gente a ayudarnos, nos traían comida y ropa, los chilenos se portaron muy bien”, comenta.
Finalmente, no pudo regresar a su país. “Había que tener dinero, pero yo estoy feliz acá. Los jesuitas me apoyaron y ahora estamos en una casa, lo pero ya pasó”.
Joselin Ferrer, venezolana: “Ya estoy tranquila con mis hijos”
Joselin Ferrer (42 años), abogada, cuenta que estuvo un año en Chile y que por la pandemia decidió regresar a Venezuela en un vuelo humanitario, en mayo pasado, pues quedó sin trabajo.
“Tras el estallido y luego por el Covid fue difícil el tema laboral. Estaba en Chile, sin empleo, sin casa, con una niña de doce años y un hijo solo en Venezuela. Era necesario volver”, cuenta.
Relata que desde que llegó a Lecherías, en el Estado Anzoátegui, ha estado “más tranquila”, porque está junto a su familia.
“Mi casa es cómoda y ya no corro el riesgo que me echen si no pago el arriendo, como sucedía en Chile”, señala.
De a poco, añade, ha retomado sus labores: “Me siento esperanzada porque soy una mujer de fe. Hasta ahora Dios me ha mostrado grandes cosas y tengo dos emprendimientos en proceso, uno con mi madre, de postres, y otro a título personal, afín a mi carrera”, añade.
Comenta, sin embargo, que la situación de su país es “crítica”, pues gran parte de la población vive en la pobreza y hay problemas de acceso prestaciones de salud.