"Hola, ¿eres manquehuino?", me preguntó hace años una mujer en una recepción.
"No, soy valdiviano", contesté. Tuvieron que explicarme, entre risas, que "manquehuino" es el nombre que identifica a los exalumnos de un colegio del barrio alto de Santiago.
Mi interlocutora no me estaba preguntando por mi origen geográfico, sino por otra clase de gentilicio: mi lugar en el mapa social.
Es habitual que una persona adulta diga que "es" del Verbo Divino o del Villa María. Los chilenos "estudiaron" en un liceo con número o "egresaron" de un subvencionado, pero "son" "georgian" o "tabancureños".
Ese uso, en tiempo presente, del verbo "ser", es indicativo de la naturaleza de ciertos colegios: más que lugares de instrucción, son medios de reproducción de una élite social.
Por eso, sus métodos de discriminar quién entra y quién no son intrincados.
El casting de admisión a sus padres no solo incluye liquidaciones de sueldo, cargos, profesiones, postítulos e idiomas. También los colegios en que estudiaron, fotos familiares actualizadas, cartas de recomendación de otros apoderados, parroquia que frecuentan y organizaciones sociales de las que son parte.
En un reportaje de La Segunda, una encargada de admisión dice que estos requisitos son "solo para ver si el nivel educacional y formativo de los progenitores coincide con el perfil del colegio, pero de ninguna manera es una forma de discriminación". Otra argumenta que es "solo para conformar cursos con alumnos y padres más similares y equivalentes".
Aun si miramos la educación solo como un mercado (o una "industria", en palabras del Presidente de la República), este sistema es indefendible: se basa en discriminaciones arbitrarias, carece de toda transparencia y da a la empresa (colegio) y no al cliente (familia) todo el poder.
En el mercado, si un bien es escaso, se lo lleva quien ofrece más dinero por él. Estos colegios, en cambio, seleccionan por factores ideológicos, sociales y raciales. Son resabios de una mentalidad feudal, en que la posición social no depende del mérito; es una pertenencia que se hereda.
Y cuando los egresados de nueve colegios del barrio alto de Santiago (0,5% del país) copan el 53% de los altos puestos de las empresas, y los egresados de seis de ellos (0,26%) acaparan el 67% del gabinete, es Chile completo el que tiene un problema.
Demasiado poder está en manos de una oligarquía hereditaria, y su concentración en estos colegios es arena en las ruedas virtuosas de la meritocracia: traba el ascenso de los capaces y el descenso de los mediocres.
Un exministro de Educación confesó que muchos de sus compañeros en el Verbo Divino "eran completamente idiotas; hoy son gerentes de empresas". También protege a los tramposos.
Otro exministro de Educación (autodefinido como "georgian") defendió la inocencia de Carlos "Choclo" Délano por ser "del Saint George, lo que inmediatamente me genera confianza". Cuando Délano pidió su libertad, uno de los argumentos que presentó ante el tribunal fue su condición de "Best Old Georgian".
Lo explica uno de los intelectuales más influyentes del mundo, el coautor de ¿Por qué fracasan los países?, James Robinson. Para entender por qué Chile no logra pasar al desarrollo, dice que "hay que mirar las élites económicas. De esos gerentes, el 86% asistió a colegios privados, y la mitad de ellos a cuatro colegios".
Así de crudo. Para ser un país moderno, "Chile tiene que reducir la influencia de las redes sociales de la élite", advierte Robinson.
¿Es la "Ley Machuca" un avance? ¿Abrir al mercado la selección de esos colegios servirá? ¿Deberíamos tener cuotas en puestos públicos y directorios de empresas para abrir ventanas a la diversidad? Son debates que la élite se niega a tener. La respuesta estándar es que no debemos gastar tinta y tiempo en hablar de colegios que educan a un pequeño porcentaje de los chilenos.
Ustedes saben. La primera regla del Club de la Élite es: nadie habla sobre el Club de la Élite.