La vida de Dagoberto Huerta comenzó a cambiar cuando tenía 13 años. En ese minuto era un alumno de séptimo básico en la Escuela América, de Marchigüe. Incluso hoy, 25 años después, recuerda lo que pasó durante una kermesse de su colegio:

–Estaba jugando bingo y lo único que sentí fue una incomodidad en el oído y algo húmedo en el cuello. Ahí mi mamá me miró y notó que me estaba saliendo líquido de la oreja.

Ese líquido era una mezcla de sangre y pus. Síntomas que, después supieron, indicaban que su tímpano había reventado.

Incluso a esa edad, Huerta ya tenía bastante experiencia en hospitales. Desde niño había tenido que lidiar con infecciones al oído que fueron afectando su audición.

–Yo siempre he pensado que su infección empeoró y fue tan grave por una falta de recursos y negligencias médicas. Entre los cuatro y los siete años, del colegio lo mandaban todas las semanas a hacerse lavados y limpiezas en los oídos. Yo lo llevaba y él lloraba y se me colgaba, porque le dolía cuando le hacían la limpieza –recuerda su padre, Floriberto Huerta.

Desde pequeño Dagoberto Huerta estuvo ligado a la música y las artes.

Los doctores, ese día de la kermesse, le dijeron que, probablemente, todas esas infecciones de su infancia explicaban el aumento de presión que había experimentado su oído medio derecho y que, finalmente, terminaron en su perforación.

Por eso es que él, desde ese momento, entendió que su vida sería distinta.

Siempre presentí que iba a quedar sordo. Se veía súper complejo un tratamiento.

La noticia fue demoledora para sus padres.

Floriberto Huerta (66) y Lidia Arrué (68) se habían criado en el mismo barrio de San Miguel de Viluco, se casaron en noviembre de 1985, y 10 meses después nació Dagoberto: el primero de los dos hijos del trabajador agrícola y la dueña de casa.

Esa tranquilidad familiar que habían tenido hasta entonces se interrumpió.

Floriberto Huerta, de hecho, cuenta que fue un proceso difícil para ellos. Tuvieron que llevarlo a Santiago, pidiéndole ayuda a un primo, porque no tenían los recursos para hacer el viaje ellos mismos.

–Ahí nos dijeron que ya tenía perdida la audición en un oído. Fue una cosa terrible que nos dijeran eso –cuenta el padre–. Lo acompañaba de chico todas las semanas a limpiezas y andaba con él para todos lados. Yo sabía que él saldría adelante, pero a mi señora le afectó más.

La de ellos era una familia donde la música ocupaba un espacio importante. No sólo desde lo instrumental, porque cuando se juntaban siempre había una guitarra, o porque el padre y el abuelo de Dagoberto cantaban temas religiosos, sino que, también, desde el baile. Todos lo hacían en las reuniones familiares y, tal vez por esa cercanía, Huerta se sintió atraído hacia el programa Rojo, de TVN, donde distintos cantantes y artistas competían por hacerse un nombre en el mundo del espectáculo.

–Veía el programa y ensayaba solo. Me aprendía los pasos y veía las repeticiones –recuerda él–. Mis papás estaban súper acostumbrados a que yo llegara a la casa después del colegio a prender la tele y de ahí nadie me sacaba hasta que terminara el capítulo.

Sólo que, en medio de una comuna rural y pequeña de la Sexta Región, donde la raigambre tradicional pesaba, las opciones para aprender danza eran escasas. La única opción que existía, cuando él tenía 14 años, era unirse al ballet folclórico creado por la familia Silva en Marchigüe. Fue tanta su conexión con la disciplina, que antes de terminar su enseñanza media en el Instituto Cardenal Caro, Huerta ya tenía decidido hacer de la danza su profesión. Y eso en una familia de esfuerzo como la suya, en la que, por ejemplo, su hermano terminaría trabajando como camionero, era una apuesta muy arriesgada para alguien que venía de su entorno.

–Dedicarte a la danza siendo tú de una comuna de campo era como, ¿hello?, ¿estás bien? -recuerda-.

No solo eso. Al asumirse gay, admite, enfrentó prejuicios por sus intereses y sexualidad:

–No tenía la libertad ni la confianza de ahora de poder abiertamente decir yo me siento de esta forma o sexualmente soy así.

Todo eso sucedía mientras su oído sólo empeoraba.

–La otitis que sufría no solo me estaba dejando sordo –relata Huerta–. Se trataba de una infección que me provocaba supuraciones de oído y malos olores. Entonces para mí, chico, fue súper duro.

Dagoberto Huerta se convirtió entonces en un adolescente encerrado en su mundo, en sus miedos y en la vergüenza que sentía por los síntomas que acompañaban su deterioro auditivo.

Lo único que podría rescatarlo de ahí era el baile.

Un lugar incorrecto

En esas tardes frente al televisor, siguiendo el programa que animaba Rafael Araneda, donde tantos bailarines competían guiados por instructores que intentaban sacar lo mejor de ellos, Dagoberto Huerta entendió que, quizás, sus sueños podían no estar solamente sobre el escenario. Le gustaba imaginarse como bailarín, sí, pero también empezó a verse como alguien que podía enseñar la danza. Con esas certezas les dijo a sus padres que quería ir a estudiar a Santiago.

Al Daguito le quedaba chico Marchigüe –reflexiona su padre–. Yo lo entendí y le dije que lo iba a apoyar. No fue fácil para nosotros mandarlo hasta allá, porque no teníamos muchos recursos. El Dago tenía que trabajar mientras estudiaba.

A los 18 años, Huerta deja Marchigüe y se va a estudiar danza a Santiago.

En 2005, con 18 años y utilizando un audífono para compensar el avance de su sordera, Huerta llegó a la capital para matricularse en la Academia Dancen Karen Connolly, de la calle Bombero Núñez, en Recoleta.

El cambio, a pesar de su entusiasmo, no fue fácil.

–Dago lo pasó mal ese tiempo –admite Floriberto Huerta–. Viajaba los fines de semana y se pasaba todo el sábado llorando, pensando en que el domingo se tenía que devolver.

Aun así, en clases no dejaba mostrar su pena. Su compañera en la academia, Ámbar Cerda, explica que, a pesar de ser reservado con sus compañeros, al bailar se lucía.

–Dagoberto tenía mucho talento, pero sobre todo ganas.

Cerda, por ejemplo, recuerda que Huerta siempre estaba bailando. Estuviese en un paradero o en el andén del Metro, repasaba las coreografías que había aprendido en clases durante el día. Para no perder el ritmo a raíz de su sordera, contaba los tiempos de la música con los pies o preguntaba a sus compañeros sobre los pasos o movimientos que no recordaba.

A pesar de que el auricular que utilizaba pudo ayudarlo durante los primeros años, llegó un momento en que el accesorio ya no podía atenuar su deterioro auditivo.

–En una prueba teórica, en las que siempre era el mejor, le fue súper mal y ahí recién me di cuenta de lo avanzada que iba su sordera –asegura Cerda.

Huerta encontró en ella el apoyo necesario para superar sus crecientes adversidades. Cerda, por ejemplo, le indicaba los inicios de las canciones con una seña o un chasquido para que él no se perdiera en las cuentas.

Eso fue suficiente como para poder graduarse. Pero ya titulado, Huerta se vio enfrentado a un desafío mayor. No sólo debía encontrar trabajo en un campo laboral reducido, sino que, además, debía hacerlo a pesar de su sordera.

Ese camino lo llevó de vuelta a Marchigüe. A los 21 años, y ya como un bailarín certificado, Dagoberto Huerta regresó a la Sexta Región con la idea de enseñar.

–Partí haciendo clases de danza en el mismo colegio en que estudié, el Cardenal Caro –relata–. Después, como al taller le iba bien, me empezaron a llamar de otras escuelas y otras comunas.

Huerta hizo bailar a vecinos en talleres en La Estrella, Marchigüe, Viluco, Rinconada de Alcones y Peralillo, mientras combatía el golpe anímico de encontrarse completamente sordo a los 23 años. En esos momentos, cuando el mundo exterior para él quedó para siempre en silencio, trataba de volver a los sonidos que había registrado en su memoria. Si veía pasar un auto por la calle, trataba de recordar cómo sonaba eso. Si entraba a un restaurante, siempre preguntaba si había música de fondo para imaginarla. Incluso, se duchaba tarareando canciones que sólo podían oírse en su cabeza. Pero todo ese optimismo se diluía cuando veía que eran pocas las posibilidades de seguir dedicándose a lo único que le daba sentido a su vida.

En un arrebato, se abrió a buscar otras opciones.

–Le pregunté que por qué no buscaba algo más cerca de Marchigüe. Algo con más campo y más estable que la danza, en caso de que la tuviera que dejar –cuenta su padre.

El profesor de baile encontró una alternativa: entrar a estudiar Prevención de Riesgos en el AIEP de San Fernando.

–Fue un cambio total para mí –asegura Huerta riendo–. Sentía que mis compañeros eran como raros. En el mundo de la danza todos son súper expresivos y muy de piel, pero acá eran todos como súper serios y rígidos. No me sentí nunca cómodo.

De esa parte de su vida no se llevó mucho. Sólo la sensación de que no estaba en el lugar que debía.

–Fue un período súper oscuro –admite–. Pensaba que ya no podría dedicarme a la danza y que tenía que dejarlo todo.

El profesor sordo que hace bailar a Marchigüe.

Volver a bailar

Dagoberto Huerta nunca pudo sacarse el baile de la cabeza. Mientras estudiaba en San Fernando, inventó un método para poder seguir el ritmo de una melodía: si ponía un parlante pegado al piso, sobre todo en uno de madera, podía sentir las vibraciones de la música. Ese sistema, complementado con la técnica que había adquirido en Santiago, lo motivó a volver a dar talleres. Incluso se atrevió a ser parte del elenco del Ballet Municipal de La Granja, conducido por el fallecido Víctor Machuca.

–Para mí –dice Huerta– él fue un referente como bailarín, como coreógrafo y como profesor.

Su vida, entonces, comenzó a enrielarse hacia donde él quería. Por las mañanas estudiaba en el AIEP, por las tardes realizaba sus talleres y durante los fines de semana se unía al elenco de La Granja. El peso no era poco. Sobre todo porque, semana tras semana, debía dedicarle tiempo y energías a una carrera en la que estaba seguro que no se desempeñaría.

–Estudié con mucho esfuerzo y dedicación, pero en verdad siempre sabiendo que no era lo mío.

Una vez que se tituló, les dijo a sus padres la verdad. No quería trabajar como prevencionista de riesgos, sino que darle otra oportunidad a la danza.

–Yo sabía que a él no le gustaba esa carrera –explica Floriberto Huerta–. Cuando la terminó, se me acercó un día y me dijo: “Este título es para usted, para que quede con la tranquilidad de que tengo algo en que recaer”.

El segundo intento de Dagoberto Huerta en el baile fue más decidido que el primero. Comenzó capacitándose en el Colegio Profesional de Pedagogos Danza de Chile, como también en otros estilos dentro de esa disciplina. Todo eso perseguía un propósito que pudo materializar en 2013: abrir una academia de danza que llevara su nombre.

Partió con 15 alumnas, enseñando en las instalaciones de un exinternado, dentro de una sala con espejos que también se usaba para hacer clases de zumba.

–La gente de Marchigüe no creía en él – cuenta su padre–. Mucha gente lo cuestionaba cuando partió.

Huerta no sólo tenía que hacer que una academia de baile funcionara en una comuna agrícola de 7.700 habitantes. Sino que, además, debía lograr que esos vecinos confiaran en un profesor sordo. Isidora Pérez fue una de las que confiaron:

–Es una experiencia diferente al resto de los profesores que he tenido, ya que el método de enseñanza de Dagoberto es distinto. Él trabaja con las vibraciones de la música, por lo que el suelo de la sala debe ser de madera. El parlante debe estar pegado al suelo, para que él pueda sentir las vibraciones. Esa es una de las formas en la que él se diferencia con otros profesores.

La otra era incluir coreografías y montajes que incorporaran el lenguaje de señas. Con el correr de esas sesiones, Huerta entendió que a través del baile también podía crear conciencia sobre la discapacidad y que, incluso así, la gente podía conectar con lo que hacía. Esas inquietudes lo llevaron también a ser candidato independiente a la Convención Constitucional de 2021, donde no salió electo.

Donde sí lo reconocieron fue entre sus propios vecinos. Esas primeras 15 alumnas pronto se convirtieron en más de 300. De repente, gente lejana a su región comenzó a preguntar por él. En 2016 obtuvo una beca para estudiar en Buenos Aires, en la Escuela de Artes Escénicas ACT&ART. Allí conoció a Carolina Bogo.

La Academia y Compañía de Danza Dagoberto Huerta suma galardones.

–Fui a hacer un reemplazo por una clase y allí conocí a Dagoberto –narra la coreógrafa–. Y quedé realmente sorprendida, porque jamás esperé que él fuera quien más rápido aprendiera.

Ambos se quedaron conversando después de clases, porque ella, dice, estaba maravillada de que alguien sordo tuviera tales habilidades para la danza sin siquiera poder oír la música. Esos intercambios terminaron con tres visitas de Bogo a Marchigüe.

–Generalmente –explica ella–, cuando uno se aleja de las capitales de los países, el nivel de las academias baja. Pero la formación que Dago les otorga les permite tener un alto nivel de bailarinas.

De hecho, varias de ellas regresaron a la academia para convertirse en instructoras. Ahí pudieron ver cómo en abril de 2018 la ministra de Cultura de entonces, Alejandra Pérez, le hizo un reconocimiento en el Teatro Lucho Gatica de Rancagua por su trayectoria. O que, seis meses después, la Unesco lo nombró miembro del Consejo Internacional de Danza. Igual que el Bureau of Industry de The World of Dance de Estados Unidos, en noviembre de 2019.

En abril de 2018 Huerta recibió un reconocimiento en el Teatro Lucho Gatica de Rancagua por su trayectoria.

La improbable academia de Huerta comenzó a darle cierta vida cultural a una comuna más acostumbrada a la explotación forestal, los viñedos y los arándanos que a las galas y al ballet. Pero aun así lo consiguió.

–Ha traído a harta gente de la tele hasta acá y a la gente eso le gusta –explica Floriberto Huerta– .

Para la última de sus galas usaron un teatro con capacidad para 500 personas. A pesar de eso, hubo gente que quiso entrar y quedó afuera.

El simbolismo de eso era muy grande.

Después de 12 años, ya no queda nadie en Marchigüe que dude de él.

Público en la Gala XIII de la Academia de Danza Dagoberto Huerta.