El salto al vacío de los egresados de Mejor Niñez

Vacío Mejor Niñez

A tres años de su puesta en marcha, el Servicio de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia aún tiene muchas deudas. Una de ellas es con los programas de transición a la vida independiente y los casi 500 jóvenes que, potencialmente, podrían beneficiarse de ellos. Sin esos programas los adolescentes -una vez que cumplen 18 años- se enfrentan a egresos acelerados, incertidumbre sobre quién podrá recibirlos y un futuro donde difícilmente podrán sentirse preparados.


A Damaris Troncoso no le gustaban las celebraciones. No pedía tortas, tampoco abrazos. Pero ese día de marzo de 2023, en la Protectora de la Infancia, sí le tenían algo para su cumpleaños: un peluche rosado de un gato, con un corazón.

–Era como para una cabra chica –dice.

El problema es que Troncoso había cumplido 18 años. La mayor parte de esa vida la había pasado en el sistema de protección del Estado: entró a los cuatro años a una residencia en Constitución, luego de que un hermano, cuenta, abusara de ella. Cuando ese hogar cerró la llevaron a Talca y, finalmente, a los 10 años terminó en ese recinto de Puente Alto. Su padre trabajaba cosechando en los campos del Maule y su madre, que ya no tenía relación con él, sufría, dice, de severas depresiones. Tenía una hermanastra que aún no conocía, y pocas veces recibía visitas de familiares. Por eso, cree, no tenía buena conducta.

–Si me decían que no, rompía todo. Las tías tenían que subirse arriba mío para calmarme. Los castigos que me daban eran quedarme en mi cama todo el día, con pijama de polar. Incluso si estábamos en verano y hacía calor.

Cuando llegó a Santiago la mandaron al Centro Educacional Nueva Creación, de Puente Alto: un recinto para menores con discapacidad intelectual. Luego de tres años, los profesores del colegio se dieron cuenta de que el diagnóstico era erróneo.

–No presentaba discapacidad intelectual, sino que funcionamiento limítrofe –recuerda la directora, Elizabeth López.

Ese diagnóstico, el de una inteligencia por debajo del promedio, pero que no alcanza para calificar como discapacidad, no era impedimento para que Damaris Troncoso llegara a tercero medio, saltara las rejas de la residencia y escapara habitualmente o, incluso, que, cuenta ella, trataran de reunificarla con su madre y el hermano que la había agredido sexualmente:

–Nos dijeron que teníamos que portarnos bien, pero después de unos días igual terminamos peleando. Así que volví al hogar.

Esa era la vida que había tenido al momento de cumplir 18 y recibir un regalo que, sentía, solo podía significar que aún la veían como una niña.

Entonces, dos semanas después, la llamaron a esa reunión.

Era de noche y la directora, relata, le pidió que fuera a su oficina. Estaban ella, la mujer que dirigía el recinto y la hermanastra de la que se había enterado hace solo algunos años.

–Me empezaron a decir que era mejor que me fuera, pero en buena.

La hermanastra, a quien Troncoso solo identifica como Andrea, vivía en Puente Alto con su pareja, trabajaba en un colegio y tenía tres hijos.

–Nos dieron un momento para conversar y lloramos. Ella me dijo que no me iba a dejar sola. Ahí dije que bueno, ya.

Según la Protectora de la Infancia, Troncoso egresó el 12 de abril del 2023, luego de un “acercamiento familiar casi un año antes de su egreso” y de un “trabajo interventivo que se hizo con su hermana Andrea, la cual estaba evaluada en sus habilidades parentales, en donde se obtuvieron resultados favorables”.

Damaris Troncoso se llevó todo lo que tenía en la residencia: sus zapatos, su ropa y los cuadernos de tercero medio que recién comenzaba a utilizar, donde a veces fantaseaba con convertirse en parvularia. Solo hubo una cosa que no quiso llevarse.

–El peluche, ese lo regalé.

La ley en Chile dice que un joven puede permanecer en una residencia de cuidado alternativo, es decir, los espacios a donde son derivados los menores vulnerados que no cuentan con una red familiar capaz de hacerse cargo de ellos, hasta los 24 años. Pero hay ciertas restricciones. La más importante es que tienen que estar estudiando: ya sea terminando su educación media o una carrera técnica o profesional en una institución certificada.

–La ley es bien clara ­–explica Ignacio Concha, director ejecutivo de María Ayuda–, si el adolescente cumple 18 y no está estudiando, nosotros tenemos que egresarlo de la residencia.

Egresar significa salir del espacio protegido del servicio y empezar a arreglárselas en el mundo de forma independiente.

–Esto es bien criticado –añade la exsubsecretaria de la Niñez de Sebastián Piñera, Blanquita Honorato–, pero es para que haya un incentivo para seguir estudiando.

El problema es que el nuevo servicio de protección de la infancia, inaugurado en octubre de 2021, con sus problemas de diseño e implementación, aún no ha logrado generar los cupos que necesita para la cada vez mayor demanda que enfrenta. Entonces pasó lo esperable: que el sistema, estresado y presionado, comenzó, en algunos casos, a acelerar sus procesos.

–Al final la ley se usa como un desincentivo –sostiene la directora ejecutiva de la Fundación Sentido, Margarita Guzmán, que trabaja con jóvenes egresados del sistema–. Se agarran de ella para egresarlos antes. ¿Y cuál es el argumento? Que hay niños que están esperando un cupo.

Eso, cree, pasó con Damaris Troncoso y eso, está segura, pasó con Birjinia Vixama: una dominicana que llegó a los 14 años a Chile y que, luego de ser agredida y amenazada por su hermano, dejó su casa en San Joaquín para ingresar al sistema. La derivaron al Cread de Pudahuel y, antes de terminar cuarto medio, pero luego de cumplir 18 años, en 2021, la egresaron. Un poco antes también habían tratado de reunirla con su madre.

–Me decían ‘¿tú podrías perdonar a tu familia?’. Era como que me empujaban –dice ella.

Pero su madre tenía otros planes: emigró a Chicago sin ella.

De todas estas cosas ha ido enterándose Claudio Castillo, el administrador público que llegó hace seis semanas a dirigir el Servicio de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia. Es el tercero en lo que va de este gobierno. En su oficina, en el quinto piso de un edificio de la Alameda, se ha enterado de los 300 a 400 egresados que produce el sistema anualmente y de cómo algunos, a pesar de los fondos y esfuerzos invertidos en ellos, terminan perdiéndose porque este engranaje presionado los expulsó antes de que estuviesen listos para hacerse cargo de sus propias vidas.

Ante eso, Castillo dice lo que cualquier ciudadano diría: un reclamo que parece obvio.

–Lo que no puede ocurrir es que cuando cumplan 18 años los dejemos solos.

CLAUDIO CASTILLO, DIRECTOR MEJOR NIÑEZ
Claudio Castillo.

Las deudas del servicio

Mejor Niñez fue lanzado en octubre de 2021 con demasiadas preguntas inconclusas. Una de ellas era qué se haría con los residentes mayores de edad y su transición hacia la vida independiente.

–Se generó este programa complementario de vida independiente que tiene que ver con el desarrollo de aquellas competencias para hacer frente a la vida adulta –recuerda la entonces subsecretaria de la Niñez Blanquita Honorato.

Después pasó lo que sucede siempre que llega un nuevo gobierno: los equipos cambian, las prioridades mutan y, por lo mismo, la implementación de políticas públicas nuevas se revisa.

Gabriela Muñoz fue la directora del servicio cuando asumió Gabriel Boric como Presidente. Bajo su mandato comenzaron a trabajarse los diseños de nuevas licitaciones: esta vez para residencias que debían acoger a los mayores de edad que completaban su última etapa en el sistema. El equipo de Muñoz, aseguran cercanos a ella, incluso logró que le aprobaran el presupuesto para estos programas de vida independiente que comenzarían con tres hogares este año: dos en Santiago y uno en el Biobío.

Solo que mientras eso avanzaba, el resto del engranaje colapsaba. Debido a la falta de programas y residencias para niños vulnerados, y a la cada vez mayor demanda, varios hogares funcionaban con sobrecupos, había listas de espera y, aun peor, existían casos donde en una misma residencia convivían menores vulnerados con niños infractores de ley.

Esa crisis terminó con la salida de Muñoz en abril de 2024: tres meses antes que comenzaran las licitaciones para los programas de transición.

Luego asumió de forma interina Victoria Becerra. Frente a la crisis, dicen cercanos a ella, optó por priorizar las licitaciones de nuevas residencias que ayudaran a descomprimir el sistema y a poner término a las listas de espera. Con ese criterio, las licitaciones de nuevas residencias para mayores de edad quedaban postergadas. Al menos, hasta fines de este año.

Entonces, un año después de que el Presidente Boric había anunciado el compromiso presidencial de implementar “un programa de apoyo a la vida independiente que contenga acompañamiento personalizado y asesoría, mecanismos de acceso prioritario y oportuno a la oferta de prestaciones sociales para las que cumplen requisitos, apoyo a la habitabilidad como el subsidio al arriendo, acceso y permanencia en la educación superior, capacitación en oficios, oportunidades de empleo y emprendimiento, entre los principales”, este seguía sin cumplirse.

Ese es el historial de fallas y cambios del que Claudio Castillo tuvo que hacerse cargo en septiembre. Con todo lo que ha visto, asegura, esta va a ser una de sus prioridades:

–Hemos tomado esta definición política del Presidente de poder darle urgencia y avanzar mucho más rápido de lo que se venía avanzando hasta ahora. Eso nos va a permitir en los próximos meses poder licitar, a 36 meses, por primera vez, oferta del servicio de protección especializada en materia de tránsito a la vida independiente.

Su deseo, dice, es que eso suceda en algunas regiones este año.

–¿Y qué ha pasado con esto en tres años? –pregunta Blanquita Honorato–. Efectivamente todo quedó en cero. Eso de que las licitaciones van a salir a fines de este año, lo vengo escuchando desde el inicio de la administración.

Hoy el servicio de protección atiende a 1.797 mayores de 18 años, 1.043 son mujeres y 754 hombres: 494 de ellos están en cuidado alternativo residencial. Damaris Troncoso era una, hasta que fue a vivir con su hermanastra a los 18. No fue un cambio fácil para ella:

–Me costaba volver a estar en familia, en vez de con otros chiquillos. Peleaba con mi hermana a veces porque, como no trabajaba, no tenía plata. Y eso la enojaba. Me decía que no compraba ni un champú para la casa.

La relación se fue deteriorando hasta que, según Troncoso, la echaron. Arrancó a la casa de otros apoderados del mismo colegio donde estudiaba. Pero eso tampoco duró. Allí, dice, le pedían que cortara cualquier relación con la familia de su hermanastra. Troncoso no quiso hacerlo y volvió a quedar a la deriva. Pensó que su hermanastra podía perdonarla y regresó, pero la segunda experiencia, cuenta, terminó igual que la primera:

–Ella se puso cada vez más pesada, hasta que un día me dijo ‘ándate’.

El último lugar donde Troncoso buscó alojamiento fue con una amiga que había conocido en la Protectora de la Infancia que ahora vivía con su familia en Bajos de Mena.

–Me dijeron que yo era mala junta. A ella le gustaba drogarse y pensaban que lo hacía por mi culpa.

Pasaron algunas semanas y ahí, hace unos tres meses, fue cuando Elizabeth López, la directora del Centro Educacional Nueva Creación, volvió a verla. Troncoso llegó un día a su colegio contando que ya no vivía en el hogar, que solo había terminado tercero medio, preguntando si podían matricularla ahí.

–Yo le expliqué que no podía hacerlo sin un apoderado, y ahí me contó que no tenía a nadie. Que estaba viviendo en un departamento abandonado en Bajos de Mena. Estaba muy delgada y le pregunté por qué. Me dijo que no tenía qué comer.

Dejar la residencia

Hay, por supuesto, historias distintas.

Si alguien las busca, las va a encontrar: un puntaje nacional que ahora estudia Medicina, otro estudiante de Derecho en Concepción y 187 jóvenes del servicio que accedieron a la educación superior: el 81% accediendo a la gratuidad y otros 15 ganándose becas. Pero esas excepciones no alcanzan a eclipsar los daños que recoge el sistema de protección y que, peor aun, no alcanza a reparar.

Franchesca Díaz (20), por ejemplo, era una que quería sanar. A los 15, cuando su hija llevaba meses de nacida en Coquimbo, la trasladaron a una residencia en Los Vilos para alejarla de su madre alcohólica y ausente, al igual que de su figura paterna violenta. Al año siguiente, en diciembre de 2019, la derivaron a una residencia para madres adolescentes de la Fundación María Ayuda en San Felipe y ahí trató de reconstruir su vida.

Franchesca Díaz
Franchesca Díaz

El año pasado, cuando estaba en vías de terminar su Educación Media, aprendió que, si no seguía estudiando, tendría que irse de la residencia. Pero ese egreso sería sin su hija.

–Cada seis meses tengo que mandar una carta a la fundación pidiendo una prórroga, donde pido que me dejen estar aquí más tiempo con mi hija. De ellos depende y para mí no es fácil. No tengo ninguna red de apoyo, con mi mamá no hablo, no tengo contacto con mi familia.

Al terminar cuarto medio a fines de 2023, Díaz empezó a tomar clases de barbería con un profesional de la ciudad.

–Ese curso, como no es impartido por una institución formal, no cuenta con la aprobación del servicio. Por lo tanto, no aportan la subvención correspondiente a ella –admite María Fernanda Pastene, directora del hogar de María Ayuda en San Felipe.

Por eso y por todo lo que significa vivir durante cinco años en un ambiente donde debe pedir permiso para cualquier cosa y una simple amonestación podría terminar con la pérdida de la tuición de su hija, es que Franchesca Díaz quiere irse de la residencia.

El problema, entiende ahora, es que no siente que lo que aprendió ahí la haya preparado para la vida independiente.

Podrían existir datos sobre esto. Estadísticas que muestren qué pasa, año a año, con los 300 a 400 jóvenes que el sistema libera.

–Tenemos datos que nos permiten monitorear el estado general de la situación de un joven cuando está en el servicio –indica Claudio Castillo–. Lo que no tenemos es el dato preciso una vez que egresa.

Algunas instituciones privadas tienen un poco más de información.

–Nos dimos cuenta de que muchas de las niñas que egresan vuelven a nosotros después de un par de años, a pedirnos apoyo, porque al corto tiempo no han logrado encontrar un lugar donde vivir y un trabajo –admite el director ejecutivo de María Ayuda, Ignacio Concha.

Blanquita Honorato dice que, incluso, hay diferencias notorias en los destinos de niños y niñas al momento de egresar si no cuentan con apoyo.

En los hombres esto genera una decisión de apurar su salida a la calle. De escapar antes que los egresen. Así que terminan en bandas delictuales, trabajando para narcos. En las mujeres ocurre mucho que se quedan con cualquier persona que les ofrezca un techo. Y eso implica, casi todas las veces, mucha violencia de género.

Damaris Troncoso necesitaba un techo. Tras pelearse con una niña que le robó su ropa, incluso la habían sacado del departamento sin habitar de Bajos de Mena.

–Dormía en las escaleras de esos blocks. Aunque en verdad no dormía nada –cuenta ella–. Me pegaba sus pestañeadas, pero no podía dormir porque sentía todos los ruidos. No sabía qué iba a pasar conmigo, porque me daba miedo vivir en la calle.

Elizabeth López la ayudó a ingresar a una escuela para adultos y la dejaba usar los baños de su colegio. También le conseguía ropa y la llevaba a dormir sobre algunas de las colchonetas que tenían durante el día. Con las otras profesoras comenzó a juntar plata para pagarle arriendos de piezas, para que no tuviera que seguir durmiendo en las escaleras.

–Llegaba llorando, preguntando por qué su mamá no le respondía cuando la llamaba. Ahí dije que esto no podía seguir y busqué en Google si existían hogares para chicas como ella.

Esa desesperación la llevó a encontrar la fundación de Margarita Guzmán, que tenía la clase de programas que el gobierno podría tener operativos hoy, si es que se hubiesen licitado.

Luego de una postulación de dos meses, Damaris Troncoso fue admitida el 14 de septiembre. Ahora vive en una casa compartida de Santiago centro, donde tiene su propia pieza.

–Aún tiene mucha desconfianza –cuenta Guzmán–. Es porque sigue muy asustada.

En esa casa que comparte con cinco jóvenes, Troncoso ha aprendido que hay otros con historias como la suya, pero que son una minoría: los que pudieron salvarse de la incertidumbre de egresar a un mundo donde nadie los está esperando.

Franchesca Díaz tiene ese mismo miedo. Sabe que le quedan meses antes de salir, y por eso en esa salida acordada con la residencia es que le están buscando trabajo en el packing de una exportadora de frutas.

Después de años de fantasear con vivir sin vigilancia, de pronto la idea de la libertad le asusta.

Díaz mira a su hija, que juega con algunos juguetes. Ella, susurra, es el motivo.

–Si fallo –dice–, la pierdo.

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