El calor de este miércoles, el segundo de febrero, abrasa en Santiago. El termómetro marca 31° Celsius, pero en los terrosos cerros de Lampa, al norponiente de la Región Metropolitana, el sol parece estar aún más cerca. Sofoca, quema. El clima no es tropical, pero al final de la calle 18 de Septiembre aparece algo así como una favela. Son cientos de casas, algunas tipo palafito, ordenadas de manera irregular y aunque a no tienen el colorido de los precarios y masivos asentamientos brasileños, guardan bajo sus techos oxidados las mismas carencias.
Así, el improvisado bar de Denís Rojas (38) aparece como un oasis entre tanto marrón. Tiene sombra, bebidas heladas, y una vista panorámica del barrio. Denís es una madre peruana que llegó al país hace dos años y medio desde el distrito de El Agustino, en Lima. Trabajaba como cocinera o repostera, su principal oficio. Arrendaba una casa Puente Alto, hasta que la pandemia golpeó su puerta. “No tenía trabajo, ni tenía cómo pagar el arriendo de mi casa. Un familiar me comentó de que aquí podría vivir, así que me vine”, cuenta.
Junto a la pequeña Kasy (5), su hija, hace seis meses se sumó a las más de 400 familias que habitan esta toma sin nombre. “Se llama Grupo A, Bosque Hermoso o Villa Esperanza, como le quiso poner Techo”, explica. Como pudo, paró su casa-local de madera y latas, le instaló una cocina, mesa y un refrigerador y, como no tenía trabajo, comenzó a vender almuerzos y bebida a sus nuevos vecinos. Pese a no tener ni agua potable y contar con escasa energía eléctrica –pues todos están colgados a un mismo generador- hoy en el menú tiene pescado frito. Y como ya es hora de almuerzo, varias vecinas vienen a buscar sus platos.
“No tiene nombre, pero le decimos ‘Aquí me quedo’, porque cuando llegan los que trabajan siempre pasan por aquí”, cuenta Lucero Carrillo (27), una madre de cinco hijos que vive hace menos de un año en la toma y una de las pocas chilenas. Junto a ella llega Carla Mendoza (23), boliviana proveniente de La Paz. Carga en sus brazos a Isaac, su hijo recién nacido y que hace poco superó un cuadro de Ictericia. Esa enfermedad le demostró el desamparo en el que vive. “Aquí no tenemos acceso a nada. He intentado matricular a mi hija en tres escuelas distintas, pero siempre me dejan de llamar cuando digo dónde vivo”, confiesa.
Caminar por este campamento es mirar directo a la cara del Chile que nadie quiere ver. Además de peruanos, bolivianos y chilenos, habitan familias haitianas, colombianas y venezolanas, un reflejo de la miseria en la que cayeron tras la pandemia los más desprotegidos de la sociedad chilena. “Solo recibimos ayuda de Techo. En verdad, nos sentimos como lo peor, la mierda que nadie quiere. Pero somos gente honrada, todos trabajamos”, dice Lucero. Aquí, el desarrollo no es más que una estadística que nada tiene que ver con la realidad.
En este terreno, propiedad de Socovesa, no cuentan con alcantarillado y la única forma de obtener agua es robándola a una copa que se ubica 200 metros más abajo, donde además es el lavadero de la comunidad. Aunque el agua no es potable, cada familia llena baldes y tarros durante varias horas. “Y para subirlos, debemos esperar a que llegue un vecino con vehículo para que nos traslade. No lo hacen gratis: cobran 10 mil pesos por transportarnos el agua. A veces estamos aquí toda la tarde esperando que alguien llegue a subirnos”, dice Carmen Guevara (32), otra peruana de la toma, mientras carga sus bidones.
Vivir aquí es de un sacrificio extremo, pues, además de todas las carencias, las personas están construyendo sus viviendas cerca de quebradas y matorrales, lo que los mantiene expuesto a incendios, inundaciones o aluviones.
Además, movilizarse resulta una odisea. El paradero más cercano que tienen está a media hora y la mayoría de los que trabajan lo hacen como obreros de construcciones en Puente Alto o San Bernardo al otro extremo de Santiago. Por suerte, la empresa dueña de las tierras llegó a un acuerdo y, por ahora, no desalojarán a las familias.
Viviendo sobre el basural
Pese a su gran tamaño, en la toma de Lo Errázuriz, construida sobre el ex vertedero de Cerrillos, las estrechas calles apenas no dejan pasar dos autos en contrasentido. Alberga a más de 500 familias, en su mayoría haitianas, aunque están presentes las principales colonias que han llegado al país. A diferencia de Lampa, llama la atención de inmediato la calidad de las construcciones, la mayoría hecha de ladrillos y concreto.
Una de ellas resalta de entrada. Es la casa de Lunique Bernard (35), un haitiano que llegó hace cinco años a Chile y hace tres meses vive en la toma. Su hogar posee una fachada que emula a los de Haití, una forma de sopesar la nostalgia por no estar en su país natal. Se le ve bien. Exhibe su sonrisa perlada con orgullo, pues además es dueño de una barbería, Lorven Barber, que está junto al frontis de la casa.
“Arrendaba tres piezas por 300 mil pesos en una ciudad chica, pero me comentaron de la posibilidad de construir mi casa aquí y vine”, explica. Con algo de ahorros y los dos retiros del 10% de la AFP decidió invertir en su nuevo hogar. “Además, tengo un puesto pequeño en Lo Valledor”, cuenta con orgullo. Desde que llegó a Chile, fue en ese mercado donde trabajó descargando camiones o como vendedor.
En Lo Errázuriz, varias casas sí cuentan con agua potable, electricidad, televisión satelital e internet. Y resalta la cantidad de ferreterías dispuestas dentro, evidenciando la fuerte expansión que está manteniendo esta toma.
En otro laberíntico pasaje está Erson Dorvilus (45). También es haitiano, pero trabajó durante años como chofer en República Dominicana. Aquí no ejerció su oficio porque no cuenta con una licencia de conducir chilena, por lo que ha trabajado en lo que sea. Primero llegó solo, hace a cinco años. Luego, trajo a su esposa y sus dos hijas menores. Al perder su empleo en marzo del año pasado, decidió edificar su hogar sobre este basural.
“A veces siento que me golpea un martillo en la cabeza, porque pienso en cómo hacer para mejorar mi calidad de vida. Le pido todos los días disculpas a mis hijas por vivir así, pero es lo mejor que les puedo ofrecer por ahora”, confiesa. Tiene una casa sólida, de dos habitaciones, una cocina, un baño y un living comedor; el piso es de cerámicas y posee todas las ventanas. Por falta de recursos, la construcción de su casa quedó pausada hasta nuevo aviso. “Estoy esperando el agua potable, un vecino está tratando de conseguir para todos. Por ahora, debemos llenar estos tarros (indica unos barriles de plástico con capacidad para 100 litros) con un camión que nos cobra 3 mil pesos por cada uno”. A ese ritmo, Erson puede llegar a gastar 18 mil pesos en agua en una sola semana.
“Una favelización”
Familias viviendo en condiciones precarias, como en Lampa o Cerrillos, son una triste estadística que va en alza. Según el último Catastro Nacional de Campamentos realizado por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) y que consideró cifras de 2019, en Chile existen 802 campamentos, que cobijan a 47.617 familias. Sin embargo, desde octubre de ese año esa cifra se disparó. El estallido social y la crisis económica desatada por la pandemia, con cuarentenas y hacinamiento incluidos, obligó a que muchos nuevos jefes de hogar decidieran tomarse un terreno para palear la crisis habitacional.
El Minvu estima que en Chile existen 254 tomas de terreno consolidadas, 104 (40.9%) más que en 2019, albergando a 11.765 nuevas familias. 76 comenzaron en marzo del año pasado y donde más han aparecido son en las regiones de Biobío, Valparaíso, Metropolitana y Araucanía.
“Chile ha vivido un proceso de campamentización sostenido desde 2011, registrando todos los años entre 2.000 y 3.000 nuevas familias en esta condición. ¿La razón? El alza de los precios en la oferta habitacional, que ha hecho prácticamente imposible que una familia adquiera una casa propia”, explica Sebastián Bowen, director ejecutivo de Techo. Además, apunta a que los inmigrantes serán los más afectados: “Muchos están en condición de ilegales, no tienen acceso a subsidios ni bonos del Estado, por lo que se están viendo obligados a recurrir a una toma”.
El problema, sin embargo, está recién comenzando. Un estudio de Atisba, llamado El Retorno Masivo de los Campamentos, advierte que la situación más compleja se observa en Lampa. Según sus cifras, por sí sola posee el 43% (5.124) de las familias en esta condición en la Región Metropolitana, el equivalente al total de la región en 2017.
“Es arriesgado porque Lampa es una comuna pequeña, sin servicios y fuera del área de operación del Transantiago. Además, varios campamentos se emplazan al costado de ríos y esteros no canalizados, lo que supone riesgos para sus residentes. Lo mismo ocurre con campamentos localizados en Maipú, La Florida o Puente Alto”, repara el documento.
Iván Poduje, arquitecto y director del estudio, define el fenómeno como una “favelización” y advierte que de no efrentar con políticas claras el asunto, este empeorará. Además, alerta sobre un negocio en torno a las tomas: “Y eso que no se ha puesto atención a lo que ocurre en el norte, como en Antofagasta, donde las tomas están también muy desatadas”, recalca Poduje, que junto a su oficina de urbanismo viene analizando cómo la inmigración está transformando los fenómenos demográficos del país. Mirando lo que ocurre en Colchane y el norte, no tiene dudas en que los asentamientos irregulares comenzarán a hacerse cada vez más comunes en esas zonas.
Para enfriar esta olla a presión, el gobierno adelanta un par de ayudas. “Gracias a un aumento en el presupuesto del Minvu, de más de un 20% en relación al año anterior, iniciaremos la construcción de 61 mil viviendas y entregaremos 286 mil subsidios habitacionales”, asegura el Ministro Felipe Ward. “A la fecha se encuentran en fase de gestión de cierre 202 campamentos y este 2021, mediante un programa especial que cuenta con financiamiento y apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo, se estima iniciar el cierre de otros 100 campamentos y completar al 2021, 300 de este tipo de asentamientos al 2022”, adelanta.
Sin dinero, trabajo, ni residencia definitiva, los inmigrantes parecen ir a la deriva. “Por eso, nuestra tesis es que los campamentos no son el problema, sino solo un síntoma. En Chile hay una incapacidad de garantizar una vivienda digna a cualquier tipo de personas”, recalca Bowen. “Hoy en día, hay familias que esperan hasta 15 años en un comité para su casa propia. Mientras el Estado no vea este problema como un factor neurálgico en la estrategia de desarrollo del país, seguirá aumentando”, remata.