“Mario era oxígeno dependiente desde 2017, pero en los últimos tres meses su salud se deterioró mucho. Se movía en una silla electrónica, estaba más cansado y tenía dos tens que lo cuidaban desde las 8.00 a las 20.00. Antes viajábamos a La Serena o Iquique, pero ya le costaba mucho moverse. Eso le dolía a una de mis nietas. Ella estudia para ser fonoaudióloga en La Serena. Se titulaba este año y quería que su abuelo estuviera con ella para su graduación.

A pesar de la enfermedad a sus pulmones, Mario aún decía que podía vivir más. Sus días, de todas formas, eran cada vez menos activos. Veía televisión, recibía visitas de amigos. Incluso de la chica que tiene un negocio a la vuelta.

Del grupo de “los 33″, con el que más hablaba era con Luis Urzúa. Lucho lo iba a ver a la clínica cuando estaba complicado. Varios otros lo llamaban, como Claudio Acuña y José Ojeda, que también está complicado de salud. Mario, de hecho, nunca se olvidó del rescate. En la casa aún tenía las cosas que les habían dado mientras estuvieron atrapados: están un poco deterioradas, pero ahí tenía la ducha, los zapatos, los calcetines, el buzo. Incluso la linterna con la que estaba cuando se produjo el derrumbe. Ahora que lo pienso, yo creo que haber quedado atrapado en la mina San José ese 2010 acabó con toda su vida. Porque después, Mario no logró ser el mismo: cualquier ruido lo alteraba, lo ponía rabioso. Todavía tenía pesadillas con la mina, no dormía bien. Siempre andaba con miedo, cualquier cosa lo asustaba. Por eso yo siento que a “los 33″ los dejaron solos muy rápido: necesitaban más ayuda en salud, en psicólogos. Este país fue muy ingrato con ellos y eso le daba pena.

Piensa que esto no sólo afectó a los mineros, también golpeó a sus familias. Uno de ellos, no voy a decirte cuál, me contaba que su hijo, después que él salió de la mina, le pedía jugar al rescate. El juego era ese: el padre quedaba atrapado y el hijo jugaba a recuperarlo”.

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“Mario llevaba como 25 días internado en la Clínica Atacama. Aún así, quería hacer una gran celebración para el 18. Organizó hasta lo más mínimo: la masa de las empanadas, cómo prepararlas, la decoración para el quincho. Nunca habíamos decorado tanto, ni siquiera en Navidad, que era la celebración que más le gustaba.

El problema era ese. El 18 se acercaba y los médicos aún no le daban el alta. Mario empezó a desesperarse, porque ya venía la fiesta. Entonces se la dieron un poco antes de ese día. Nunca se quejó ni dijo que se sentía mal, pero yo me daba cuenta, porque dormía mucho, no hablaba, no contestaba y volvía a cerrar sus ojos. Él no quería que llamara a la ambulancia, hasta que un día me aceptó que se sentía mal. Esa vez lo internaron nuevamente, pero ahora en la UCI.

Esos primeros días estuvo mudo, pero estable. Luego comenzó a decaer. No tenía ánimo y dormía todo el día. Cuando hablaba algo, decía que le dolía la cabeza. Al final decidimos suspender la fiesta del 18 y dejarlo para más adelante. El 17, en vez, toda la familia fue a verlo. Después regresamos a la casa. Cuando estábamos tomando once, me llamaron de la clínica. Me contaron que Mario quería conversar conmigo.

Regresé y lo vi. Estaba grave, pero me pidió que de ninguna manera suspendiera lo del 18. Él decía que estaba bien, que teníamos que disfrutarlo y hacer como que él estaba ahí con nosotros. El 18 en la noche celebramos acá, mientras Mario prácticamente estaba muriéndose de una hemorragia: tenía sangre en la nariz y la boca. El médico me dijo que eso pasaba porque, como le entraba mucho oxígeno, sus venas se iban poniendo blandas y no aguantaban la sangre. Estuvo así dos días y nunca lo dejé solo.

El viernes 20 de septiembre lo pasó rodeado de sus cuatro hijas y sus nietos. Incluso, su hermano fue a verlo. En algunos momentos de mayor lucidez, tuvo espacio para despedirse de todos, pero eran breves, porque después se dormía.

A mí me pidió que me cuidara, que cuidara también a las niñas, los nietos y a la bisnieta. Yo traté de que un sacerdote fuera a darle la extremaunción, pero no encontré a nadie que pudiera ir a hacerlo.

Mario murió esa noche (el 21 de septiembre a las 0.55, en la Clínica Atacama, de una insuficiencia respiratoria global causada por un daño pulmonar multifactorial. Tenía 76 años). Cuando se fue estaba tomado de mis manos, con su carita pegada a mí”.

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“Meses antes de morir, Mario me había dicho que quería que lo cremaran. Esos últimos días le pregunté si estaba seguro y me dijo que sí. Le dije que no me gustaba la idea, pero él me respondió que a él sí, que era su cuerpo. Entonces acepté. No me lo dijo, pero yo creo que era su forma de decir que nunca quería dejar de estar al lado de nosotros. Que quería volver a su casa.

Su funeral fue aquí en Copiapó. Habló Luis Urzúa, que contó cómo pasaron de ser compañeros de trabajo a amigos. También habló mi hija Romina. Dijo que lo adoraba y contó cómo él había sido su inspiración para terminar trabajando en minería, porque ella conduce camiones para Candelaria. Ese día recordó la vez en que le pidió permiso. Cuando le dijo que eso la apasionaba, que podía darle estabilidad para criar a sus hijas, Mario le dijo que la apoyaba.

Varios mineros llegaron, eso no me lo esperaba. En la iglesia fue muy emotivo, porque cuando lo bajaron de la carroza, lo tomaron mi yerno, parte de mis nietos y un hermano de él.

Y a la salida lo tomaron la mayoría de los mineros. Me gustó mucho el funeral. Creo que él nunca se imaginó que iba a ser así, porque pensaba que la gente los había olvidado, que ya nadie los recordaba. Eso lo tenía muy apenado.

Luego lo llevamos al crematorio y nos dieron sus cenizas. Volver a la casa y ponerlas ahí para mí fue caótico, horrible. Todas mis hijas también se llevaron parte de sus restos. Ese día recibí una llamada que me sorprendió. Era Cecilia Morel, que me dijo que andaba en Isla de Pascua. Su gesto me dio mucha alegría y, a la vez, mucha tristeza, porque ella también pasó por esto. De hecho, me acordé que cuando murió Sebastián Piñera con Mario andábamos en La Serena y él se había descompensado. Recibir la noticia de su accidente fue lo peor.

En esa conversación, Cecilia Morel me dijo que estuviera tranquila, que este era un proceso largo y triste. Pero que yo había dado todo por mi marido, así que tenía que estar en calma.

Yo trato de estarlo, pero a veces me cuesta. Sobre todo porque fueron muchos años juntos (se casaron el 28 de diciembre de 1979 en Copiapó). Tengo momentos que se me borran, me siento despistada, como que todavía no despierto.

Cuando eso se me pase y esté más calmada, hay una última cosa que quiero hacer:

Pedirles a los 33 y a la gente que quiera acompañarnos, que vayamos a la mina San José a esparcir parte de sus cenizas. Yo creo que a Mario le habría gustado eso”.