A Lucila Alarcón la delatan las arrugas en el cuerpo, la espalda encorvada, las cicatrices en las manos y su tono de voz, que a ratos tiembla y se hace inaudible. Son las señales de 74 años vividos frente al mar de Pelluhue. Una vida de esfuerzo para sacar adelante a su familia.

Para ella no es grato hablar del pasado. Prefiere olvidar. O al menos, no seguir repasando las imágenes. Para aceptar esta entrevista lo pensó mucho tiempo. Algunos de sus hijos le recomendaron no hacerlo. Pero, al final, estuvo dispuesta a relatar su historia una vez más.

Lucila ya había recibido a La Tercera. Fue para una crónica publicada el 27 de febrero de 2012. Aparecía posando en una foto junto a Diego Recabarren, su esposo, afuera de una pequeña vivienda amarilla que ya no existe. Ahí contaba, por primera vez, la historia que marcó su vida: cómo una ola gigante vino hacia los dos; cómo no alcanzaron a correr a los cerros y cómo la corriente la arrastró con una fuerza salvaje. Se aferró a las protecciones de una ventana y desde ese lugar vio pasar un montón de escombros que iban hacia el mar. En ese momento, en lo único que pensaba era en su esposo y en Pelusa, su perra; que estuvieran vivos y que pudiera volver a verlos.

"Tragué agua y arena, pero nunca perdí el conocimiento", decía en esa entrevista.

Finalmente, los tres se encontraron y ninguno resultó herido de gravedad.

No todos corrieron la misma suerte. En ese sector, varios vecinos desaparecieron tras el tsunami. El gobierno cifró un total de 45 víctimas fatales tras el 27 de febrero en Pelluhue.

En la entrevista de 2012, Lucila contaba cómo había seguido su vida inmediatamente después de la tragedia. Junto a su marido habían perdido todo, pero se levantaron gracias a un subsidio del gobierno que les permitió reconstruir una casa y un negocio de abarrotes al lado. Se instalaron en el mismo lugar en que vivían antes del 27 de febrero. A menos de un kilómetro de la playa.

Pero las cosas han cambiado. Lucila admite que nunca se pudo acostumbrar a vivir frente al mar nuevamente. Miraba las olas en la orilla y se desesperaba. Le pedía a su esposo que no se acercara al agua.

"Le tenía pánico. En la noche oía el ruido de las olas y abría todas las ventanas. Pensaba que había un terremoto. Diego intentaba calmarme, pero no podía", dice.

Decidieron vender el terreno. Se fueron a vivir juntos a un cerro de Pelluhue. Allá, el mar es apenas un rumor. "Desde el maremoto que no he vuelto a la playa. Ni siquiera me atrevo a tocar la arena. A veces, Diego baja a buscar cochayuyos, pero le pido que no lo haga. Veo las olas y siento pánico", asegura.

La pareja jubiló y entre los dos sacan $ 120.000 de pensión. Esa cantidad apenas les alcanza para comprar los remedios. Lucila tiene artrosis, lo que la tienen todo el día cansada y no la deja moverse sin dolor. Diego a veces sale a hacer trabajos esporádicos, pero la realidad es que los dos están sin poder hacer nada. Ahora viven gracias al dinero que les envían sus hijos, que no residen en Pelluhue.

"Supongo que si estamos vivos es por algo. Después de pasar tantas cosas, debe ser por algo", dice Lucila, quien llora cada vez que recuerda lo que les pasó tras el maremoto del 27 de febrero de 2010.

Pelusa, la perrita que también sobrevivió a la arremetida del mar, murió hace años. Ahora, en el patio de la casa, juega uno de sus cachorros que ya es adulto. Es amistoso y suele pasar los días corriendo por todo el terreno.

La valiente

Roberto Bruce llegó a Pelluhue pocos días después del 27 febrero. El periodista -fallecido en 2011 en el accidente aéreo de Juan Fernández- fue a cubrir el desastre en una de las localidades más golpeadas por el maremoto para TVN. Allá vio los restos de casas enterradas en la arena, la gente caminando sin rumbo por la calle y a niños jugando en medio de las ruinas. En el sector de Mariscadero, al norte de la ciudad, conoció a una mujer que, a pesar de haber perdido todo, estaba empeñada en reconstruirse.

-A usted la vamos a bautizar como Rosita, la Valiente de Pelluhue -le dijo en medio de una entrevista.

Hasta hoy, a Rosa Peñaloza le dicen así. Su amasandería es reconocida con ese apodo.

¿Por qué es valiente? Ella decidió, tras sufrir el terremoto y maremoto, que no tenía tiempo para lamentarse. El mar le arrancó de cuajo su casa y su negocio. Era madre soltera de dos hijos que la necesitaban para seguir estudiando en la universidad. Aunque mucha gente le dijo que estaba loca, ella decidió volver a construir todo lo que había perdido en el mismo lugar, a orillas de la playa.

Al negocio le va bien. Cada día entran familias a comprar pan, empanadas y masas dulces. Las mejores ventas se producen a partir de media tarde, cuando los turistas buscan algo para tomar once. Ahí es donde los sabores se lucen.

Pero no fue fácil volver a trabajar. Tuvo que pensar en cómo construir la casa desde cero. Se consiguió maderas y ayuda de su familia. Entonces levantó una pequeña casa de un piso y dos ambientes con vista al mar. La estructura hizo de fábrica de pan y de hogar al mismo tiempo.

Para seguir haciendo pan, encontró uno de los hornos que usaba en la cocina. Estaba enterrado en la arena. Se lo llevó en una camioneta, lo limpió y lo hizo funcionar. Se mantenía intacto.

"Mucha gente me decía: '¿Cómo se le ocurre volver acá?', pero no tenía otra opción. Acá nacieron mis padres, se conocieron, se casaron y después nacimos todos sus hijos. No me iba a mover de El Mariscadero. Había noches en las que me sentaba y le pedía a Dios que me iluminara por el mejor camino. Si acaso estaba bien lo que hacía. Pero la verdad es que tenía que trabajar y generar dinero", dice.

En esa situación, la solidaridad entre vecinos también fue importante. Le ofrecieron ayuda y le compraron mercadería hasta que logró asentarse.

"En los primeros meses, dormía al lado de los hornos para hacer pan. Dormía en una camita de una plaza que todavía tengo de recuerdo. A veces me daba insomnio y aprovechaba de trabajar en la madrugada. Otros días me quedaba mirando las olas en el mar y me daba miedo, mucho miedo", cuenta Rosa.

Para construir el negocio, el gobierno subsidió a Rosa con $ 450 mil. La mujer juntó un poco más de dinero y así levantó nuevamente su amasandería. Con el tiempo, ha ido creciendo. Si al principio era un lugar con las mínimas condiciones, cada vez tiene más mejoras. La última fue una terraza donde los turistas se sientan y comen empanadas mirando el mar.

Aunque decidió seguir trabajando ahí, Rosa construyó una casa en un sector algo más alejado. "Trabajar acá está bien, pero por seguridad prefiero estar en un lugar con más altura", dice.

Poco después del maremoto, la mujer plantó flores violetas en el jardín. Han crecido. Ahora se mecen de lado a lado con el viento que viene del Pacífico.

En febrero, Pelluhue se llena de visitantes. El turismo es de sus principales actividades económica. Es de las pocas cosas que se mantienen intactas desde el 27 de febrero del 2010.

Ha pasado una década y el recuerdo se mantiene como una herida que aún no cicatriza. En abril de 2014, en medio de un fuerte temporal, el mar se llevó el memorial que el gobierno de Sebastián Piñera había levantado en la ciudad. La obra era del arquitecto Claudio Di Girolamo y costó $ 49 millones.

Hay varios lugares cercanos a las playas donde se ven las casas que quedaron sin habitar. Restos de estructuras de cemento que fueron arrancados por la corriente. Por todo el camino se ven animitas que recuerdan a los desaparecidos.

Las dos sobrevivientes siguen sus caminos. Lucila Alarcón no quiere saber nada de la costa, mientras Rosita no le teme a trabajar en el mismo lugar. El mar sigue golpeando cada día las orillas de la ciudad de Pelluhue.