Nevenka Cotorás y Dr. Campos
"El me quitó los miedos"
"Cuando la operamos, todos pensamos que tenía un tumor maligno. Y un tumor maligno en una persona mayor de 60 años es de mal pronóstico", dice Manuel Campos, neurocirujano de la Clínica Las Condes. Sumando sus años de formación en Alemania y su vuelta al país, Campos había realizado casi 500 intervenciones de lóbulo temporal con el mismo diagnóstico. Sólo en una ocasión, el análisis posterior de los tejidos arrojó algo distinto a un tumor. En octubre de 2011, Nevenka Cotorás (66) se convirtió en su segundo caso.
Todo comenzó con una simple pregunta, a comienzos de septiembre de ese año.
-¿Qué almorzamos hoy, Karla?
-Quedan alcachofas de ayer.
-Ah, verdad.
Luego de recibir la respuesta de su nuera, Nevenka miró fijamente el televisor, como traspasándolo con la mirada. No pasó un minuto y preguntó otra vez.
-¿Qué almorzamos hoy, Karla?
-Alcachofas.
Karla no dejó pasar el incidente y llamó a Angel, su marido, para contarle. Por esos días, la familia de Nevenka había notado en ella algunos cambios de ánimo repentinos y su cansancio. "Llama al neurólogo", le dijo Angel. "No me di cuenta de que hice esas dos preguntas. Pero cuando me contaron yo misma pedí que me llevaran al doctor. Y eso que no me gustan los doctores", dice Nevenka.
Lo de ella, de acuerdo al diagnóstico, era un tumor cerebral. De hecho, la posibilidad de que no lo fuera era menor del 1%.
Campos explica que la medicina no es una ciencia exacta. Que siempre hay una probabilidad de que un diagnóstico no sea lo que se cree que es. Que sacar conclusiones viendo una foto radiológica no puede ser tomado como algo definitivo. Que un paciente mayor que parte con crisis epiléptica -el caso de Nevenka- tiene un tumor cerebral hasta que no se demuestre lo contrario. Y eso fue lo que ocurrió: el diagnóstico apuntaba a un lado... y la biopsia demostró lo contrario.
De hecho, a Nevenka le puso un apodo: la "señora Milagro". Y la señora Milagro está agradecida de Campos. Es cosa de verla: cuando se encuentran lo mira con admiración. Pese a que él siguió la línea de diagnóstico de los dos colegas que vieron a Nevenka antes, con Campos hubo un mundo de diferencia. ¿Por qué? Vamos por parte.
En un mismo día, un neurólogo y un neurocirujano interpretaron los exámenes de Nevenka a la familia... Les hablaron de un tumor, de una operación urgente al cerebro, de abrirle la cabeza, de la pérdida del lenguaje, de la visión, de no caminar más. Y de morir.
"Yo me entregué", dice Nevenka. Pero no pensó en lo que le quedaba por hacer o cómo le gustaría morir. Pensó en qué pasaría con sus tres hijos si se moría. En cómo acercarlos a su padre, después de años de distancia, para que quedaran acompañados. Se preocupó porque podría echar a perder el matrimonio de su hija menor, Beatriz (38), que se casaba en dos meses. Para los hijos fue más duro aún. No se imaginaban sin ella. "Mi mamá es mi apoyo. Y el apoyo de todos", dice Milenka (42), la mayor.
La familia se movilizó y empezó a buscar opciones. Preguntaron a amigos, conocidos y todos los caminos llevaron a Manuel Campos. En su consulta, el doctor le mostró un cerebro que tiene encima de su escritorio. La calmó. Le abrió una ventana que, hasta antes de llegar ahí, parecía cerrada. "Yo le dije la verdad: 'tú tienes una lesión cerebral muy sospechosa de que sea un tumor y hay que operarte, pero también puede que no lo sea", recuerda el doctor. "El me quitó los miedos. El diagnóstico era el mismo, pero tenía otro color", comenta Nevenka.
¿Qué le dio ese otro color? El vínculo, dice Campos. "Si voy a operar a alguien de la cabeza debemos tener vínculo y ella la confianza de que yo voy a hacer todo lo que está en mí, porque yo no soy Dios. Los médicos no somos dioses", agrega.
"Tú no le pasas tu corazón o tu cerebro a cualquiera", dice el doctor. "La calidez de los médicos es importante", agrega ella.
Dos semanas después de la intervención, la biopsia mostró que el tumor era en realidad una simple lesión inflamatoria. "Es súper raro. Súper, súper raro", exclama Campos. Veintidós días después, Nevenka fue al matrimonio de la Bea y bailó el vals de los novios con su yerno.
"¿Si pienso en el largo plazo después de esto? Mi nieto mayor Ian me dice que cuando se titule y trabaje me va a regalar lo que yo quiera. Recién tiene 12 años. Yo se lo voy a cobrar", concluye Nevenka.
Miriam Estivill (58)
"Imaginé el funeral de mi hija"
Miriam (58) estaba en un pasillo del hospital de Quillota. El día anterior, su hija Lorena de 11 años había sufrido una hemorragia severa. Afuera de la sala, donde estaba su hija en la camilla, Miriam veía pasar las enfermeras y escuchaba un par de médicos que a lo lejos hablaban de bajas plaquetas. Media hora después, una de esas doctoras se le acercó: "Su hija tiene una enfermedad de tipo cancerígena. Puede ser leucemia".
Miriam no escuchó nada más. No podía dejar de llorar. El viaje en micro se le hizo eterno. "Jamás pensé que sería cáncer. Pensé que se iba a morir y que yo no podía seguir llorando porque al día siguiente ella no me podía ver mal. Pensaba cuánto le quedará de vida y si le iba a poder dar una buena vida en el tiempo que le quedaba… hasta imaginé su funeral", dice Miriam.
Eran tiempos difíciles porque recién se había separado y con siete hijos, la enfermedad de Lorena ponía su situación aún más cuesta arriba.
Al día siguiente, una enfermera le pidió que fuera a ver a la doctora. "Me temblaban las piernas". Pero ese 27 de diciembre de 1999, la doctora le dijo que no era leucemia, pero tampoco sabía qué tenía. Le recomendó que buscara otros especialistas. Le dijo que ellos no podían hacer nada.
Lorena estuvo tres meses internada. En ese tiempo, Miriam aprendió términos médicos que nunca había escuchado. Hizo su propia búsqueda, golpeó puertas e intentaba no desligarse de sus otros hijos. "Cuando tienes un hijo enfermo sin diagnóstico, surge un tema complicado como mamá: te olvidas del resto de tus hijos".
"¿Qué tengo, mamá?", recuerda Lorena, actualmente de 24 años, que le preguntaba a su madre, "yo le pedía que me dijera lo que le había dicho el médico y ella me decía que no había hablado, pero yo sabía que sí lo había hecho".
Durante el tiempo que estuvo internada, Miriam pensó que lo de su hija era cáncer, pero que los médicos no se atrevían a decírselo. "Hubo momentos en que sentía que era mejor confirmar que era cáncer que no saber el diagnóstico, porque al no saberlo no puedes hacer nada. Una vez le dije a un doctor que lo admitiera porque así me dedicaba a ella el resto de vida que le quedara...".
En marzo de 2000 le dieron el alta a Lorena y en julio, el diagnóstico final. Era la primera vez que lo escuchaba: era la enfermedad de Gaucher, condición hereditaria, que está dentro de las enfermedades lisosomales, y que causa la acumulación de depósitos grasos en ciertos órganos y huesos. "Qué alivio, no tiene cáncer", recuerda que fue lo primero que le dijo a la doctora, quien le advirtió que igual era una enfermedad complicada.
"A pesar de mis dolores, creo que mi mamá lo pasó mucho peor que yo. Pero ese mal diagnóstico inicial, la incertidumbre posterior, todo el dolor sirvió para que después ayudara a otros niños", dice Lorena. Hoy Miriam es la directora ejecutiva de la Fundación Chilena de Enfermedades Lisosomales, Felch.
Carlos (48)
"Mi miedo no era morirme, sino como iba a morir
Creía que le quedaban meses de vida. "Veía cómo Diego, mi pareja, se iba consumiendo como una vela. En ese entonces la enfermedad no era reversible como hoy. Sólo esperaba morirme". Carlos (48, nombre cambiado) estuvo durante 45 días creyendo que tenía sida.
"Entiendo que usted es la pareja y que sabe lo que él tiene", recuerda Carlos que le dijo una doctora mientras miraba por el vidrio a Diego, quien estaba acostado en una cama de hospital. Era septiembre de 2000.
"Creo que sí sé", respondió Carlos. Horas antes había llegado de un viaje y ahí supo que Diego estaba internado, sin saber por qué, partió al hospital. "Lo vi detrás del vidrio, aislado y conectado y aunque no sabía que él tenía la enfermedad, sólo pensé una cosa: tengo sida".
La doctora continuó: "Tengo la obligación de decirle que tiene más del 90% de probabilidades de tener la enfermedad", recuerda que le dijo. Inmediatamente lo mandó a hacerse el examen de confirmación, para saber si él también estaba contagiado. La muestra del examen decía "pareja de portador".
Los resultados llegarían en un mes.
Primero apareció la culpa. "Sentí impotencia. Pensaba que como él era más joven, tenía 22 años y había tenido menos parejas, yo lo había contagiado. Su familia pensaba lo mismo. Yo era el victimario". También sentía culpa por sus ex parejas.
Los llamó uno a uno y les contó que los médicos le dijeron que una vez que llegaran los resultados (que todos daban por seguro que serían positivos) tendría que hacerse más exámenes para determinar su tipo de tratamiento. "Lo tomaron pésimo. Asumían que yo se los podría haber contagiado, cuando podría haber sido al revés, también", dice.
Por esos días de espera, los trámites para ayudar a Diego lo mantenían ocupado, pero Carlos no dejaba de pensar. Primero optó por resolver temas prácticos. "Tenía que comprar una sepultura, porque no le quería dejar el cacho a mi familia". También ordenó sus deudas. Sin darse cuenta dejó de planificar a largo plazo. "Hablaba en un lenguaje cortoplacista. Quizás porque todos los días me despedía de Diego".
Pero sobre todo, pensaba en que le quedaban meses de vida. "Mi miedo no era morirme, sino cómo iba a morir, en cuántos días, si iba a sufrir como Diego, que no quería verme incapacitado, ser una carga. Eso me angustiaba". Todos los días se miraba al espejo para ver si en su cuerpo había algún indicio. Cuando ya pasó de la angustia a la resignación, llegaron los resultados de los exámenes. Eran negativos. "Sentí un alivio porque ya no tenía miedo de morir por sida".
Ese mismo día le informaron que Diego había sido diagnosticado con la enfermedad cuatro años antes. "Diego me pidió perdón, dijo que intentó decírmelo muchas veces, pero que nunca pudo. Me apené, pero lo entendí. Sabía que era un miedo a perder lo que lo superó".
A 13 años de creer que tenía sida, y de la muerte de Diego, Carlos dice que cada cierto tiempo tiene la misma sensación. "Confieso que, aunque soy VIH negativo, ahora, que sé mucho más del tema que antes y que soy más cuidadoso, cada vez que me hago el examen preventivo, tengo ese mismo miedo, ahora más absurdo que antes, de que me dé positivo".
Camila Ferrer (27)
"Volví a ser yo"
"Tienes lupus". El 18 de mayo de 2012, Camila Ferrer (27) pasó su primer cumpleaños en Santiago. Y ese día le entregaron el resultado de una biopsia por un grano en la cara. Se suponía que era un grano insignificante. Una picada de zancudo, tal vez, que fue creciendo un poco. ¿Pero lupus? (enfermedad en la que el sistema inmunológico ataca las células y los tejidos sanos por error).
"Era primera vez que lo escuchaba", dice Camila. Entonces, el doctor le contó que no era tan grave, que si era algo interno era de mayor cuidado, pero este no era el caso porque era en la piel. Le dijeron que tenía que estar alejada del sol, que cada dos horas debía embetunarse con bloqueador factor 50, que en el verano tenía que vivir a la sombra.
"No supe cómo reaccionar", dice. Hasta ese momento, el grano en la cara le daba exactamente lo mismo. Salía a todas partes. Hacía una vida normal. Pero con el diagnóstico en la cabeza, se le vino la noche. No se atrevía a salir sola a la calle. Le venían mareos y náuseas. Sentía que todo el mundo se daba vuelta a mirarla y fijaban la vista en ese maldito grano. "Había días que no podía levantarme... todo se movía. Me tuve que hacer exámenes para ver por qué me mareaba. Nadie sabía por qué supuestamente me había dado lupus si todos los exámenes salían normales", cuenta.
Camila evitaba salir de la casa. Ni fiestas ni bailes. Casi nada. Su mamá fue su compañía más cercana en esos días. "Es que no le conté a nadie, ni a mis amigas. Yo no quería decir nada. Pero al final supo todo mi círculo más cercano. No era cómodo que me hicieran preguntas, pero sentí que estaban preocupados por mí y eso me dio algo de ánimo".
Lo peor vino cuando se enteró de que había gente que muere por lupus. El doctor le aclaró que no era su caso. Que lo suyo no era el más grave. Pero la invadió una sensación amarga. "Me dio como 'uy'. Traté de sacarme esa idea. Como si fuera una conversación que nunca tuve. No habría sabido cómo sobrellevarlo...".
Camila llevaba un mes viviendo con el diagnóstico de lupus cuando fue al neurólogo. "¿Sigues con eso en la cabeza?", le preguntó el doctor. Ella le dijo que era lupus. Pero él le recomendó ir a un reconocido dermatólogo. Camila le llevó toda la pila de exámenes. "Me miró, leyó los exámenes y me dijo 'tú no tienes lupus'. ¿Pero cómo?, le dije". Camila y su mamá se miraron y no entendían nada. El doctor le pidió que se sentara en una camilla, le pinchó y empezó a raspar. "Mira, todo esto saqué, es sangre acumulada. Tal vez te salió por el estrés del traslado a Santiago". Parecía una broma. Pero un broma que terminaba con un mes de infierno. Después, los exámenes revelaron que era una alérgia.
"Se me quitó todo. Los mareos, las náuseas, los dolores, las enfermedades... Volví a ser yo. Nunca sentí un alivio así. Nunca", dice Camila. "Y lo que a mí me pasó no quiero que le pase a nadie. Si algo aprendí es que nunca hay que quedarse con una sola opinión. Hay que buscar más". La frente de Camila no tiene huellas del supuesto lupus.
Emilia Berger (28)
"No quería que se repitiera la historia de mi familia"
"Hasta aquí nomás llegué". Emilia (28) sabía lo que significaba tener cáncer. En su familia muchos habían muerto por esa enfermedad. Por eso, cuando le diagnosticaron cáncer al útero, a pocos meses de que su abuela muriera por cáncer de páncreas, ya sabía lo que le esperaba: quimioterapias, cambios de estilo de vida, flaqueza...
Era noviembre de 2010 y Emilia no estaba dispuesta a asumir lo que eso significaba. Menos a cuatro meses de casarse. Aceptarlo, también, implicaba que quizás no podría tener hijos, como les había pasado a otros familiares, pero sobre todo significaba pensar en un futuro distinto cuando sentía que su proyecto familiar recién comenzaba. Así que optó por negarlo.
"Seguí haciendo mi vida normal, relativamente normal, no me podía echar a morir por algo que me estaba pasando". Muy pocas personas sabían de esto: sus papás, sus hermanos y su pololo.
Durante casi dos meses, entre el trabajo y los preparativos del matrimonio, Emilia iba a hacerse biopsias y más exámenes para confirmar el diagnóstico. Cuatro Papanicolaou y otras dos biopsias indicaban que el diagnóstico era categórico: cáncer de útero.
"El médico lo confirmaba cada vez más y ahí supe que tenía que empezar a asumir la enfermedad. Tenía que empezar a asumir las quimios, que iba a cambiar mi estilo de vida, que quizás no iba a poder tener los hijos que quería, que mi vida se me acortaba. Empecé a ver mi futuro de otra forma", cuenta.
Y en ese proceso de pensar de ida y vuelta, comenzaron las preocupaciones. "Uno piensa muchas cosas. Por ejemplo, me acuerdo haber pensado de no casarme, pero no por mí, sino por él, pero nunca lo verbalicé".
En todo ese tiempo, Emilia empezó a darse cuenta de las cosas que no le gustaban de su vida como, por ejemplo, que no quería seguir en el trabajo en que estaba. Quería estudiar medicina china porque siempre le había llamado la atención y por una cosa u otra, lo había dejado para más adelante. "Cuando te diagnostican algo así, te das cuenta de muchas cosas. Yo supe que tenía que cambiar, hacer lo que quería porque, aunque suene cliché, es verdad que la vida es corta".
En enero tocaba la tercera biopsia. Pero por cosas de la vida, no encontró hora en la clínica donde se estaba tratando. Y como los exámenes no podían esperar decidió hacerlos en otra. Ahí el diagnóstico cambió. A pesar de que los resultados salieron alterados, para el médico lo que Emilia tenía no era cáncer. Así que la derivó a otra clínica donde rectificaron el diagnóstico: de un supuesto cáncer, pasó a una alteración a la vejiga que se extendía al tracto uterino y que producía dolores e infecciones urinarias. El tratamiento eran tan sólo tres meses de antibióticos.
A dos meses de que le dijeran que no tenía cáncer, Emilia se matriculó en medicina china. Sin ese diagnóstico errado, cree, se habría demorado mucho más en hacer lo que quería.