Glenn Weiser (62) camina sobre la mitad del museo de Woodstock, situado en la localidad neoyorquina de Bethel -el mismo recinto donde oficia de guía desde hace seis años-, y por unos segundos observa una vitrina que exhibe un puñado de viejas cartas y mensajes que los asistentes se enviaron durante los tres días del festival, todos escritos a mano en hojas, pliegos y servilletas que apenas han resistido el paso del tiempo: "Estos fueron los primeros WhatsApp. Los primeros SMS. Era la forma de contactarse cuando no había nada. Era imposible pensar en tecnología durante esos días".
Pero ahora, en esos mismos pastos, 45 años después del festín musical más legendario de la historia, Woodstock luce cámaras GoPro de alto alcance, celulares hinchados de toda clase de aplicaciones, escenarios acicalados con los más vistosos recursos visuales, pulseras que han reemplazado al dinero y que sirven para comprar desde whisky hasta donas, y la gente ya olvidó para siempre el lápiz y el papel: por primera vez desde agosto de 1969, el mismo terreno que inmortalizó las carreras de Jimi Hendrix, Janis Joplin y Santana -el centro de arte Bethel Woods, a dos horas de Nueva York- fue cedido para otra cita multitudinaria.
Se trata de Mysteryland, uno de los festivales de música electrónica más exitosos del planeta, con cuna en Holanda desde 1993, que en 2011 salió por primera vez de su país para fijar residencia hasta hoy en Chile (ver recuadro) y que el fin de semana del 23 de mayo debutó en EE.UU., juntando a 60 mil personas, las que en su mayoría optaron por acampar en los mismos cerros conocidos por generaciones a través de las fotografías del espectáculo original. Del "poder de las flores" al poder del flúor y los beats.
"Nos facilitaron este sitio porque sus dueños sienten que hay una gran similitud entre las manifestaciones de comunidad, paz e igualdad de Woodstock, y los festivales de música electrónica", compara Jeroen Jansen, uno de los directores de ID&T, empresa que organiza Mysteryland.
"No hay que olvidar que muchos de los músicos que tocaron en Woodstock, y que hoy son clásicos, en esa época sólo eran emergentes. Igual que muchos DJ de este fin de semana. Por eso, esa atmósfera de creatividad y expectativa es la misma", apuesta Weiser, mientras tres veinteañeras vestidas como vaqueras de un filme para adultos, que manejaron desde Nueva Jersey hasta Bethel y que se pasean por el museo, les dan la razón a sus paralelos históricos: en 1969, con sólo 17 años, él mismo viajó desde Texas hasta Nueva York para decir presente en la mayor cumbre del hippismo.
RESPETA A TUS MAYORES
Más de cuatro décadas después, el profesional, de bigote y pelo largo cano, administra un terreno de 600 hectáreas y que tiene como antesala un museo con toda la trivia del hito, desde imágenes inéditas y réplicas de los buses coloridos que los hippies ocuparon para trasladarse al reducto, hasta escaños de madera utilizados en la edición original, o un auditorio que proyecta y mezcla en el techo los distintos shows de Woodstock, generando un refugio de inmersión lisérgica.
Ya en el exterior, aún hay huellas de una era gloriosa: rejas de palo envejecido que recuerdan el pasado del lugar como granja lechera y una placa donde se certifica que en ese perímetro el rock tuvo una de sus cimas.
"Todo este lugar está asociado al rock, pero los representantes de la electrónica lo han tratado con mucho respeto", cuenta Weiser. En el primer día de Mysteryland, sus organizadores llegaron al mismo cuadrante donde se levantó el escenario central de Woodstock e impulsaron una ceremonia en que solicitaron la "autorización" del terreno para iniciar la fiesta. De hecho, decidieron no ocupar esa sección con las tarimas destinadas a los DJ. A cambio, la adornaron con una cincuentena de banderas, las mismas de otro festival, Glastonbury, y diseñadas por su mismo autor, Angus Watt.
CARPAS Y VINILOS
En el resto del área hay cinco escenarios con los diseños más disímiles y que van desde el Boat Stage -presente también en la versión chilena, que simula un barco de madera con mariposas cromáticas y donde los sets fueron desde el techno hasta la mezcla de hits masivos- hasta el principal, un gigantesco castillo de naipes que durante el crepúsculo adquiere colores embriagantes. El mismo por donde pasaron las figuras del evento: Steve Aoki, Kaskade y Moby.
Para los que ven en la electrónica algo más que ritmos festivos, hay otros escenarios instalados bajo carpas, con montajes que simulan buses y antiguas discotecas, y que ofrecen las variantes más duras y elaboradas del género. Entre los senderos que unen las tarimas, la cita explota otra de sus ambiciones: ofertar actividades que resulten tan estimulantes como su cartel artístico. Apelar a la experiencia y la atmósfera más que a los nombres.
Por ejemplo, hay pistas de baile que tributan la imaginería de las calaveras y los santos paganos propios de la celebración mexicana del Día de Muertos; hay otras donde las mezclas sólo se hacen en vinilo, con sus techos y costados tapizados de discos de acetato. El recorrido siempre se da bajo orden casi marcial: la admisión sólo está autorizada para mayores de 21 años, lo que permite que un público algo más adulto opte por cierta moderación y recato antes que por el desmadre.
Incluso, los looks no sólo muestran mucha piel, gusto y estilo, pese a la lluvia y las temperaturas que rasguñaron los 20 grados; también hay jóvenes disfrazados con túnicas, collares, cintillos con flores y hasta barbas típicas del credo hippie: los fantasmas de Jimi Hendrix, Janis Joplin y los Grateful Dead también bailan techno. Es la postal definitiva de un evento que, en tierra sagrada para el rock, hermanó a dos generaciones que siempre parecían enfrentadas.