Pablo Neruda y Rafael Alberti vivían en el segundo piso de una librería en París. Era 1938. En la vitrina de la tienda se veían las voluminosas obras de Víctor Hugo y cada día, al bajar, Neruda y Alberti medían sus barrigas contras las obras completas del escritor francés. "Rafael, desalentado, exclamaba: -Ya estoy pasando al quinto tomo de Los miserables-. Y yo, a mi vez, después de controlarme, le respondía: -No he aumentado. Alcanzo sólo Notre-Dame de París", contaría Neruda. Para ellos, el tiempo de los poetas pálidos y flacos había pasado; el siglo XX era la época de los vates del buen comer y el buen beber: la sociedad de los poetas gordos.

Así lo recuerda Neruda al inicio de Comiendo en Hungría, una guía literaria, turística y gastronómica por la tierra del gulash. Un viaje y una celebración de la comida, la bebida y la cultura húngara, que realizó con otro insigne miembro de la misma cofradía: el guatemalteco Miguel Angel Asturias.

En 1965 Neruda y Asturias, ambos futuros Premios Nobel, se encontraron en Budapest. Golosos ambos, cenaron en el Alabardero, un restorán emplazado en un palacio gótico del siglo XV, y quedaron encantados con el "manjar centelleante" que degustaron. Durante la noche hablaron maravillas de la cocina húngara y así, entre copa y copa, decidieron escribir un libro. Pero a diferencias de esas ideas que nacen y mueren en noches de comida y bebida, Neruda y Asturias se sacrificaron: durante semanas recorrieron tabernas y restoranes, comiendo, bebiendo y dejándose seducir por sabores, olores y especias.

"Por eso, este libraco, librejo, librillo (distracción de poetas, sueño real de una noche de verano), fue premeditado y consumado entre las casas húngaras, entre sus baladas gitanas y los fogones de irresistible magnetismo. Las especias de toda la tierra entran en estas ollas generosas y los húngaros saben que convivir es concomer", escribió Neruda.

Publicado en 1967 en Budapest y en 1972 en España, Ediciones Universidad Católica lanza la primera edición chilena de Comiendo en Hungría. "Si hay libros felices (o libracos, librejos, librillos), éste es uno de ellos -anotó Neruda-. No sólo porque lo escribimos comiendo sino porque queremos honrar con palabras la amistad generosa y sabrosa".

EX POETA FLACO
Neruda era un poeta flaco. Venía de una familia pobre donde la cocina no era más que un trámite. Cuando viajó a Santiago como estudiante, solía almorzar chupe de guatitas en El Jote, con vino litreado. Además, se defendía con marraquetas y café con leche. Pero los viajes  y   la fama lo transformaron en un sibarita: en Oriente se enamoró de las especias y el whisky, en España amó el jamón serrano, la paella y las angulas al pilpil. Ya iba para poeta gordo.

Asturias y Neruda, rellenitos los dos, ya eran reputados poetas y amigos cuando se encontraron en Budapest. Se había conocido en 1940 en Guatemala. Años después, Asturias le salvó la vida: le prestó su pasaporte para que Neruda, prófugo de González Videla, viajara de Buenos Aires a París en 1949.

Así, el libro es también el testimonio su amistad. Del gulash a la sopa de jabalí, de los fogas fritos al foie-gras y de las berenjenas al repollo relleno, los escritores festejan la cocina con gusto a paprika. Recorren Budapest, cruzan el Danubio, atraviesan "aldeas blancas como nubes"  y van a conocer los vinos de la Hungría verde. Un viaje inolvidable. "Cada comida fue una pequeña fiesta", relató Asturias. "Amo en Hungría el entrelazamiento de la vida y la poesía, de la historia y la poesía", anotaría Neruda en Confieso que he vivido, sus memorias de poeta gordo.