Túnez pareciera ser la excepción de los países donde prendió la revuelta popular conocida como Primavera Arabe. Pero esa nación, donde los aires reformistas y las aspiraciones democráticas siguen en pie, e incluso donde hace semanas lograron sortear una compleja crisis política, es donde comenzaron las protestas, hace tres años, que se extendieron por buena parte de Medio Oriente con resultados disímiles. La revuelta, que terminó derrocando al dictador tunecino Zine el Abidine Ben Alí, estalló después de que un hombre -a quien le habían incautado su puesto de frutas-, se prendió fuego.
La tormenta política y social se extendió hacia Egipto, Libia y Siria, entre otros países, y sus aires también se sintieron en otros lugares que buscaron aplacar sus efectos con reformas cosméticas. Sin embargo, en Egipto todo se ha visto frustrado por el Golpe de Estado de julio que devolvió el poder a los militares, y a los Hermanos Musulmanes a la clandestinidad. En Libia, el país está fragmentado y sufre una inestabilidad crónica desde la caída de Muammar Gaddafi, mientras que Siria se está desangrando en una guerra civil que ha dejado 100.000 muertos y seis millones de desplazados internos y externos. Hasta ahora, sólo Túnez ha evitado caer en la violencia, la represión o en el regreso al punto de partida. Pese a la crisis económica y las inestabilidades y los conflictos sociales, los tunecinos y sus dirigentes han logrado mantener su proceso en rieles donde no han estado ausentes los riesgos. Tras dos meses de negociaciones, a mediados de diciembre, los 21 grupos políticos del país llegaron a un acuerdo para nombrar a un gobierno técnico que mantenga la estabilidad del país hasta las elecciones del próximo año.
Para eso fue necesario que los islamistas del partido Ennahda, actuando con pragmatismo y pese a ser el grupo mayoritario en la Asamblea Constituyente elegida en 2011, firmaran un pacto con la oposición y aceptaran dejar el poder a un gabinete liderado por Mehdi Jomaa, un ingeniero que ocupaba la cartera de Industria.
La crisis política, ahora sorteada, la gatilló el asesinato del líder opositor Mohamed Brahmi, el 25 de julio. Eso hizo que en agosto fuese suspendida la redacción de una nueva Constitución. Por momentos pareció que Túnez iba a caer en los mismos derroteros de Egipto, en medio de una crisis de ingobernabilidad que debilitaría al Ejecutivo islamista y lo conduciría al Golpe de Estado.
Incluso el Presidente Moncef Marzuki, aliado de los islamistas, denunció en noviembre una conspiración en la que estarían implicadas "las redes de la era de Ben Alí", así como "potencias árabes y "fuerzas mafiosas y salafistas". "Los islamistas tunecinos vivieron el Golpe de Estado en Egipto como si hubiera ocurrido en su propio país", dijo a la Agencia France Presse el analista Selim Kharrat, de la ONG Al Bawsala.
Pese a todo, el sistema establecido tras las elecciones de octubre de 2011 sigue en pie. Islamistas y opositores han mantenido el diálogo y la voluntad de avanzar. "Está claro que, a pesar de sus diferencias ideológicas, los islamistas y laicos de Túnez son perfectamente capaces de cooperar", escribió en la revista Foreign Affairs, el analista Rory McCarthy, ex corresponsal en Medio Oriente del diario británico The Guardian.
En todo caso, Túnez aún debe sortear nuevos desafíos. El gobierno de Jomaa no recibió todo el respaldo de la oposición.
Ennahda ha puesto como condiciones para que el Ejecutivo entre en funciones sólo tras la aprobación de la nueva Carta Magna y una ley electoral definitiva. Y deberán hacer frente a la amenaza terrorista del grupo Ansar al Sharia y de los milicianos que cruzan desde la frontera con Libia.