Escribió algunas de las mejores novelas en español de los últimos 50 años y también quiso ser presidente de Perú. Aún hoy, con 78 años, Mario Vargas Llosa interviene semana a semana en el debate público de la contingencia latinoamericana. Pero sabe que se está quedando solo. "Los intelectuales estamos en extinción", dijo hace poco el escritor, constatando una sospecha que corre por España desde el estallido de la crisis y también, aunque sea difícil de creer, en la sobreintelectualizada Francia. Pasa en el mundo, pasa en Chile y en la peor hora: cuando el país se apronta a modificar profundamente desde su sistema educativo hasta la Constitución, los pensadores críticos palidecen en la segunda fila.

Filósofos como Jean Paul Sartre, poetas como Octavio Paz, ensayistas como Susan Sontag, lingüistas como Noan Chomsky o polemistas como Christopher Hitchens, los intelectuales son una raza de humanistas críticos e incómodos dispuestos a encender el debate público. "Sin ellos, las cosas pueden estancarse", decía Isaiah Berlin. Acaso la última llama encendida en Chile fue a fines de los 90, cuando Tomás Moulian, Alfredo Jocelyn-Holt y Marco Antonio de la Parra, entre otros, se tomaron la conversación con desafiantes libros analizando el país que recuperaba la democracia. Eran esos, sin embargo, días tranquilos. Las calles no se las tomaban masas de estudiantes exigiendo reformas radicales.

La agitación social y política desatada en 2011 terminó como promesa de campaña del gobierno de Michelle Bachelet. El plan es conocido: implementar reformas en educación, el sistema tributario y la Constitución para reorientar definitivamente el rumbo del país. Es tanto, que algunos echan de menos precisamente a los intelectuales y su capacidad reflexiva. "En el gobierno hay un déficit muy notorio. Creo que hacen falta", dice el analista Ascanio Cavallo. "Son una gran ausencia en el actual proceso político. Son incómodos y molestos para La Moneda, que está llena de economistas y tecnócratas", dice el escritor Rafael Gumucio.

Según Cavallo, acaso el único intelectual que por esos días orbita en torno a Bachelet es Pedro Güell, director de Políticas Públicas del gabinete de la Presidenta. Sociólogo, les tomó el pulso a los vaivenes sociales del país trabajando en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Con todo, Güell está lejos de cumplir el rol de Agustín Squella. El abogado, Premio Nacional de Humanidades, fue asesor cultural del Presidente Ricardo Lagos y coordinó las Conferencias Presidenciales de Humanidades: Fernando Savater, José Saramago, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Claudio Magris y otros intelectuales pasaron por La Moneda.

Pero que no integren el gobierno no significa que los intelectuales no estén. Squella no lo duda: "Claro que están, aunque muchas veces les falte la tribuna que algunos medios les dan a una serie de alborotadores y alborotadoras. La actividad intelectual, lo mismo que la poesía, tiene escaso rating". Al hilo de esa idea, la antropóloga Sonia Montecino dice que los pensadores críticos han "perdido peso en la sociedad chilena, que valora más los balbuceos de la farándula que una idea construida con el rigor de las disciplinas".

Montecino, premio nacional de Humanidades, dice que los intelectuales sí han opinado sobre la contingencia. No siempre con la mejor tribuna, pero han tenido eco: "El problema es que los discursos críticos no tienen cabida en los estrechos medios masivos de circulación de las ideas, aunque es evidente que mucha gente busca informarse o tener otras miradas cuando se agotan libros como los de Alberto Mayol o Fernando Atria".

Montecino se refiere a libros como La mala educación y El otro modelo, de Atria, abogado partidario de una asamblea constituyente y quien fuera parte de la campaña de Bachelet; y No al lucro y El derrumbe del modelo, del sociólogo Alberto Mayol. Todos esos títulos llegaron a las listas de los más vendidos. Nada raro, cree el historiador Gabriel Salazar, quien también ha sido influyente en los movimientos sociales recientes. "Si nuestros trabajos han tenido eco, es porque más que sentarnos en un escritorio a elaborar ideas geniales, lo que hemos hecho es interpretar lo que la gente está deliberando al interior de la ciudadanía y la clase popular y transformarlo en propuestas", dice.

En cualquier caso, Salazar, premio nacional de Historia, no cree que corran vientos a favor de los intelectuales. Quizás nunca han corrido: "¿Hubo intelectuales que dejaron su impronta en la conciencia política en la historia de Chile? Yo tengo mis dudas", dice. Aparte de figuras como Andrés Bello, Benjamín Vicuña Mackenna, Joaquín Edwards Bello o Mario Góngora, efectivamente parece difícil encontrar más que un puñado de intelectuales de verdad influyentes en nuestra historia. Hoy, plantea Salazar, tampoco hay "figuras señeras que marquen rumbos".

Para el abogado y rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, el papel de los intelectuales hoy es "escaso y desmedrado". Polemista influyente, Peña agrega: "Eso explica que en el debate público en Chile -especialmente político- exista una cierta falta de contención y, en cambio, se observe una cierta desmesura. Y es que allí donde los intelectuales no cumplen su función -la de someter a escrutinio racional todas las opiniones y propuestas, sin que eso signifique que deban ser neutrales-, los puntos de vista en juego se deslizan fácilmente hacia lo que podríamos llamar la falacia del racionalismo (que no es lo mismo que racionalidad): creer que todo lo que puede ser dicho o pensado puede ser realizado".

Están en segunda fila, concuerda Mayol, pero para él quienes están en retirada no son los intelectuales. "Son los técnicos. Su peso es infinitamente más bajo que hace cinco años. Los intelectuales tienen un rol secundario hoy, pero tienen un rol", dice. Y añade: "Los técnicos de hoy no valen nada en el proceso político, aunque sean necesarios para calcular la cuenta de las reformas. Pero las definiciones políticas se están haciendo en el espacio público y en el esfuerzo de los políticos de robar banderas de los movimientos sociales".

Pensar hoy en intelectuales públicos en Chile es pensar en una contingencia en la que se juegan ideas. Para Salazar, por ejemplo, obliga a preguntarse por qué quien lidera una reforma educacional es un economista. Cavallo, en tanto, se pregunta por qué el Consejo Nacional de Cultura no está presidido por un intelectual, como en Francia. Pocas veces como hoy, cuando el destino del país pareciera poder planificarse, el ejercicio de la política luce como una zona a compartir con los intelectuales. Pero Squella separa aguas, evita idealizaciones: "Mientras los políticos cortan nudos, los intelectuales los desatan. Lo malo es que a veces los políticos cortan mal los nudos y los intelectuales añaden nudos sobre aquel que pretendían desatar".