Egon Wolff (83) y Alejandro Sieveking (75) son dos consumados dramaturgos chilenos. Capaces de hacer aparecer la más abyecta amenaza en los plácidos y cotidianos parajes donde transcurren sus obras, sus nombres se asocian al instante con la inminente violencia y ambigüedad que caracterizaron a la segunda mitad del siglo XX.
Compañeros de generación de Isidora Aguirre, Jorge Díaz, Sergio Vodanovic y Luis Alberto Heiremans, y asociados a la creación de los teatros universitarios, revolucionaron las tablas con textos anclados en la realidad, pero con visos simbólicos y poéticos. Cercanos a Pinter, Beckett, Ionesco y Arthur Miller, son representantes de un grupo de escritores que supo asimilar y traducir a la escena local las corrientes extranjeras.
A ambos les formulamos la misma pregunta: ¿por qué escribir? y ¿para qué? "Porque uno no está contento con uno mismo. De esa insatisfacción desde muy pequeño nació el deseo de otro imaginario y de contar otras historias", sentencia Sieveking. Y Wolff agrega: "Nací en una época donde la escritura estaba ligada a un compromiso moral con la sociedad. Me dediqué a la escritura para esclarecer oscuridades, perfeccionar la sociedad y aportar al entendimiento de la dimensión humana".
Wolff, ingeniero químico de profesión, se califica como "un lobo estepario" que escribía desde la soledad de su casa en Calera de Tango y que ahora, cansado de que ya no estrenen sus obras aún inéditas, se dedica por completo a la pintura.
Alejado del teatro militante o panfletario de los 60, Wolff buscó la comprensión profunda de los fenómenos sociales nada menos que fracturando la realidad. Los invasores, como toda su obra, mezcla los dilemas sicológicos de los personajes, sus crisis de identidad, frustraciones y vacíos existenciales, con los problemas sociales colectivos. Estrenada el 19 de octubre de 1963 por el Instituto de Teatro de la Universidad de Chile (Ituch), fue dirigida por Víctor Jara y protagonizada por María Cánepa, Bélgica Castro y Tennyson Ferrada, entre otros.
No fue bien recibida por la prensa, pero con los años se ha convertido en una de las piezas más provocativas de la dramaturgia latinoamericana. "Melodrama discutible", dijo El Diario Ilustrado; "Su primer traspié", señaló Zig-Zag; "Ideas simplistas", calificó El Mercurio. "Pero la peor crítica vino del diario El Siglo. Guardé esa crítica. Decían que era un escritor de formación burguesa que no era capaz de entender la lucha de clases y que demonizaba los movimientos sociales", recuerda Wolff. "Fui atacado por los dos bandos. Era una época beligerante y perdí el saludo de muchos amigos".
Tras una fastuosa fiesta de la alta burguesía, los Meyer suben al segundo piso de su casa para acostarse. Ahí comienzan a desencadenarse pesadillescas escenas. "Les llegó el turno a los otros, ¿eh?", dice Meyer, antes de bajar a la sala tras escuchar un ruido. Una mano manipula una ventana por fuera de la casa. Un golpe y cae un vidrio quebrado. La mano abre el picaporte y por la ventana entra un hombre vestido con harapos. "¿Qué hay?". "¿Quién anda ahí?", dice Meyer. "Un pan... un pedazo de pan", dice el hombre con voz lastimera. "Lucas, ¿qué pasa?", dice su mujer a la mañana siguiente. "¿Quién es esa gente que está en el jardín? Me levanto y lo primero que veo es a esa gentuza? ¿Qué hacen aquí? ¿Tú los dejaste entrar?". Una serie de personajes marginales, "del otro lado del río", se adentra en una mansión para apoderarse de todo, mientras sus dueños cuestionan éticamente su riqueza.
La estructura circular de la obra se abre y se cierra con esta escena que adelanta alegóricamente los cambios sociales que se producirían en el país con la llegada de la Unidad Popular. La dualidad entre sueño y realidad marca toda la historia, llena de juegos de tiempo y espacio, cambios de perspectivas y distorsiones de la realidad que la transformaron en una pieza de vanguardia a principios de #los 60.
"Los invasores tiene una estructura dramatúrgica perfecta y es imposible reescribirla. Me gustó ese desafío", apunta el dramaturgo Rolando Jara, quien, encomendado por la compañía La Puerta, estrenará su versión de la obra en junio de 2010, en Matucana 100. "Es una obra siempre peligrosa y conflictiva por su riqueza. Es contenida, sugerente, delicada. Es un texto rico en su capacidad de generar imágenes a través del verbo. Hay discursos que los personajes dicen, pero que no hacen. Es una obra perturbadora".
CHOQUE DE GENERACIONES
Actor, dramaturgo y director, Alejandro Sieveking estrenó La mantis religiosa (1971) en el Teatro del Angel de Santiago, con Ana González, Bélgica Castro, Shenda Román y Rubén Sotoconil en el elenco. En una casa conviven tres hermanas, su padre enfermo y una mujer de manos monstruosas y devoradora de hombres que nunca se ve en escena, siempre oculta en una pieza oscura. Un nuevo pretendiente de una de las hermanas sufrirá la misma suerte de sus antecesores: la muerte ante la "mantis religiosa", de la cual el espectador sólo escucha ruidos y quejidos.
Al igual que en Los invasores, nuevamente aflora el encierro y una atmósfera semionírica. "Cada familia tiene sus lacras, cada país, el mundo entero tiene sus lacras y es natural esconderlas", dice una frase clave de la obra.
"En esa época me presionaban mucho para escribir obras políticas y yo decidí hacer todo lo contrario", explica Sieveking. "Entonces, escribí una obra delirante, mitológica, terrorífica. Pero obviamente hay sublecturas políticas camufladas que no me gusta revelar. En el fondo, para la burguesía la imagen del pueblo y la pobreza, que representa lo desconocido, es una imagen monstruosa".
Verónica Duarte, autora de Plaga, la reescritura de La mantis religiosa, que se estrenará el 6 de agosto en Matucana 100, explica su labor: "Me dediqué a encontrar las fisuras de esta obra de gran violencia, ciertos lugares que escondían nuevas historias y donde podía escavar aún más. En vez de tres hermanas, hay tres universos, tres lugares distintos desde donde se enuncian y se construyen historias de encierro, aislamiento social, desestabilización y atrayentes espacios prohibidos donde no se puede entrar".
EL DRAMATURGO AUSENTE
De una generación anterior a Wolff y Sieveking, Germán Luco Cruchaga (1894-1936) es uno de los principales autores de la primera mitad del siglo XX, junto a Armando Moock (Pueblecito) y Antonio Acevedo Hernández (Chañarcillo). Además de dramaturgo, fue periodista, caricaturista y compañero de Jorge "Coke" Délano en la Escuela de Bellas Artes.
A pesar de su escasa producción a raíz de su temprana muerte, sus únicos dos textos estrenados (Amo y señor, de 1926, y La viuda de Apablaza, de 1928) siguen todavía vigentes. Estos dramas escapaban del costumbrismo facilista imperante en la época y abordan con decisión la sicología de los personajes.
La historia de Amo y señor, la obra escogida por La Puerta, también resultó escandalosa en su estreno. La obra narra la decadencia de una familia aristocrática de principios de siglo (los Manso) y su relación con una clase inferior, de la cual llegarán a depender económicamente. Reflejo de los cambios sociales de principios de siglo, la trama refleja un punto de inflexión de la sociedad chilena: la ascensión de la clase media, acomodados comerciantes, industriales e intelectuales venidos a más que desplazan a la oligarquía venida a menos.
"Mi obra será un homenaje, un diálogo con el original. El teatro nace de la reescritura. Los autores de las tragedias griegas y Shakespeare no crean intrigas propias. Todos se inspiraron en mitos y relatos ajenos para escribir sus grandes obras", dice Mauricio Barría, quien estrenará su versión en enero próximo. "Amo y señor es un texto de una radicalidad y desparpajo nada frecuentes y la historia en su desenlace no ofrece redención alguna. Pero, por otro lado, es un melodrama realista con pocos recursos de estructura y con personajes unidimensionales. Es lo opuesto a mi idea de dramaturgia, pero es una obra que me provoca como autor".