A LA MANERA de los naufragios, poco a  poco han ido emergiendo a la superficie los fragmentos que pueden permitir reconstituir la verdadera historia que condujo al golpe de septiembre del 73.
Muchos periodistas, historiadores, sociólogos, politólogos  y dirigentes políticos han contribuido a recuperar para la memoria episodios hasta ese momento desconocidos. Cometiendo más de una  injusticia, consignemos como absolutamente imperdibles "Allende y la experiencia chilena"  de Joan Garcés (1976); "El día en que murió Allende" de Ignacio Gonzáles Camus (1993);  y "La conjura. Los mil y un días del golpe" de Mónica González ( 2000).
Recientemente Mario Amorós -joven historiador español- ha  publicado el texto "Allende, la biografía", indispensable para avanzar hacia la composición de un cuadro más completo y comprensivo de las dinámicas que precipitaron  la tragedia.
Todavía quedan cosas por saber. Hay piezas que se destruyeron, hay otras que no aparecerán  nunca porque sus dueños decidieron irse con ellas a sus sepulturas. Otras tardarán en aparecer porque sus titulares no se deciden todavía a hacerlas públicas o han decidido que sólo se conozcan post mortem.
Existen, sin embargo, antecedentes suficientes como para sustentar un relato central coherente y fidedigno.  Y lo que emerge es una historia que se parece a  la oficial, pero que a fin de cuentas  es bien distinta.
Salvador Allende es un mártir universalmente reconocido; es el chileno más connotado de todo el siglo XX. Su sacrificio lo llevo a ocupar un lugar de privilegio no sólo en los anales de la historia de Chile, transformándolo en un referente que traspasó ampliamente nuestras fronteras.  Este es  un hecho incontrovertible. Pero, por sí solo no explica nada. Es sólo el último acto de una obra cuya trama pudo conducir a otros resultados, menos gloriosos pero también menos dolorosos.  La historia está muy lejos de ser una acumulación de episodios ineluctables que pasan porque simplemente tenían que pasar.
La  muerte de Allende  es tradicionalmente vista como la consecuencia inevitable de un proceso, que al amenazar poderosos intereses nacionales y extranjeros, no podía sino terminar de la manera trágica en que lo hizo. Por razones perfectamente contradictorias, admiradores y detractores  han terminado coincidiendo en la idea que su destino estaba  predeterminado.  Ese final trágico era inexorable. Como en las tragedias  griegas el final estaba escrito de antemano y no había fuerza humana capaz de modificarlo.
Es un final poético aunque, si se piensa bien, se trata más  de una explicación cómoda que de una verdad históricamente exacta. Es cómoda porque si el final estaba escrito, entonces no había mucho que hacer. Los sobrevivientes pueden dormir tranquilos, la suerte estaba echada. Sin embargo, la trama es menos lineal. Hasta muy poco antes del desenlace se produjeron momentos en el que los principales actores tuvieron la oportunidad de  actuar de modo de abrir paso a un distinto final. Aunque cada vez más cerradas, había puertas laterales que conducían a salidas de escape. Pero es público y notorio que no han habido demasiados interesados en plantearse la pregunta de si la catástrofe pudo haberse evitado.
 El ejemplo del Presidente mártir fue crucial para hacer posible la  recomposición del socialismo chileno como fuerza gravitante. Sin el legado ético de Allende, el Partido Socialista habría sucumbido por el peso de sus incomprensiones, inconsistencias y desvaríos. La recomposición de la izquierda renovada se habría hecho completamente fuera de los cauces del socialismo.
Por su parte,  la fuerza moral  del legado de Allende llevó a sus  adversarios a terminar inclinándose frente a la imagen del Presidente equivocado, pero valiente y consecuente. Fue así como -con los dientes  apretados- la derecha terminó votando  en el Congreso la ley que hizo posible la instalación, en plena Plaza  de la Constitución, de un monumento que rápidamente se convertiría en  lugar obligado de homenaje y peregrinación.
Sin embargo, varios episodios poco conocidos, o francamente desconocidos, muestran que la historia pudo ser diferente. Hasta el último momento Allende trató de evitar el desplome de la democracia y el derramamiento de sangre. Allende era esencialmente un parlamentario  y  no un guerrillero  y fue consecuente con esas convicciones hasta el final. Así,  en su última noche, el 10  de septiembre,  en compañía de su círculo íntimo, frente al comentario de uno  de los presentes  de que "el gobierno era prisionero de la legalidad" ,  Allende respondió "tiene usted razón , pero  nosotros no podemos romper la legalidad  porque somos precisamente el gobierno. Siempre  hemos luchado a favor  de que el respeto por la ley en un Estado democrático  corte el paso al despotismo o a la arbitrariedad, evitando que los chilenos acaben matándose unos a otros" (Mónica González p. 322-323).
Todos los testimonios sobre lo ocurrido ese último fin de semana antes del golpe son convergentes. El  sábado 8 Allende almorzó con el General Prats y le explicó que el lunes convocaría a plebiscito tras conocer que la DC intentaría  forzar  su renuncia  maniobrando para que el Congreso Nacional lo declarara "inhábil" (Amorós p.478).
 Asimismo, según relata Joan Garcés (pp 352 y 353), el domingo 9  de septiembre a las 12  del día,  en Tomas Moro, Allende sostiene un encuentro que pudo haber cambiado el curso de la historia.  Se encontraban presentes  los generales Pinochet y Urbina. Allende les comunicó que en las próximas horas iba a convocar a un plebiscito para que el  país resolviera el "camino a seguir".  Según confió el propio Allende a sus colaboradores en la cena de ese domingo, Pinochet  preguntó "pero Presidente... ¿es una resolución ya definitiva y firme la de llamar a un referéndum? Si, general, está resuelto. Entonces asegura Pinochet, "Presidente, ahora va  a ser posible resolver el conflicto con el Parlamento".
 Allende había tomado su decisión. Sus cercanos la conocían y estaban dadas las instrucciones para anunciarla el día martes 11 en un acto que tendría lugar en la Universidad Técnica del Estado.  Por eso el Presidente pudo dormir sin sobresaltos la noche del 10 hasta por lo menos las 6  de la mañana. Los mandos militares estaban avisados incluso desde antes por parte de Orlando Letelier (ministro de Defensa) que el Presidente convocaría a un plebiscito. Carlos Briones, ministro del Interior trabajaba en la fórmula legal  para viabilizarlo.  Al ex senador Ricardo Núñez, en esa época secretario general de la UTE,  se le habían dado las instrucciones para que asumiera los preparativos de ese acto que nunca tendría lugar.
La dirección de la Democracia Cristiana sabía desde  hacía varias semanas  que la idea de plebiscito estaba siendo considerada por Allende. Esta le había sido anunciada a Patricio Aylwin, presidente del partido en el diálogo que inició con Allende en la casa del Cardenal Silva Henríquez la noche del 17 de agosto. Lo mismo había ocurrido con los partidos de la Unidad Popular que habían sido notificados formalmente el sábado 8  de septiembre en La Moneda de la propuesta presidencial.
Allende tenía el convencimiento total  y absoluto que el proceso desatado se había vuelto incontrolable y  corría el riesgo de terminar  en un baño de sangre. Ya en su discurso del 29  de junio, una vez aplastada la rebelión del blindado N°2,  entregó un mensaje en el que evocaba  la  posibilidad de un plebiscito y le  pidió al pueblo serenidad y compresión. Nada más lejos que el "avanzar sin tranzar" propuesto por los sectores más radicalizados  que dominaban en el PS: el MIR, el MAPU (fracción Garretón), la  Izquierda Cristiana y en la juventud del Partido Radical.
En un discurso frente a varios centenares de dirigentes de la CUT,  el  25 de julio, anticipó con una lucidez escalofriante lo que podría suceder en caso de un triunfo de los golpistas. "Se habría desatado la dictadura fascista más sangrienta, más oprobiosa, habrían arrancado de raíz los más preciados principios de democracia, de libertad, habrían recurrido al terror y al asesinato masivo, se habrían producido masacres sanguinarias de dirigentes sindicales y de particulares" (Amorós p. 468.).
Si el anuncio de  plebiscito hubiera alcanzado a concretarse,  como inmediatamente comprendió el propio Pinochet, se habría creado un nuevo cuadro. En esas condiciones de  extrema crispación, con una hiperinflación desatada y grave escasez de productos básicos, la derrota de Allende y la Unidad Popular en una consulta  electoral era más que segura. Los resultados de la elección parlamentaria de abril  de 1973 (con un 56%  para la oposición) constituían una  solida garantía de triunfo.  El martes 28  de agosto en su discurso a propósito de una nueva reestructuración de su gabinete, afirmó que "no dudaría un momento  en renunciar si los trabajadores, los campesinos, los técnicos y los profesionales de Chile así me lo pidiesen" (Mónica González, óp. cit pp 269-270).
El resultado adverso en el plebiscito habría obligado a la renuncia a Allende. La experiencia conducida por la Unidad Popular habría llegado a su término.  Aunque sus principales dirigentes no lo estimaran así y hubiesen abrazado la tesis de la inevitabilidad del golpe, la Democracia Cristiana habría emergido probablemente como el gran triunfador. La historia habría sido bien distinta: la democracia habría sobrevivido.
 ¿Qué fue lo que se interpuso  en la voluntad presidencial?  Esta es la pregunta que prácticamente todos los actores relevantes del proceso han evitado plantearse. La razón es simple. La respuesta no puede eludir una verdad para unos inconfesable y  para otros demasiado incomoda.
Los generales golpistas forman parte de la primera categoría. Informados de la voluntad presidencial de abrir paso a una salida  política, para abortarla, tomaron la decisión de apresurar los preparativos y adelantar el golpe. Con ello dejaron en evidencia  que más que "restaurar la institucionalidad quebrantada",  se trataba de dar un golpe y  hacerse del poder. En esto contaron con el apoyo entusiasta de importantes sectores de la derecha económica y política, y del gobierno americano de la época.
Por su parte, la directiva de la DC fue presa  de una beligerancia que llevó a ese partido a romper con su impecable tradición de apego a la democracia. Al fragor del proceso abierto con el triunfo de Allende, la DC se fue radicalizando en su oposición a la Unidad Popular. La animosidad  de Frei Montalva en contra de Allende permeó a la gran mayoría de la dirigencia demócratacristiana.  Los sectores más duros -respaldados por Frei Montalva- se hicieron, en mayo del 73, con el control de la mesa del partido y desde allí encabezaron una oposición que no dio tregua. Hay testimonios directos e irrefutables que muestran que al diálogo con Allende impulsado por el Cardenal Silva Henríquez, el presidente de la DC, Patricio Aylwin, iba con un objetivo claro de parte de su principal mandante: poner condiciones tales que hicieran imposible el acuerdo. En sus memorias, Gabriel Valdés deja en claro que Frei Montalva estaba desde hacía mucho tiempo convencido de la inevitabilidad del golpe.
A la beligerancia de sus adversarios se agregó la incomprensión de los suyos.  Allende no consiguió apoyo de los partidos de la Unidad Popular para su propuesta de plebiscito. Si bien el Partido Comunista se abrió a la idea e instruyó a sus parlamentarios para que la sostuvieran, el partido del Presidente la rechazó terminantemente. Aunque su secretario general, Carlos Altamirano simpatizaba con la idea, la mayoría reunida en torno al subsecretario general, Adonis Sepúlveda,  y a Erick Schnake, opuso un rechazo terminante. "La revolución no se plebiscita compañero", fue la posición ampliamente dominante. Todo esto ocurrió el sábado 8 en una reunión del comité político de la Unidad Popular que comenzó a las 10 horas en La Moneda, como se relata  con lujo de detalles en "La conjura" (pp293-294). La reunión se levantó sin que se hubiese llegado a un acuerdo.
Cerrada la vía de la solución política, Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista, arrastrado por la dinámica de la polarización, pronunció el famoso discurso del domingo 9 en el Estadio Chile. "El compañero Allende no traicionará, dará su vida si es necesario en la defensa de este proceso". Se escribía así una de las últimas páginas del drama. Contrariamente a la afirmación   corriente, el llamado de Altamirano no precipitó nada. El golpe estaba ya en curso y nada lo detendría. El llamado a atajar el golpe, "golpeando el golpe", quedará para la historia como la expresión de algo muy propio  de las izquierdas: la ceguera frente a la realidad.
El rechazo del PS fue respaldado también por una de las fracciones del MAPU y el MIR. La participación de este último en el desenlace final merece un comentario, pues me tocó vivirla. Miguel Enríquez, jefe del MIR, supo de la decisión de Allende ese fin de semana. Todos los días previos,  los militantes del MIR habíamos estado en alerta máxima ante la inminencia del golpe. La noticia de que Allende llamaría a plebiscito se interpretó como una capitulación. El golpe perdía su razón de ser.  Fue así que se levantó el acuartelamiento el día domingo 9 por la noche. Se dio así la paradoja que la organización que más se había preparado para enfrentar un golpe se encontró desmovilizada cuando éste se produjo. Tenía lógica el razonamiento del MIR en cuanto a que la "capitulación " de Allende hacia innecesario el golpe. El único problema es que los militares no lo entendieron así, y en vez de suspenderlo, optaron por adelantarlo.
El convencimiento de Allende sobre la necesidad de una salida política no fue suficiente para evitar la tragedia. La virulencia de los adversarios y el fuego amigo produjeron una conjunción de fuerzas  que resulto más poderosa. De haber prosperado  la solución  política, Allende no sería el Presidente mártir que hoy día se venera.  Amaba la vida; él no buscó ese final, ese final lo buscó a él. Le gustaba, es cierto, la idea de pasar a la posteridad convertido en estatua. El sentía que la merecía, pero más como estadista que como mártir, como tribuno popular victorioso que como héroe derrotado.
Por eso, su grandeza no radica simplemente en haber muerto luchando con las armas en la mano.   Son miles los que han corrido esa suerte y pocos los que han entrado en la historia. La lucha armada no fue nunca el camino de Allende.  Sus armas fueron siempre las propias de la lucha  social desplegada en la arena parlamentaria. Su drama es que ellas no le permitieron  conducir a puerto el proceso de cambio por el que tanto luchó.  Su grandeza radica en la tranquilidad con que fue capaz, en la derrota, de ofrendar su vida para mantener viva la llama de la esperanza en la victoria, en medio de tanta incomprensión y de una infinita soledad.