Un comentario que sazonó el último Festival de Cannes vino de su máxima autoridad: refiriéndose a The lobster, del griego Yorgos Lanthimos, que ganaría el Premio Jurado, Thierry Frémaux afirmó que es "una de esas películas en las que no se entiende todo". Y el propio Colin Farrell, protagonista del filme, dijo no estar aún seguro de haber comprendido lo que leyó en el guión.
Sea porque sus creadores renunciaron a contar historias, porque encriptaron la información, porque mandó la ley del laberinto o porque les pareció que hay formas de expresión que pueden prescindir de lógica o sentido, hay películas que ponen obstáculos serios a la comprensión. Algunas son hipnóticas, bellas e inquietantes; otras son una permanente invitación al bostezo. Desde El sueño eterno, la cinta de Howard Hawks sobre la novela de Raymond Chandler que ni el mismo Chandler entendió, a la icónica 2001: odisea del espacio de Kubrick, hay filmes que esquivan su sentido.
He acá una lista arbitraria de obras que tocan esta tecla, gentileza de reputados cineastas.
El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais
Cuando resonaban los ecos de Hiroshima, mon amour (1959), su director se asoció a su tocayo Alain Robbe-Grillet, puntal de la "Nueva novela" francesa, y por su intermedio parió una cinta ingresada con apuro al Panteón fílmico en tanto puntal de un cine moderno que se libra de las convenciones del relato clásico y de toda atadura espacio-temporal (estuvo por entonces en los Top 10 de todos los tiempos). Resnais y Robbe-Grillet dieron en su minuto versiones opuestas acerca de aquello de lo que trataba, finalmente, esta ficción ambientada en un castillo, con un hombre y una mujer que pululan como fantasmas por la pantalla y que se conocieron en Marienbad. O tal vez no. ¿Es todo esto un sueño, o al menos una parte? La pregunta ha nutrido monografías, papers y cátedras universitarias. Antes más que ahora, eso sí.
Carretera Perdida, de David Lynch
Bien pudieron estar acá Mulholland Drive, Inland empire o alguna otra del reputado creador de Twin peaks. Pero no hay que dejar pasar una película con tan adecuado título, aparte de una intriga nunca vista ni vuelta a ver. Un saxofonista es culpado de la muerte de su mujer y encarcelado. Como si lloviera, el protagonista muta en un mecánico joven que inicia una nueva vida, tan bizarra como sólo a Lynch se le puede ocurrir. La película, para quien la siga y no se preocupe de entender algo, es una excursión fascinante, erótica y tanática, que presta oídos a la conminación de Chet Baker a que nos perdamos un rato por ahí, en su disco Let's get lost. Se sugiere amablemente a los potenciales espectadores soltar las amarras y dedicarse, durante dos horas y cuarto, a vivir peligrosamente.
Tres mujeres, de Robert Altman
Tras el impensado golazo comercial de MASH (1970), un Altman empoderado realizó una seguidilla de filmes que en su mayoría despliegan personajes que saben muchas cosas que los espectadores ignoran, partiendo por el punto de todo lo que ocurre. Y eso va del policial (El último adiós) a la ciencia-ficción (Quinteto, que hizo entrar a los críticos locales en febriles conjeturas acerca de su argumento). En este filme, que alcanzó el estatus de culto, la etiqueta podría ser "drama existencial": por distintas razones, un trío de féminas converge en un spa del desierto californiano. La amistad, el cariño y la frustración irán tejiendo una urdimbre que recala en el sicodrama cuando los personajes empiezan a intercambiar personalidades. Todo bajo la seductora y distintiva puesta en escena altmaniana.
El topo, de Alejandro Jodorowsky
Descrito en su tiempo como repulsivo, monstruoso y brutal, este western lisérgico tiene a su director como un vaquero místico vestido de negro y acompañado de su hijo (Brontis Jodorowsky, retoño del cineasta), que hace justicia mientras recorre el desierto y cabalga el delirio. Programada en funciones de medianoche en la sala The Elgin, de Nueva York, esta midnight movie desfiló junto a cintas como La sangre de un poeta, de Jean Cocteau, impresionando a un público joven y a críticos como Pauline Kael, que calificó a la cinta de obra maestra y a Jodorowsky como "un director para quien las ideas son entidades sensuales". En el Hollywood de entonces, cuenta Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, no había cosa más in que ir a ver El topo y fumarse un pito con Dennis Hopper y Jack Nicholson.
Vicio propio, de Paul Thomas Anderson
Desde siempre el director de Boogie nights ha sido dado a la complejidad, al exceso y a la disociación, y en cada nueva película da un paso en esta línea. El último que dio, más bien al vacío, fue su adaptación de Vicio propio, el libro noir de Thomas Pynchon ambientado en la California de 1970, que sigue los pasos del investigador privado más marihuanero que recuerde la literatura. Y ahora el cine. Presa de un cinismo retrospectivo que desdibuja a los personajes y desarma la intriga, el filme da cuenta de una investigación policial que se va haciendo inescrutable. Y a la larga irrelevante. Como de costumbre en Anderson, la cinta es pródiga en atmósferas y climas que generan un seductor efecto de inmersión, pero sus aires de comedia policial imposible terminan devorándolo todo.
El tiempo recobrado, de Raúl Ruiz
"Todavía no logro comprender por qué una trama narrativa necesitaría un conflicto central a modo de columna vertebral", apunta en sus Poéticas del cine el desaparecido realizador puertomontino, autor de La recta provincia y Días de campo, quien defendió un cine hecho de fragmentos comunicados misteriosamente entre sí. Esta "apuesta ganada", al decir de los Cahiers du Cinéma, terminó con la "maldición" de las adaptaciones de Proust siguiendo la lógica de dinamitar las continuidades y las relaciones causa-efecto, aun si sólo fuera para comunicarse con el espectador en otros términos, como quien firma un nuevo contrato. La cinta, que contó con un reparto de lujo y una producción enorme para los estándares del director, se convirtió en un hit del circuito cine arte santiaguino: muchos la vieron y acaso más de uno, ajeno al mundo ruiciano -y al proustiano-, refunfuñó a la salida.
El espejo, de Tarkovski
Hay sólidas razones para instalar a esta cinta autobiográfica entre las obras fundamentales de la historia del cine. Eso sí, la claridad expositiva no es una de ellas ni una que, en general, privilegiara al soviético Andréi Tarkovski (Solaris, El sacrificio). Para una mayor comprensión, se hace necesaria la lectura de Martirologio, el diario tarkovskiano que da las necesarias claves para pasearse por una vida que en la pantalla se nos presenta fragmentada, sus acontecimientos entrecruzados y poblados por los sueños, la imaginación y todo aquello que va dando cuerpo a la memoria (que no es lo mismo que la historia pero acá nunca sabremos qué cosa fue qué, realmente). Y, si nos hemos dejado llevar por este viaje insospechado, tampoco debería importarnos tanto el punto al que vamos a llegar.
Pierrot, el loco, de Jean Luc Godard
Deidad en vida a estas alturas, durante los 60, Godard montó y desmontó el lenguaje fílmico, fracturó el tiempo en varios puntos y parió piezas insuperables, como Vivir su vida y Masculino femenino, antes de declarar muerto el cine y volcarse a la experimentación y la ultravanguardia. Pierrot, el loco no es de esas ligas, aunque la feligresía godardiana siempre le encontrará la vuelta. Jean-Paul Belmondo encarna a un burgués que vive inercialmente un matrimonio vacío y que, recién despedido, abandona la casa con la baby sitter para lanzarse a una vida criminal que incluye las más disparatadas peripecias. Este examen del lado pop de la cultura se llena de guiños, referencias y piruetas montajísticas. Al decir del biógrafo Antoine de Baecque, es una cinta "estival, colorida, vívida, pero suicida".
El hombre que recordaba sus vidas pasadas
Otro ganador de la Palma de Oro en Cannes fue el tailandés Apichatpong Weerasethakul. Proclive a los ejercicios meditativos, al slow cinema y a la convicción de que el cerebro es una máquina proyectora, "Joe", como llaman y también al director, es de los que llevan al espectador a lugares insospechados y lo dejan por ahí, en medio de cualquier parte. He acá la vida y las vidas de Boonmee, un granjero que está muriendo de un mal incurable y que ante nuestros ojos se desdobla, si esa fuera la forma correcta de decirlo. Téngase en consideración que acá el alma, o el espíritu, son el fin último pero también el medio para ese fin. Un estilo misterioso y subyugante, de inquieto acercamiento a la vida en sus distintos estados.
El árbol de la vida, de Terrence Malick
Espectadores hay de toda especie y esta película lo dejó claro, por si hacía falta. Hubo quienes se levantaros de sus asientos a la media hora. Otros que la vieron con un nudo en la garganta y algunos, como el cineasta Olivier Assayas, que la incluyeron en su Top 10 de todos los tiempos. Su triunfo en Cannes y su sólida performance comercial, ayudada por la presencia de Brad Pitt y refrendada en destacadas nominaciones al Oscar, evidenció que no importa cuán delirante o anómica sea una película ni que trate, entre otras cosas, de la historia de la vida en la Tierra y del sentido del amor. Siempre es posible salirse con la suya. Malick dirigió también La delgada línea roja (1998), que es casi un drama convencional puesto al lado de esta empresa inaudita.