Partió intimidando, dando miedo con esos labios de tamaño imposible y esa figura de maniquí forrada en vestidos negro opaco, con cuello y manga larga. Angelina Jolie comenzó a hacerse conocida por sus tatuajes, por besar a su hermano en la boca y en público, porque en su matrimonio de seis meses con el actor Billy Bob Thornton ella usaba un collar que tenía sangre de él, y él uno con sangre de ella. Por su discurso rebelde y porque contaba cosas como que cuando niña coleccionaba cuchillos y de vez en cuando se hacía cortes "para sentir el dolor, para sentir que estaba viva". Y se vestía de acuerdo a este perfil.
Se tiñó el pelo de azabache. Aclaró a un más su piel con maquillaje. Aumentó la sombra negra. En 1999 cruzaba las alfombras rojas con look de Morticia. Recibió el Oscar a Mejor Actriz Secundaria, por su papel en Inocencia interrumpida, con un trozo de tela de jersey negro de Versace que la tapaba desde el cuello hasta la punta de los pies. No dejaba el pantalón de cuero, el cinturón de vaquero y las botas. Hasta que a los 29 años, Jolie descubrió el glamour del color, de la alta costura y los buenos cortes.
En 2004 apareció sexy como nunca, con un traje tipo Marilyn Monroe con escote hasta el ombligo y diamantes por un millón de dólares. Y cuando conoció a Brad Pitt, el amor de su vida, también completó su nueva rebelión estética. Compró vestiditos cortos floreados. Se arregló el pelo como una diva del Hollywood de antaño. Se fotografió junto a su novio y luego marido y más tarde padre de sus hijos, adoptados y propios, en Armanis que combinaban el negro con el amarillo canario, en Versaces apegados a la piel, azules, verdes. Modelos con tajos, escotes y colas que Jolie arrastraba por las avant premiere. Diseños escarlata para la portada de la revista Vogue. Captada por Patrick Demarchelier -uno de los retratistas más importantes de la moda- con los labios rojo furioso, el pelo con horas de brushing y esto de éxtasis para Vanity Fair. Como una aparición. Como la bomba sexy que siempre fue.