Aunque la derecha, a partir de su tremenda derrota política y electoral del 2013, ha vivido un proceso interesante de recomposición, que no se explica solo por el oportunismo y la expectable posición que Sebastián Piñera tiene en las encuestas, la gran novedad de la escena política del último tiempo es el quiebre del oficialismo y, tanto como eso, el proceso de desintegración que está viviendo la izquierda chilena.
Pareciera que muchos dirigentes de la Nueva Mayoría, el gobierno y la propia Presidenta recién comienzan a tomarle el peso a lo que eso significa. Y recién se están dando cuenta de que se encuentran en una situación difícil, principalmente por culpa de dos grandes factores.
El primero concierne al fracaso político del actual gobierno. Es cierto que la administración de Bachelet introdujo muchas reformas y corrió muchos cercos, entre otros, por ejemplo, logró que una economía que venía creciendo al 5% anual redujera su velocidad de expansión solo al 1,5%, pero lo concreto es que su obra es ampliamente rechazada por la población, sea porque sus iniciativas no estuvieron a la altura de las expectativas, sea porque las cosas se hicieron demasiado mal o porque el gobierno terminó traicionando la confianza que amplios sectores medios habían depositado en su momento en la Mandataria.
El segundo factor concierne a la química de la propia coalición de gobierno, que en su nuevo formato, tras la incorporación del PC, hizo todo cuanto estuvo de su parte para desacreditar la obra de los cuatros gobiernos de la Concertación. Ahora, cuando ese descrédito ya se instaló en la izquierda tradicional y también en el Frente Amplio, el oficialismo reclama que es una imperdonable injusticia histórica decir que en lo básico hubo continuidad entre el gobierno militar y los cuatro gobiernos de centroizquierda que lo sucedieron. Hay mucha incongruencia en ese reclamo, entre otras cosas, porque fue justamente sobre la base de ese diagnóstico que se construyó la Nueva Mayoría. De hecho, la coalición en su conjunto, salvo voces muy aisladas y marginales, y con la entera complicidad tanto de la DC como de los viejos líderes de la izquierda socialdemócrata, no mostró deserción alguna al momento de abjurar, con sentimientos de culpa y de vergüenza, incluso, del legado concertacionista. Hay que decir que eso no solo ocurrió ayer. Sigue ocurriendo también hoy, como quedó en claro en las declaraciones que hiciera a este diario la diputada Karol Cariola en su calidad de vocera de la candidatura de los partidos de la izquierda tradicional. Según ella, lo que hicieron los gobiernos de la Concertación, incluido el primero de Bachelet, fue administrar la desigualdad, administrar el modelo. ¿Por qué habría que pensar que el abanderado del sector, el senador Alejandro Guillier, y los principales partidos que lo apoyan, en particular el PS y el PPD, tienen una percepción distinta?
Ahora que el Frente Amplio hizo suya esa versión, la Presidenta se incomoda y relativiza lo que esta nueva fuerza política pueda representar. Su actitud se parece a la del cónyuge que, luego de haber descuerado a su pareja en público, reacciona con orgullo herido en la defensa de su marido o su mujer cuando alguien osa decirle que efectivamente se trata de un o una sinvergüenza. Bachelet dice que los partidos y organizaciones que constituyen el Frente Amplio no representan una fuerza política salida de las entrañas del pueblo o de la clase media; dice son "jóvenes hijos de…." , que no ofrecen nada nuevo y que, a su manera, reproducen los mecanismos elitistas de control que están presentes en todas las organizaciones políticas.
No hay que ser muy agudo para advertir aquí un fenómeno más profundo, porque entre los efectos no deseados, pero igualmente desastrosos que tuvo la Nueva Mayoría para los partidos que la integraron, fue haber debilitado sensiblemente sus respectivas bases de apoyo entre los jóvenes. Cuando Bachelet dice que los hijos de los dirigentes de las colectividades del bloque están en el Frente Amplio, señala algo que es cierto. Lo que no dice es que esos partidos –y mucho menos esas mamás y esos papás- supieron comprometerlos en el proyecto que estaban llevando adelante, abriéndoles, dentro de la coalición, espacios de representatividad y expresión. Los sectores que mayor autoridad política reivindican para sí, los sectores que venían a rescatar la majestad de la política, terminaron fallando políticamente hasta en su propia casa. Obviamente que algo les salió mal. La Nueva Mayoría se está quedando sin juventudes, y eso, aunque en el corto plazo se note poco, es un problema para cualquier fuerza política que aspire a proyectarse.