El Concilio Vaticano II supuso el "aggiornamento" (la puesta al día) de la Iglesia y 50 años después son muchos los que piensan que no se ha agotado el proceso, porque siguen sin respuesta asuntos como la colegialidad en el gobierno de la Iglesia, el celibato o el sacerdocio de la mujer.

Comenzando por el Papa Benedicto XVI, teólogos y numerosos cardenales insisten en que aún tiene validez y que lo que hay que hacer es poner en práctica las decisiones adoptadas.

Benedicto XVI, que participó en el concilio como consultor teólogo cuando era un joven profesor de 35 años, dijo en la audiencia de hoy que hay que releer los textos emanados, pero liberándoles de "una masa de publicaciones que muchas veces en vez de permitir que se conozcan los han escondido".

El Papa teólogo considera que el Vaticano II desató "un utopismo anárquico" entre algunos miembros de la Iglesia, "convencidos de que todo sería nuevo" y que se han cometido numerosos abusos de la liturgia en nombre de ese "aggiornamento".

De ahí que haya sido criticado con dureza, entre otros por el teólogo disidente y viejo compañero de la Universidad de Tubinga (Alemania) Hans Küng, que le acusa de relativizar permanentemente los textos del Concilio Vaticano II y cerrar sistemáticamente los esfuerzos de renovación del catolicismo.

Según Küng, Benedicto XVI ha fracasado ante los grandes retos del Vaticano II como la aproximación a los judíos y a los protestantes o la reconciliación de la Iglesia Católica con la ciencia moderna.

Otros teólogos progresistas acusan al anterior papa, Juan Pablo II, de haber acabado con el espíritu y letra del concilio tras rodearse del sector más conservador de la Iglesia.

Benedicto XVI, sin embargo, hizo hoy una vehemente defensa del concilio en el que participó, afirmando que sigue siendo "una brújula que permite a la nave de la Iglesia navegar en mar abierto, en medio de tempestades o aguas calmas para navegar de manera segura y llegar a la meta".

En varias ocasiones, el Papa ha manifestado que el Concilio Vaticano II "no se toca", a pesar de las exigencias de los tradicionalistas lefebvrianos, que no le reconocen y consideran que es obra del diablo.

Su defensa de hoy trajo a la memoria el aperturismo y entusiasmo que mostró durante el concilio, en el que Benedicto XVI fue uno de los más críticos con la Curia romana, a la que acusó entonces de "antimoderna".

Sin embargo, según sostiene Kung, la revolución del Mayo del 68 cambió a Ratzinger, que comenzó a trabajar "para detener el acercamiento de la Iglesia al mundo por temor a caer en el relativismo".

Ratzinger dijo hoy, sin dar peso a las críticas, que el Vaticano II era necesario ya que la Iglesia tenía que hablar de una manera "renovada, más incisiva, porque el mundo estaba cambiando rápidamente, pero manteniendo intactos sus contenidos perennes, sin ceder y sin compromisos".

Los 2.540 obispos asistentes aprobaron entonces la reforma de la liturgia, cuyos cambios más visibles fueron la adaptación a las lenguas vernáculas y que el sacerdote oficiase de cara a los fieles, sin darles la espalda, como hasta entonces.

También se aprobó el ecumenismo, se canceló la acusación a los judíos de ser los culpables de la muerte de Jesús y se promulgó la libertad religiosa.

El Vaticano II reconoció a la democracia como el sistema idóneo, dio mayor papel a los obispos y a los laicos y volvió a definir la familia y la relación matrimonio-fecundidad.

Aunque resaltó el papel de la mujer, no le abrió las puertas del sacerdocio, tampoco abolió el celibato, ni abordó otros temas como el control de la natalidad, ni dio respuesta a la colegialidad para el Gobierno de la Iglesia.

Hoy, 50 años después esos problemas siguen sin resolver y, aunque Juan Pablo II los dio por cerrados, con Benedicto XVI algunos sectores de la Iglesia volvieron a proponerlos pero como respuesta han recibido, una vez más, un "no".