Una vez, en una recordada revista musical chilena, le preguntaron a Silvio Rodríguez cómo definía al gobernante de su país, y la respuesta fue breve: "El padre de la creación". El culto a Castro dentro y fuera de Cuba fue así de intenso y tajante. Pero a unos cuantos kilómetros al norte, la mirada sobre su figura fue siempre bastante más ambigua.

Jack Palance, Anthony LaPaglia y Demián Bichir integran la extensa lista de actores que desde 1966 han interpretado al hombre en películas, biografías y cameos en series de televisión. En la mayoría de los casos el comandante siempre es retratado de la misma forma: calculador, audaz, discursivo, intransigente. No hay en él medias tintas ni matices, ni siquiera en Fidel (2002), la alabada miniserie donde lo interpretó Víctor Huggo Martin.

Mucho más interesante es la ruta documental que siguieron cineastas como Oliver Stone, quien en su filme Comandante (2003) deja a un lado todos sus tics y trucos de montaje para exponer de manera sencilla su encuentro personal con Castro. Y el viejo de uniforme que vemos en esas imágenes se parece un poco a la figura prototípica del dictador que nos legara García Márquez en El otoño del patriarca: un poco distraído, un poco lento, un poco irónico, un poco Viejito Pascuero. Un señor alto de barba canosa y voz pausada que en un momento da varias vueltas alrededor de su escritorio para explicarle a Stone que ese es el único ejercicio que los doctores le permiten hacer a estas alturas del partido.

Stone no lo asume en su relato, pero Comandante tiene muy poco de ensayo político y mucho de retrato de una estrella de rock: una figura tan icónica a su manera como puede serlo el rostro maquillado de David Bowie o el jopo brilloso de Elvis Presley. Tanto así que en el prólogo de Watchmen (2009) no es necesario darle diálogo al actor que le encarna en un breve plano donde supervisa un desfile aéreo sobre la Plaza Roja.

Fidel Castro como estrella del pop y también como sujeto de innumerables chistes, entre ellos varios a costa de su infinito período a cargo de Cuba. En el show cómico Saturday Night Live alcanzó a ser interpretado en distintas épocas (y en distintos niveles de insolencia hacia su figura) por gente como Will Ferrell, Christopher Walken y Beck Bennett. Sin embargo, ninguna de esas parodias es digna de limpiarle la boina al Castro de "El problema con los trillones" (1998), el famoso episodio de Los Simpson donde Homero y el señor Burns huyen a Cuba con un billete de un trillón de dólares.

¿Qué pasa con esa fortuna? Que cae bajo la mirada de Castro, que pide tocarlo. Burns –viejo zorro republicano y reaganiano- duda, pero entonces Homero, siendo Homero, lanza la gran frase del episodio: "Ay, señor Burns, creo que podemos confiar en el presidente de Cuba".

Por supuesto, Castro se queda con el billete y los expulsa en una balsa al medio del océano. Sólo Homero Simpson podía ser tan ingenuo como para confiar en la honestidad de Fidel.

Otra gran aparición del comandante en una serie animada ocurre en el segundo episodio de The Critic (1994), donde el hijo del protagonista –el crítico de cine Jay Sherman- se enamora de la nieta de Fidel Castro. En un flashback se revela que la furia revolucionaria del líder proviene de un despecho amoroso mientras estudiaba en Estados Unidos (?). Ambos niños consuman su romance en La Habana, donde Jay se salva del pelotón de fusilamiento gritando que le dio pulgar arriba a Los reyes del mambo.

Pero si entramos al área chica de las apariciones castristas más insólitas de la cultura popular estadounidense, hay dos ejemplos que se llevan los honores. El primero es la serie de historietas DC Comics, que en 1989 situaron al superhéroe Flash en Cuba ayudando a los locales contra una invasión extraterrestre. Flash no sólo conoce a Fidel –y recibe de este un extenso sermón sobre el temperamento de los "americanos"-, sino que además termina rescatándolo de un complot alienígena para usar a Castro como rehén en su fuga de la Tierra.

El segundo es tan breve y oscuro que el actor encargado de interpretar al sujeto ni siquiera está acreditado. Ocurre en Rescate de la Isla de Gilligan (1978), el calamitoso telefilme que intentó darle un cierre a la famosa sitcom de náufragos. Thurston Howell III, el millonario excéntrico, está celebrando una cena en su mansión. Le ofrecen un habano corriente, que rechaza escandalizado. La puerta del salón se abre, entra un barbón vestido de uniforme que le entrega una caja de puros y Thurston lo despacha diciendo: "Gracias, Fidel". ¿Qué era más cool en 1978 que fumar cigarros cubanos? Que el propio gobernante de la isla te los fuera a dejar a la mesa.

Sin embargo, la mejor aparición de Fidel Castro en una ficción estadounidense sigue siendo una donde ni siquiera se le ve en pantalla: El Padrino II (1974). Michael Corleone ha llegado a la Cuba de Batista para cerrar un gigantesco negocio con su rival Hyman Roth. La isla del filme es un botín listo a ser cosechado por Roth y sus asociados. Pero durante su recorrido por La Habana, Michael se encuentra con una redada militar. De la fila de civiles puestos contra la pared, un hombre corre hacia el jefe del operativo y grita "¡Que mueran los batistianos, viva Fidel!" antes de detonar una granada que los mata a ambos.

Los estadistas deben mantener la vida privada detrás de un velo de discreción, creía Fidel Castro.

Esta imagen perturba a Michael. Mucho más que la figura de Hyman Roth, un mafioso temible pero perteneciente a un mundo que los Corleone pueden entender. La revolución, en cambio, es un territorio desconocido. Los soldados, explica Michael más tarde, pelean por un sueldo. Los rebeldes, por otro lado, pelean por una idea. Hyman Roth le pregunta qué conclusión saca de eso. "Que los rebeldes pueden ganar", dice Michael.

Ninguno de los dos es capaz de entender los alcances de esa frase hasta que es demasiado tarde y la isla que iba a ser el paraíso de la mafia termina expulsándolos en medio de la noche. El resto del drama capitalista de los Corleone (una familia donde los lazos de sangre se han cruzado con los compromisos financieros por décadas) se resolverá en suelo estadounidense. Cuba será, en el resto de la saga de El Padrino, el lugar donde Michael atisbó, por un minuto, una visión que lo desconcierta: personas dispuestas a morir no por dinero o lealtad a un patrón, sino por devoción a una idea. Un hombre formado en un mundo donde todo se compra, se cruza brevemente con quienes soñaron una vida donde nada tuviera precio. De la larga lista de burlas, ataques y guiños que Hollywood le hizo a Castro y a su régimen, este debe ser el más memorable de todos.