GUSTAVO CERATI tenía algo que tienen pocos en el mundo de la música: su presencia era fuerte. Cuando se paraba sobre el escenario, él siempre "estaba". Era un frontman que a nadie le era indiferente. Yo no me crié en los 80 en Chile, pero cuando llegué al país, en 1988, hubo dos bandas que me llamaron la atención, Los Prisioneros y Soda Stereo. Más allá de las diferencias de estilo entre esos grupos y de lo que representaban para sus seguidores, me gustaron porque con ellos entendí que sí se podía hacer rock cantado en español y de calidad.

Su pasado con Soda fue histórico, porque ellos fueron los primeros en hacer un tipo de música que se asemejaba a la música que todos escuchábamos a nivel internacional. Y me acuerdo de las críticas que les hacían, que sonaban demasiado foráneos y que querían parecerse a The Cure, además de las ropas y los peinados y de las insinuaciones de que eran homosexuales o cosas típicas de la prensa de esa época. Creo que, de alguna manera, se les castigaba por la estética, pero su éxito era tan grande que con el tiempo a sus detractores no les quedó otra que reconocerles todos sus méritos.

En ese sentido, tener la corriente en contra fortaleció a Cerati. Lo hizo más fuerte para seguir en lo suyo le gustara a quién le gustara y demostró que el prejuicio, a la larga, fue una gran tontera, porque su talento era un talento grande, de verdad, no sólo como compositor, sino también como guitarrista y cantante.

Su legado es indudable y nunca tuve dudas de sus capacidades. Nos conocíamos de hace mucho tiempo, pero nunca fuimos amigos. Sin embargo, siempre lo admiré. Particularmente por eso de querer reinventarse, de atreverse con otros ritmos, como hizo en Bocanada, un disco que tengo y que escucho regularmente, como Canción animal, de Soda Stereo.

Creo que eso hablaba muy bien de él: que no se repitiera ni que viviera del pasado. Que siempre encontrara un nuevo motivo para seguir admirándolo. Para seguir existiendo.