Para Fernando Botero (1932),  todo comienza y termina en Medellín.  En esa ciudad nació,  comenzó su carrera artística y, tras un largo periplo europeo, fue allí, en sus raíces, donde encontró el particular sello de su pintura. Esos personajes regordetes y coloridos con los que se hizo famoso son los que lo conectan con los recuerdos de su infancia, ya que a pesar de que mantiene residencias en Mónaco, París y Nueva York, la pintura de Botero sigue siendo totalmente latinoamericana. En Medellín fue también donde el pintor decidió  dejar su legado más importante. Específicamente en el Museo de Antioquia, al que ha hecho ya  nueve donaciones: 188 obras que constituyen la colección más grande que existe de Botero en museos del mundo.

El último regalo lo hizo en 2012. Para su cumpleaños número 80, entregó al museo su última producción, la serie Vía Crucis, donde plasma la vida de Jesucristo, sin dejar de lado su irónica mirada de la sociedad contemporánea. "Esta serie es especial, porque es la única de nuestro acervo que tiene la flexibilidad de itinerar. Botero pidió que sus donaciones anteriores estuviesen en permanente exhibición, por eso el tercer piso de nuestro museo lo dedicamos por completo a su obra", explica Nydia Gutiérrez, curadora del Museo de Antioquia, en Medellín.

Por estos días, la curadora venezolana se encuentra en Chile afinando justamente los últimos detalles de la exposición Vía Crucis, la pasión de Cristo, que se abre el miércoles en el Centro Cultural Las Condes y que reúne 27 óleos y 34 dibujos del artista colombiano mejor cotizado del mundo, con obras en museos como el Metropolitan y Guggenheim de Nueva York y en el Vaticano.

Vía Crucis llega justo después de la serie que el pintor realizó sobre las torturas de Abu Ghraib y que  se exhibió en Chile, en 2012, en el Museo de la Memoria. De nuevo el pintor se aleja de la pintura más amable. Si bien Vía Crucis tiene un pie firme en la historia bíblica, Botero hace guiños a la sociedad actual. En Crucifixión, pinta a un Jesús de piel verdosa clavado en la cruz, con el neoyorquino Central Park como telón de fondo; o en El beso de Judas, el apóstol traidor viste un pantalón moderno y  un reloj en la muñeca. Para Botero, los temas son excusas para ejercitar su destreza o para poner en el tapete reflexiones sobre los valores que cruzan a la sociedad contemporánea.

"Hasta el siglo XIX, los temas religiosos eran algo muy común en el arte, pero luego perdieron vigencia. Lo que hace Botero es rescatar este tema. El deja claro que lo suyo no es una lectura de la historia sagrada, sino una recreación de la ferviente cultura colombiana, donde las procesiones y la celebración del Vía Crucis eran ritos de su infancia", señala la curadora. "El gran logro de Botero en el arte del siglo XX fue asumir las premisas de la pintura moderna sin perder los nexos con su cultura natal".

UN FENÓMENO

Madrid y Florencia fueron los centros formativos del colombiano en los años 50, donde   se transformó en un dibujante prolijo, influido por el arte renacentista italiano. Sin embargo, su impronta la modelaría a su regreso a América. En 1955, Botero llega a México y comienza su coqueteo con lo volúmenes y el color, mirando el trabajo de los muralistas David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Para 1960 ya había decidido instalarse en Nueva York, donde la acogida no fue inmediata.

En pleno auge de la abstracción, una curadora pondría atención en la obra de Botero: Dorothy C. Miller, especialista del MoMa, intervino para que la institución adquiriera la versión rolliza e infantil de la Mona Lisa, hecha por el colombiano. Fue el punto de partida de una carrera brillante, que no ha parado de crecer en elogios, muestras y ventas: sus obras se cotizan por encima del millón de dólares en subastas públicas.

"Botero es un fenómeno cultural en Colombia, es muy querido más allá del campo del arte, donde las posiciones sobre su obra sí son más variadas. Para Botero, formar escuela es complicado, porque su lenguaje es tan singular, que quien pretenda seguirlo termina siendo un imitador", dice la curadora.

Lo que sí ha hecho Botero, con una producción de más de tres mil óleos y 300 esculturas, es dejar un legado concreto en su tierra natal. En 1996, el pintor donó 800 mil dólares para la remodelación del Museo de Antioquia y parte de su acervo, compuesto de obras propias y de otros artistas, como Rodin, Roberto Matta, Joan Miró, Wifredo Lam, Max Ernst, entre otros.

En 2000, el museo se mudó a una nueva sede, el antiguo Palacio Municipal, al mismo tiempo que el pintor inauguraba el Museo Botero en el centro histórico de Bogotá, con una donación de más de 100 piezas de su autoría. "Ha sido muy generoso y para los artistas también es un ejemplo de que el profesionalismo y la constancia tienen su recompensa", concluye Nydia Gutiérrez.