Caldera, hervidero, polvorín, estallido. Los conceptos más habituales explotados por las crónicas de conciertos para ilustrar fervor parecían firmar la retirada: ayer, a las 20.30 horas, media hora antes del inicio formal de la primera vez de Bruce Springsteen (63) en Chile, el Movistar Arena lucía apacible y con varios vacíos en cancha y plateas. Una imagen en sincronía con la popularidad relativa que el estadounidense ha tenido en el país, lejos de la reverencia masiva que despierta en Inglaterra, España o su propia tierra.
Eso sí, ese escenario algo árido, que finalmente logró verse más voluminoso con el arribo de 8 mil personas, según los organizadores, no logró sabotear una sensación muchísimo mayor: la de presenciar el espectáculo más sólido e intenso que ha pasado por la cartelera local durante esta temporada. De hecho, cuando "el Jefe" saltó a escena, con cerca de 40 minutos de retraso, los vacíos de público asomaban apenas como un mal chiste. Sinceramente, dio lo mismo.
El propio cantautor y su E Street Band, integrada por 13 músicos y tres coristas, lo sintió de igual manera y, como un golpe que no deja espacio a dudas, despachó de inmediato dos composiciones de su álbum más reciente, We take care of our own y Wrecking ball, mientras que el primer abrazo pleno y cómplice con el respetable vino con la setentera Badlands, la que incluyó un coro masivo y el correteo del artista por ambas esquinas del escenario. Si la temperatura del Movistar Arena crecía, el ardor en el caso de Springsteen era literal: como los cracks del fútbol que mojan la camiseta desde el pitazo inicial, el hombre de Nueva Jersey ya lucía sudado y empapado, reacción amplificada por las dos pantallas del recinto.
"¡Hola Santiago! Es bueno verte finalmente", regaló en un tropezado español. "La E Street Band ha viajado miles de kilómetros para sólo preguntarles: ¿pueden sentir el espíritu?", lanzó después, mientras leía un papel pegado en el piso, detonando la respuesta inmediata de un público que en promedio superaba largamente los 30 años de edad y que en su gran mayoría llegó movido por la curiosidad de mirar de frente a una leyenda, mientras que los devotos más acérrimos se ubicaron en las primeras filas para desplegar el ritual de los carteles y los pedidos de temas a distancia. La química ya estaba servida.
Un vínculo profundizado pasada las 22 horas, mientras despachaba el quinto tema, Spirit in the night, y cuando se dirigió junto a su saxofonista, Jake Clemons, hacia el espacio que dividía cancha normal del sector preferencial. Ahí, mientras se movía entre los palmotazos ansiosos y los abrazos fugaces, besó a una joven y se lanzó de espaldas sobre el público, trasladándose de vuelta al escenario por sobre un mar de cabezas, en una de las postales más memorables regaladas por una figura foránea en un evento local.
Ya en la segunda mitad, el cantautor se atrevió con Atlantic City, Born in the USA, Born to run, Because the night, The river, Waitin' on a sunny day -que cantó con una chica de la audiencia- y un homenaje a Víctor Jara con Manifiesto, en español, y que provocó el agradecimiento masivo de los presentes. En Dancing in the dark, además, subió a seis asistentes -cinco mujeres y un hombre- y bailó con ellos, los abrazó y hasta a una de ellas le dio una guitarra acústica para que tocara. Pese a los tropezones en la convocatoria, "el Jefe" les había cumplido a todos y con más de tres horas y media de show. Y, ahora sí, caldera, hervidero, polvorín y estallido se podían usar con propiedad en una crónica como ésta.