Bullying: Historias de adultos que sufrieron de violencia escolar
El bullying en la infancia es una experiencia que marca de por vida. Ser víctima de golpes y burlas de parte de compañeros y profesores deja una marca imborrable. Lo que sucede en el colegio nunca se olvida, para bien o para mal.
CRISTÓBAL, 45 AÑOS, EJECUTIVO FINANCIERO: "LO QUE MÁS DUELE NO SON LAS BURLAS DE LOS COMPAÑEROS, SINO LA INDIFERENCIA DE LOS ADULTOS
"Tengo el tema superado… aunque no tanto". Esta duda está presente en toda la conversación con Cristóbal F., de 45 años, ejecutivo de una empresa financiera, cuando habla del acoso que sufrió durante su época escolar.
Hasta los 35 años no hablaba del asunto. Una conversación con el sicólogo por otros temas sacó a flote lo que estaba guardado desde kínder: él, como muchos otros adultos, fue víctima de burlas, y no sólo de sus compañeros, también de sus profesores. No lo había olvidado. A pesar de que fue hace más de 30 años, recuerda todo, especialmente a su profesora de educación básica: "Era una de las más crueles, se burlaba siempre de mi estatura y de mi delgadez y, más encima, lo disfrutaba".
Su etapa escolar fue una pesadilla, una tortura que comenzaba todos los años cuando los hacían formarse desde el más chico al más grande y él siempre quedaba al comienzo de la fila. "Sal de acá, enano -me decían-, y, a continuación, venía una lluvia de garabatos".
Como era el más bajo y el más flaco, se habituó a ser invisible para evitar la humillación. Nadie lo invitaba a participar en los partidos de fútbol (hasta hoy no le gusta ese deporte, por lo mismo). Luego fue él mismo quien se marginó, porque tenía miedo de que le pasaran un gol, o errar un penal y caer aun más en desgracia con los líderes del curso, esos que contaban con un séquito de alumnos dispuestos a reírse de él.
Cristóbal estudió en los años 70 en un colegio católico de hombres del sector oriente de Santiago. Aunque iba todos los días con un nudo en el estómago y nunca fue feliz ahí, terminó su cuarto medio en el mismo lugar y bajo las mismas burlas. "No le podías decir a tus padres, ni a los profesores. Lo que más me duele ahora no son las burlas de los compañeros, sino la indiferencia de los adultos".
Hoy tiene dos hijas de 11 y 13 años. Por lo que vivió, se considera sobreprotector con ellas y está atento a todo lo que puedan ser posibles señales de abuso. Aunque nunca les ha contado el motivo. Incluso una vez hizo que despidieran a una profesora porque tenía problemas con su hija, aunque por motivos opuestos a los que él vivió. "Un día le dijo a mi hija 'usted cree que porque es rubia y bonita lo consigue todo'. Me pareció una falta de respeto y, además, una discriminación, por algo que no tiene que ver con lo académico". Aclara, eso sí, que no avala cualquier cosa: si hay problemas de comportamiento o notas "la profesora tiene derecho a llamarles la atención".
La historia de Cristóbal dio un giro cuando salió del colegio: "Cuando salí fui feliz, dejé de ser el patito feo. Empecé a cambiar, sólo porque ya no había nadie diciéndome lo bajo, flaco o feo que era". Empezó a creer, por primera vez, que no tenía todos los defectos que sus compañeros le endosaban.
El cambio surgió luego de pasar un año en Estados Unidos, donde era un desconocido más. Tanto cambió que, de no hacer deportes, pasó a entrenar cinco veces a la semana en un gimnasio. "Cuando nadie me evaluaba, descubrí que me gustaba mucho hacer deportes", actividad que había anulado de su vida. Su cuerpo se engrosó, aparecieron los músculos y también mejoró la autoestima. Dejó de ser "el Papelucho" que recordaban sus ex compañeros y cuenta, con orgullo, que hoy se ve más joven que sus amigos de la misma generación.
A los 10 años de egresar del colegio, los compañeros se reunieron. Cristóbal recuerda que fue un desastre. Aun con 28 años, los abusadores seguían recordando las burlas y sus víctimas tuvieron que aguantar que se volvieran a dar un festín con las anécdotas de la infancia. Pero las cosas cambiaron en la reunión de los 20 años. Cristóbal apareció con su nuevo físico y, aunque dice sonriendo que no lo buscaba, fue la envidia de sus compañeros, que no entendían dónde estaba el flaco que recordaban. "Cerré una etapa, el tono fue distinto. Todos fueron simpáticos y estaban sorprendidos de mi cambio".
Su señora le pregunta por qué va tanto al gimnasio. "Le contesto que debe ser por mi trauma del colegio… algo debe haber", dice, volviendo a sembrar la duda.
CAROLINA, 34 AÑOS, EJECUTIVA DE EMPRESA MUTINACIONAL: "ELLOS SIGUEN PENSANDO QUE NO ERA PARA TANTO"
Carolina chatea de vez en cuando con una de las compañeras que más la agredió verbalmente cuando estaba en un colegio de niñas en el sur del país, en los años 80. "Nunca hemos hablado del tema, hay cosas que no vale la pena recordar. Seguramente ella no sabía el daño que me estaba haciendo", explica.
Hoy, ambas tienen 34 años. Para Carolina no ha sido fácil superar sus traumas. Ella es ejecutiva de una empresa multinacional, tiene un hijo y vive con sus padres. Hace sólo un par de años y gracias a una terapia sicológica, ha podido retomar los dolores que estaban en su infancia y que han marcado gran parte de sus decisiones adultas.
Su historia está marcada por las enfermedades. Cuando pequeña, tenía asma y pasaba por constantes crisis. Al principio sus profesores la sobreprotegían y eso enfurecía a sus compañeras, que le ponían apodos como "chupamedias" y le decían a la primera ocasión que podían que inventaba sus crisis para llamar la atención. Por su enfermedad, tenía prohibido jugar y pasaba los recreos sin compañía.
Sin amigas y con conflictos familiares -su padre la golpeaba a ella y a su hermana- recuerda la etapa escolar como años muy solitarios.
Todo el mundo de la pequeña Carolina estaba mal. Su casa era un lugar inseguro debido a la violencia intrafamiliar y el colegio, que podría haberla contenido, la rechazaba. Como su familia era conocida en la ciudad, esos temas no se hablaban.
Incluso, hasta ahora no ha podido conversar con sus papás y su hermana. "Ellos siguen pensando que no es para tanto", dice.
La guinda de la torta de su sufrimiento escolar llegó en quinto básico. Cuando en Biología les explicaron que un cigoto era el equivalente a un huevo, su amiga -la del chat- la bautizó como cigota. "Era una forma creativa de decirme huevona". Fue su sentencia de muerte. El apodo le duró hasta primero medio, cuando la expulsaron por mal comportamiento: como la molestaban tanto se puso agresiva y rebelde y el colegio de congregación religiosa donde estudió no toleró su mal comportamiento, sin reparar en que era un intento desesperado por que la vieran y la quisieran.
Actualmente, Carolina tiene un hijo de tres años, que ingresó a playgroup. Cuando tuvo que buscarle un colegio, recordó su historia y lo matriculó en uno internacional, donde hubiera respeto por la diversidad y no importara ni el aspecto físico ni las creencias religiosas. Pero le ha costado criarlo fuera de los márgenes de una sociedad que -dice- valida la agresión como medio de defensa. "Tengo amigas que dicen que sus hijos son tímidos y que les están enseñando a dar el primer golpe. Yo le enseño a mi hijo a que si tiene un problema lo hable con los adultos, y si ve a un compañero llorando le pregunte qué le pasa". Esto ha hecho que su círculo cercano le diga que está criando a un "niño mamón". Pero ella cree que es un buen método para que el pequeño esté fortalecido en caso de que le suceda lo mismo que a ella: "Antes no éramos tan 'avispados' como los niños de ahora. Hoy sólo me queda, después de mucha terapia, perdonar y perdonarme por lo que pasó en esos años".
El tema es tan importante, que incluso se ha atrevido a contarlo en público. Una vez, cursando un diplomado en una escuela de negocios, relató su historia ante unas 60 personas, que nada sabían de ella. "Se me acercó gente llorando, a decirme que habían pasado por lo mismo y que nunca se habían atrevido a contarlo", recuerda. Según dice, ha conocido a muchos adultos que han sufrido de bullying y que no se dan cuenta de sus efectos a largo plazo: "Son los que se dicen normales, pero a la hora del taco se insultan a grito pelado en la calle".
LOS EFECTOS DEL BULLYING A LARGO PLAZO
Hasta hace poco se pensaba que quienes sufrían de bullying y quienes agredían en el colegio olvidaban todo al egresar. Que lo vivido quedaba en la categoría de "cosas de niños". Pero estudios recientes afirman lo contrario.
Uno de ellos, desarrollado por Nicholas Carlisle de la asociación No Bully de EE.UU, estudió los posibles efectos entre 14 jóvenes de 23 años víctimas de agresiones. La mayoría señaló sufrir efectos de largo plazo, como sentirse avergonzados siempre, tener la creencia de que se es desagradable ante los demás, ansiedad en situaciones sociales, dificultades para manejar la ira, pensamientos de venganza y asegura que los profesores que pasaron por esta experiencia en la niñez son más eficaces para combatirla posteriormente.
Muchos agresores tampoco superan sus actitudes cuando crecen. Un estudio noruego, conducido por el sicólogo Dan Olweus, asegura que el 60% de los estudiantes clasificados como agresores entre sexto básico y primero medio, tienen uno o más antecedentes policiales a los 24 años.
LAS SEÑALES QUE DELATAN LA VIOLENCIA
Francisca Martínez y Paola Corte trabajan el programa Paso Adelante, para desarrollar la inteligencia emocional, en varios colegios de Santiago. A partir de su experiencia, dicen que un niño agredido siempre da señales de estar sufriendo.
En general, estos niños se aíslan, tienen pocos amigos y evitan andar solos por ciertos sitios del colegio, como baños o patios. También, rehúyen conversaciones sobre el colegio, o se niegan a ir a clases.
Los agresores son más difíciles de descubrir, "porque manipulan las situaciones cuando llegan los adultos", dice Martínez. Son niños que incluso son estimados por su entorno, porque pueden tener dotes de liderazgo.
Los factores familiares pueden ser un predictor de futuras conductas agresivas. Martínez señala que hay dos tipos de familia que son nocivas: las "ladrillo" y las gelatina". Las primeras son aquellas en las que lo que dicen los padres es ley siempre. El niño puede replicar el modelo autoritario en el colegio y convertirse en agresor.
Las familias "gelatina" son las que tienen reglas ambiguas. "Un día lo dejan salir sin problema y al otro lo controlan demasiado". También suelen ser padres que ofrecen premios por ciertos comportamientos. Estos niños sienten que todo es negociable y pueden caer en la misma lógica, diciéndoles a sus compañeros "no te molesto si haces lo que yo te pido".
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