Después de pasar los primeros dos tercios de su vida en el templado Caribe -de padre costarricense y madre puertorriqueña-, Carlos Fonseca (1987) se trasladó a los fríos rigores de la academia estadounidense. A los 18 años partió a estudiar Literatura Comparada en la Universidad de Stanford para luego seguir con un doctorado en la de Princeton, donde fue alumno destacado de Ricardo Piglia.

Para no alejarse del frío, ahora vive en Londres, como parte de su carrera académica: es investigador y profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Cambridge. Antes de su traslado, escribió y presentó (también con la ayuda de Piglia), en la editorial Anagrama, el manuscrito de su primera novela, Coronel Lágrimas. Ahora está embarcado en otro proyecto: “Estoy trabajando en una segunda novela que espero terminar pronto, una novela sobre las fantasías políticas que el extranjero proyecta sobre Latinoamérica”.

Como desafío formal, como artefacto, Coronel Lágrimas es ambiciosa. Pretende narrar un solo día en la vida de un extraño anciano, sabio y ermitaño, que lleva algunos años viviendo en los Pirineos, dedicado a una tarea no menos extraña: hacer la “gran historia” con “hechos mínimos”. Escribe un proyecto autobiográfico mediante un catálogo de vidas ajenas. También ha realizado una labor de archivo, que recuerda a la de Bouvard y Pécuchet: un “almanaque de postales, diccionario de disparates”, titulado Los Vértigos del Siglo, cuyo propósito es “fijar la memoria universal en códigos numéricos”.

Como cuenta en una nota al final del libro, Fonseca se ha basado libremente en la vida del matemático Alexander Grothendieck, quien también se retiró a la soledad del eremita y, de hecho, la fórmula que aparece destacada en el libro, es de él.

En el trasfondo de la vida del Coronel se deja ver la historia europea del siglo XX: la Revolución rusa, la Guerra Civil española, Mayo del 68. Para darle una dimensión latinoamericana, aparece México: allí nace el Coronel y de allí es un seguidor con quien mantiene una relación epistolar. ¿Por qué México?: “Quería narrar desde un lugar que no conociera, desde un lugar que sólo conociera por enciclopedias y libros de historia. La historia de México me pareció un punto de partida fascinante”, señala Fonseca.

En realidad, no es lo único latinoamericano, pues también figura el recuerdo afligido de una antigua amante caribeña abandonada que asoma un lamento personal de su autor: “La amante mulata es un poco mi propia añoranza del Caribe, la culpa de todavía no haber vuelto”, señala.

Fonseca no siente la angustia de las influencias: “Escribo desde las influencias, muy a gusto con ellas. Mi autor favorito es Faulkner, pero creo que la novela trabaja más con tres autores que me parecen fundamentales: Italo Calvino, Georges Perec y Borges”.

Es probable que también figuren en su panteón los autores del estilo madarín  estadounidense (Donald Barthelme, Thomas Pynchon o Don Delillo), pues la novela roza el vértigo del abigarramiento: se acumulan en ella inteligencia, datos científicos (el Coronel sufre de prosopagnosia, una rara enfermedad que le dificulta reconocer rostros), anécdotas históricas recónditas, símbolos que se escurren, referencias de cultura popular y no tanto (desde Nino Bravo a François Truffaut), trucos de perspectiva, detalles extravagantes (el protagonista lee un libro sobre toreros enanos y soñó con proezas de funambulista).

Recordando a Marx (mencionado como “algún barbudo”), el narrador plural (un nosotros) de Coronel Lágrimas, que vigila de cerca al protagonista, dice que la historia se repite primero como tragedia, y luego como farsa. La vida del personaje, señala, requiere un nuevo género, “una especie de farsa trágica que anula las distinciones entre lo cómico y lo trágico”. La historia es trágica, sin duda, un día en la vida de un anciano solitario, que ha renunciado al mundo, pero más apropiada parece la idea de John Mortimer, el abogado y escritor inglés: “La farsa es tragedia interpretada a mil revoluciones por minuto”.