Conmigo pasa algo curioso: la gente siempre me encuentra más inteligente de lo que yo me percibo a mí misma. Puede ser porque me ven matea, pero eso no es tan así. En el colegio era de las que tenía promedio 6,1 –una buena nota, pero no fantástica- y se instaló esa idea. Mi impresión debe haber estado alterada porque mis dos hermanos siempre fueron de promedios mucho más altos.

Sabía que lo mío iba por el humanismo, las letras y el arte. Lo supe cuando en el colegio británico en el que estaba fui a un taller de teatro, de literatura y, en el último año escolar, entré al de cine. Esas tres cosas me atraparon. Eran las que quería hacer. Pero aunque busqué la forma, no se pudo. Recuerdo que cuando tenía 14 años mi hermana les dijo a mis padres que estudiaría teatro, lo que causó un conflicto familiar así es que no me atreví a seguir esa carrera. Cuando volví a tener el impulso, pasó otra vez: mi hermano, que es una lumbrera, se cambió de ingeniería comercial a sociología y yo, una vez más, no me atreví a decir cuáles eran mis pretensiones académicas.

En paralelo, me uní a un movimiento católico que ponía mucho énfasis en la pobreza. Me aferré al legado del padre Hurtado, lo estudié, lo seguí, y me preocupé con mayor atención de los niños porque vi niveles de violencia intrafamiliar que desconocía y me impactaron. Con tantos estímulos, a la hora de elegir mi carrera pensé: ¿qué sería lo mejor para estos niños que yo estudiara? Entonces, entré a sicología.

Los años pasaron sin sobresaltos. De a poco fui afirmando mi interés por los niños. Estudié el abuso sexual infantil y el silenciamiento de los niños. Trabajé en un centro del Sename al que llegaban casos de violencia graves. Pensando en cómo aportar, me fui becada a París y posteriormente a un magíster en Londres –también becada– para trabajar en Chile en políticas públicas y crear un programa que les diera voz a los niños. Siempre he sido estudiosa, así es que no se me hizo difícil.

Las ganas de hacer un doctorado vinieron mientras hacía la tesis del magíster porque me entretuve mucho. En 2015 me gané una Beca Chile para hacer el doctorado en Políticas Sociales en la Universidad de Edimburgo, Escocia.

Estando allá quise retomar los intereses que había dejado botados y entré a un taller de teatro, uno de literatura y otro de cine. Me puse de lleno a hacer el doctorado, pero también encontré mi propia sensibilidad del lado de la escritura y creación y empecé a enganchar con la Catalina del colegio. Entré a una agencia de extras buscando hacer algo entretenido y terminé siendo extra para Trainspotting 2. Eso me removió las ganas de actuar. Terminé en un taller de cine. Ahí ya se me empezó a enredar todo: quería hacer algo con políticas de infancia en mi tesis de doctorado, pero no avanzaba. Al principio mi supervisora me decía que era normal, que le diera, que siguiera. Yo le hacía caso. Pero en septiembre del año pasado tenía que dar un examen para el que no estaba preparada y lo aplacé y me vine a Chile a pasar la Navidad con mi familia.

El problema fue volver al doctorado. Lo empecé a pasar mal, porque me di cuenta de que cada vez me interesaba menos. En paralelo, las cosas que estaba descubriendo me tenían mucho más apasionada. Pero ya estaba en el doctorado, tenía una beca y un compromiso.

Me fui forzando, pero me empecé a deprimir cada vez más. Mi tesis no avanzaba y me angustiaba. Ahí tomé conciencia de que había cambiado. Me vino una revolución vocacional. Yo ya no era la misma. Pese a eso, traté de seguir con el doctorado.

Hasta que no pude más. Asumirlo fue doloroso. Sentí que estaba desilusionando al resto, pero sobre todo a mí misma. Pensé que me estaba boicoteando y que además estaba fuera de mi control. Yo no quería ser esa persona, así es que busqué ayuda. Contacté a la sicóloga con la que me había hecho terapia en Chile. Me sentía atrapada. En un minuto llamé desesperada a mi mamá. "Catalina, ¿qué quieres que haga?, ¿que me tome un avión mañana y me vaya?", me dijo irónicamente. Yo le dije que sí, que eso era lo que necesitaba, que no podía más. Y mi mamá fue lo máximo: Tomó un avión y llegó el domingo siguiente. Al verme su cara de preocupación, que trató de esconder, me hizo darme cuenta de lo mal que yo estaba. Ahí decidí renunciar al doctorado.

A principios de este año tomé la decisión y llegué a Chile hace menos de dos meses. Fue muy difícil. No es llegar y dejar la cosa tirada, sobre todo cuando pensaba en que estaba estudiando con plata de todos los chilenos. Pero Conicyt tiene excepciones cuando hay enfermedades de por medio, y este era el caso, porque estaba realmente deprimida.

No ha sido fácil. Estoy en pelota y eso es distinto a los 18 que a los 37 años. Esto es como volver a la adolescencia y volver a encontrarme conmigo misma. Estoy necesitando harto cuidado. Actualmente vivo con mis papás y no tengo proyectos laborales concretos. Pero sí estoy buscando una manera viable de hacer lo que quiero: estudiar cine y hacer teatro. Por lo pronto, voy a tomar un taller en la Escuela de Cine Chilena y estoy juntando plata para hacer un buen curso.

No tengo la más remota idea sobre cómo me va a ir, pero no creo que me arrepienta. Aprendí que no se puede hacer otra cosa sino que ser fiel a uno mismo. Realmente, no se puede.