Mi hermana se enfermó a los 21 años, cuando estaba terminando de estudiar educación física. A veces había que meterla a la tina caliente para que pudiera moverse. Yo en cambio era sana, no tomaba ni paracetamol, y al verla sufrir tanto, alguna vez pensé: "¿y si a mí me doliera la mitad?".
A los 35 tuve los primeros síntomas, pero me hice la tonta. Un día de 2009, un dedo rígido. "Seguro me pegué". En invierno las manos se me congelaban y se me ponían azules. "La mala circulación". Tenía dolor persistente en el cuello o la espalda. "Es que estoy estresada". Es tanta la ceguera. No es normal vivir con dolor. Si una persona lo siente por más de diez días, tiene que ir al médico. Luego fue el pecho. Subía una escalera y llegaba sin aire. "Es la angustia porque mi papá se está muriendo de cáncer". Una noche en que me sentí muy mal y amanecí casi sin poder respirar terminé en Urgencias. Pensaron que era crisis de pánico hasta que un cardiólogo vio que tenía una inflamación alrededor del pericardio y mi corazón estaba completamente comprimido.
Estuve diez días hospitalizada y vinieron seis meses de exámenes, porque no hay uno específico para la artritis. En junio de 2010 me confirmaron que tenía esta enfermedad autoinmune, que no se sabe bien por qué da. Una parte del sistema inmune, no te reconoce y en vez de protegerte, te ataca. ¿Qué? Las partes blandas del cuerpo. El síntoma más común es la inflamación articular: dolor y rigidez, pero también puede inflamar otros órganos, como me pasó con el corazón. Lo peor es la fatiga. Podría poner la cabeza aquí y dormir hasta mañana.
Desde el comienzo mis síntomas fueron invalidantes. Nunca más pude tocar guitarra o usar tacos, solo zapatillas, tuve que cambiar todas las manillas que giran de la casa y poner de las que se levantan. Diseñé un sistema en el baño para que no me doliera tanto al levantar los brazos y poder vestirme sin ayuda. Lo peor son las mañanas, el dolor puede ser muy intenso, fatal.
La mayoría de la gente logra controlar la enfermedad con los medicamentos del AUGE. Yo no. Me subían las dosis y empeoraba, hasta que en 2012 quedé en cama, mi pareja, Iván, tenía que llevarme al baño en brazos. No podía usar el computador, así es que lo cambié por un iPad, y las dos primeras semanas sólo jugué Angry Birds. Jugaba todo el día y ni siquiera avanzaba etapas. Después empecé a investigar y aprendí todo lo que pude sobre la enfermedad.
Cuando la isapre aceptó financiarnos a un grupo de pacientes, el 80 por ciento de una segunda línea de terapia, la biológica, que en ese entonces costaba como un millón doscientos mil pesos al mes, me cambió la vida. A los dos meses podía bajarme sola de la cama. Ahora cada día es distinto y a veces hago crisis, pero me pincho yo misma una vez a la semana y puedo funcionar.
Cuando me enfermé llevaba varios años trabajando en gestión en salud. Primero en el Hospital de Curacaví y luego como directora de un consultorio en Santiago. Me encantaba, pero ya no puedo tener un trabajo con contrato por 44 horas, porque no sé cómo voy a amanecer. Tenía que reinventar mi vida con esta condición, así es que renuncié y pedí un crédito para vivir.
Iván es músico y cuando yo estaba en cama le encargaron la música para un flashmob, y resultó que era para la artritis. Así me vinculé con otros pacientes y cuando estuve mejor empecé a trabajar con ellos, a ir al Senado, a los medios, a las marchas. Siempre sentí que era una privilegiada: no soy hija de Luksic pero mis redes me han permitido llevar esta enfermedad mejor que gran parte de los chilenos. Con mi hermana, que ha sido mi gran apoyo y complemento, pensamos que teníamos que extender esas redes a más, y creamos la fundación Me Muevo. No pensé la cantidad de trabajo que significaría pero logramos constituirla hace tres años y el pasado trabajamos a fondo en la ley Ricarte Soto.
Me gustaría que la fundación fuera mi pega, pero tengo que vivir, así es que paralelamente partí haciendo cosas en distintas organizaciones ligadas a la salud. Me empecé a encontrar mucho con el concepto de automanejo, del paciente experto, que no es el que busca en Google, ni el que se opone al médico. Es la idea de que doctor y paciente son los dos expertos. El reumatólogo en los medicamentos, tratamientos, diagnósticos. Yo en mí misma. Soy la única que sabe cómo me duele, y qué es lo que quiero hacer. Muchas veces no se toma en cuenta que hay distintas actitudes frente al riesgo en salud y que yo puedo estar dispuesta a hacer algo que otro no.
En julio de 2014 el director del Servicio de Salud Metropolitano Occidente me invitó a trabajar ahí, desde la perspectiva de paciente experto. Meses después partí a hacer un curso de entrenamiento en automanejo en la Universidad de Stanford, y hoy tenemos una escuela para pacientes crónicos del sistema público de distintas comunas. Son talleres de seis semanas en que les enseñamos a manejar la incertidumbre con que vive un paciente, a anticiparse a situaciones, a detectar y cortar una espiral de síntomas negativos. Vivir con dolor crónico puede ser angustiante. Si no estás alerta, te aplasta. Por eso, hay que tener muchos recursos: amigos, familia, música, libros, imágenes. Yo me he vuelto experta en volver a empezar: hace dos meses estaba feliz nadando dos mil metros, vino una crisis y aquí estoy otra vez empezando con 25. Hay que respirar y seguir, no más.
Los programas de automanejo te ayudan a confiar en ti, a creer que tienes habilidades para manejar tu condición en lo médico, emocional y social. Me acuerdo especialmente de una persona con párkinson que no salía de su casa. Cuando terminamos el taller dijo que le había perdido el miedo a hacerlo. Para mí, ese es el mejor resultado en salud de la vida.
*Cecilia Rodríguez es directora ejecutiva de la Fundación Me Muevo y coordinadora de la Escuela de Pacientes en el Servicio de Salud Metropolitano Occidente. (crodriguez@memuevo.cl)