Tantos peces anaranjados como muertos anónimos, hasta formar un cardumen. Cientos de cuerpos de hombres y mujeres, compatriotas sin nombre ni historia. Muchos de ellos, sino todos, reducidos a un rótulo numérico y un final en común: "Muerte por asfixia por inmersión", arrojan los informes del Instituto Médico Legal chileno. Afuera, las calles mudas: un país sigue paralizado por un régimen que aún no afloja y que se llena de uertos como un cementerio a cielo abierto.
El 12 de diciembre de 1986, a tres meses del atentado al General Augusto Pinochet que pudo torcer el destino de la historia reciente de Chile, Ramón Griffero (1954) estrenó 99 La Morgue, la tercera entrega de una tetralogía malentendida y popularmente citada como una serie de tres partes, precedida por Historias de un galpón abandonado (1984) y Cinema Utoppia (1985), y que terminaría recién en 1995 con Río abajo. El director de entonces 32 años había retornado al país en 1983 tras partir al exilio una década antes, primero a Londres y luego Bélgica, en Bruselas.
Aunque sus primeros pasos como universitario lo guiaron hacia el campo de la sociología, durante sus años lejos se convenció de estudiar cine. Estaba en eso, a poco de egresar, cuando notó que aún no sabía cómo dirigir actores frente a cámara. "Necesitaba aprender a dirigirlos y, ya ves, terminé dedicando mi vida a esto", recuerda Griffero hoy, 30 años después de su retorno definitivo a Chile y al interior de una vieja sala de reuniones en el Círculo de Periodistas, en calle Amunátegui. Un piso más abajo, en el mismo edificio, sobre el escenario del Teatro Camilo Henríquez, los técnicos trabajan contra el tiempo: desde mañana y por primera vez, repondrá esa obra que imaginó a este mismo país, el de años atrás, convertido en una morgue durante los días de la dictadura militar.
"Creo que solo hago teatro porque cayó un régimen en Chile. Nunca imaginé volver aquí a resistir haciendo cine u otra cosa, hubiese sido inútil. La única opción era el teatro, y por esos años mi pareja -el escenógrafo belga Herbert Jonckers- me dio el empujón. 'Vamos a resistir a Chile', me decía. Así comenzó todo", cuenta. Su primer atrevimiento fue en 1983, en su primera visita tras el exilio, cuando junto a Pablo Lavín, Carmen Peliecer y Eugenio Morales, Griffero llegó hasta un viejo galpón de pino Oregón ubicado en calle San Martín, a la altura del 841. El lugar había sido un liceo alemán, y ahora acogía la sede de los jubilados de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado (ETC). Pronto lo arrendaron y fundaron El Trolley, en honor a los dueños del boliche, un centro de resistencia y renovación artística, con encuentros de video arte, lecturas poéticas, muestras fotográficas, performances e instalaciones. Allí desfilarían también Los Prisioneros, Electrodomésticos, Fiskales Ad Hoc y otras bandas ícono para la cultura pop del futuro. En ese mismo galpón además, demolido hace poco, Griffero montó sus obras sin pasar por la lupa censora del régimen.
Primero fue Historias de un galpón abandonado, donde retrató a la Junta Militar al centro de una comunidad condenada al hambre y la tiranía. Un año después, Cinema Utoppia capturó el plano de un país y su pueblo dormido, protagonistas de una cinta al estilo hollywoodense. Para la tercera parte, pensó, debía sacudir al texto de metáforas y sutilezas. "Cuando volví me llamó la atención el teatro metafórico que decía ser de denuncia, pero todos estaban muy inmersos como para percatarse de lo institucionalizado que era. Hojas de Parra (1976), de Teatro La Feria, algunas obras de Radrigán y De la Parra, eran casi las únicas que se atrevían a hablar sobre estas cosas y sin rodeos. Aun así no puedo culpar al resto, ya llevaban 10 o más años de dictadura en el cuerpo y la autocensura era muy fuerte. Muchos temían", dice.
El Trolley parecía el escenario perfecto para su proyecto. "Lo abrimos a la mala, sin permisos ni nada. Era la idea, que fuese un lugar de resistencia, no un teatro que mendigara la aprobación del Ministerio de Educación. Ahí hacíamos fiestas para financiar mis obras, y varias veces llegaron automóviles y buses a allanarnos, pero los militares no entendían muy bien qué sucedía dentro. Estaban tan acostumbrados a reprimir al comunista de poncho, chascón y guitarra, que no supieron qué hacer con toda esta fauna new wave que se había tomado el centro", recuerda.
Aun así, una noche poco antes del estreno de 99 La Morgue, el director y su elenco, encabezado por Alfredo Castro, Rodrigo Pérez, Andrea Lihn y Verónica García Huidobro -la única que hoy forma parte del remontaje financiado con el Fondart a la Trayectoria con más de $ 55 millones- vivieron el allanamiento del Trolley por hombres de traje y anteojos oscuros. "Golpearon al guardia y tuvimos que ir a la Vicaría (de la Solidaridad) a denunciar lo que había ocurrido. Nos dijeron que la DINA y otros aparatos del Estado actuaban así, con avisos. Tuvimos miedo, pero nunca dudamos de estrenar".
La tarde del 12 diciembre de 1986, un Trolley repleto presenció el debut de la obra que mantuvo a su autor y director poco más de tres meses frente a una máquina de escribir, con la Guerra Fría como telón de fondo, y dando vueltas a una pila de imágenes que aparecían una y otra vez por su cabeza. La secuencia de escenas sucede al interior del Instituto Médico Legal, donde se entrelazan los sueños de sus funcionarios -y sus miedos- con la cruda verdad de los cuerpos torturados en Chile. También con la aparición de una Virgen del Carmen abatida y un Bernardo O'Higgins sin su espada. "99 La Morgue no se trata solo de la morgue. O'Higgins y la Virgen, nuestros íconos de la época, simbolizan que todos, incluso ellos, habían sido reducidos a la morgue, y eran incapaces de impedir lo que nos estaba ocurriendo. Su destino era también el nuestro: vivir y sobrevivir en la morgue", agrega.
El nuevo elenco, conformado por Paulina Urrutia, Carmina Riego, Lucas Balmaceda, Rafael Contreras, Javier Salamanca, Angeles Hernaez y Verónica García Huidobro, trae de regreso a las tablas uno de los clásicos chilenos contemporáneos. "Uno puede ver una línea, un lenguaje que ya está impreso en esta obra: la dramaturgia del espacio, la cinematificación de la escena, los planos cruzados y todo lo que generó una autoría y se convirtió en referente. No le moví ni una sola coma al texto, pero sí hubo cambios en la dirección", reconoce: por ejemplo, cada vez que un nuevo cuerpo sin identificar llega a la morgue, un pez naranja aparece en escena hasta llenarse de ellos.
"Esta es una tragedia griega. Así como en Las troyanas se habla de la destrucción de Troya, esta obra retoma el mismo espíritu y fuerza. Aquí se confrontan los problemas eternos del ser humano: la lucha entre el bien y el mal que nosotros mismos encarnamos", opina. "En Chile hay una ausencia de teatros de repertorios, varios países los tienen para mantiener vivos sus patrimonios escénicos. Como eso no sucede, uno asume recuperar obras como parte de la memoria, pues nos hablan de un momento, del ayer. Esta obra solo tiene 30 años, y aún así presenta ese Chile que, mucho antes del fin de su capítulo más oscuro, ya se preguntaba por el futuro".