Ella se llamaba Katalina Weber y él Iván Cherkashyn. Ella era de nacionalidad alemana y él era ruso, pero ni siquiera la guerra que entre 1939 y 1945 arrasó con la vida de casi 70 millones de personas pudo evitar que se enamorasen. Ni que huyesen después en busca de un futuro mejor.

Así, con una fuga desesperada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y un aterrizaje forzoso junto a otros exiliados políticos en el Estadio Nacional de Chile, en 1948, fue como comenzó todo. Como empezó a escribirse la historia del nieto de Iván y Katalina, el segundo de los siete hijos que José Cherkashyn, el primogénito de ambos, trajo al mundo junto a la chilena Ivonne Romo; Joseph Cherkashyn, el boxeador ruso de El Volcán 1.

Un tipo de sonrisa amable y marcadas facciones eslavas -realzadas ahora por el sol inclemente del mediodía- que no vivió, como sus abuelos, las penurias de la guerra, pero que nació y creció en uno de esos lugares en los que la vida es también despiadada, en los que nadie regala nada a nadie y en los que, la mayoría de las veces, nadie gana. Uno de los mayores bolsones de pobreza del país, un enorme gueto confinado en el extremo suroriente de Santiago, el barrio puentealtino de Bajos de Mena.  “La verdad es que tuve una infancia dura, pero esa infancia me dio la base y las herramientas para poder enfrentar este deporte tan difícil en el que estoy ahora. El Volcán siempre ha estado asociado a la delincuencia, a la droga, a todas las cosas malas de la vida, pero yo aquí he encontrado gente de verdad. Si yo no estuve metido alguna vez en todas esas cosas es gracias al deporte”.

El que habla -con cierta emoción, pero sin pena- mientras recorre con paso firme las maltratadas calles de la Villa El Volcán 1 que fueron testigo de su niñez, es el propio Joseph Cherkashyn, quien no escatima en detalles a la hora de evocar los crudos escenarios de su infancia. “De las 24 familias que vivían en mi block, al menos seis eran microtraficantes. Los balazos eran el pan de cada día”, recuerda. “Aquí las malas juntas son lo más complicado, porque aquí se carretea todos los días. A esta hora puedes encontrar todavía gente volándose. Están ahí con la pasta, la coca, las diferentes drogas que se consumen en la población”, ahonda.

Una población consumida también por el hacinamiento, el aislamiento y la falta de oportunidades en la que florecieron, a fines de los 90, numerosas viviendas sociales, de apenas 36 metros cuadrados, como en una suerte de promesa de prosperidad que no tardó demasiado en esfumarse.  “Toda la gente conoce las casas Copeva. Yo vivía en ese tiempo acá en el Volcán, y todavía recuerdo cuando mi vieja iba a buscar los plásticos para ponerlos en la muralla y que no se mojara la casa”, relata el deportista, en un nuevo ejercicio de memoria.

La ascensión 

Que la vida no es un juego de niños, Joseph Cherkashyn lo descubrió antes de tiempo. Concretamente el día en que un desgraciado accidente le arrebató a su padre. El púgil tenía sólo nueve años. Tocó entonces batallar duro, hacerse más fuerte, crecer más rápido. Hasta que un día, por casualidad y a la edad de 18, el adolescente flaco y espigado al que todos conocían como el Ruso y que jugaba de delantero centro en el equipo del Liceo 115 de Puente Alto, descubrió el boxeo.

“Siempre me gustó lo de Ruso porque siempre he sido, entre comillas, un poco especial por eso. Y cuando uno es niño, ser especial en algo, es lo que todos quieren”, manifiesta convencido el puentealtino, antes de rememorar sus inicios sobre un cuadrilátero: “Por un amigo del Volcán llegué al Gimnasio de la Federación Chilena de Boxeo. Ahí me tomó Juan Cares, que es mi mentor. Con un mes de entrenamiento, me tiró a pelear y gané por nocaut en el segundo asalto. Y dije: ‘esto es lo mío’. Desde 2011, mi entrenador es Jesús Martínez Peña. A él le debo harto, toda la base de mi formación como boxeador”, explica.

Ataviado con su indumentaria de combate frente a un accidentado callejón que desemboca en la puerta de la que fuera su casa, la presencia de Joseph en El Volcán no tarda en acaparar la atención de todos los vecinos. Con gesto serio y la mirada fija, clavada en el block de color azul en el que transcurrió toda su infancia, El Ruso ensaya golpes en el aire. La estampa llama inmediatamente la atención de los niños, que se congregan en torno al deportista de 24 años, que no pueden ocultar su entusiasmo. Pero con el devenir de los minutos, algunos de los espectadores, molestos por la lluvia de flashes, comienzan a impacientarse. “Soy el hijo de la Ivonne”, proclama entonces el boxeador, como queriendo reivindicar que aquel pedazo de tierra, aquel olvidado rincón de la capital, es también su lugar en el mundo.

Son las tres de la tarde en Bajos de Mena, y tras hacer una breve parada en el centro de entrenamiento de boxeo recién inaugurado por la Corporación de Deportes de Puente Alto -responsable también de la actual progresión del luchador-, Cherkashyn se adentra con El Deportivo en el corazón del barrio. “Me siento un boxeador completo, íntegro, con experiencia, fuerza y velocidad”, comenta confiado Joseph, quien pese a su juventud ostenta ya dos campeonatos nacionales y un subcampeonato sudamericano -entre otros títulos internacionales- en la categoría de 75 kilos.

Al dejar atrás La Lechería, las calles de la población comienzan a presentar un aspecto cada vez más desolado y siniestro. En su corazón de casas semiderruidas y calles mal asfaltas, la situación empeora, pero aparentemente ajeno a la atmósfera hostil que embriaga todo el paisaje y a las amenezas que algunos vecinos comienzan a proferir desde el interior de sus viviendas, al llegar a un yermo descampado, el púgil vuelve a detenerse para contemplar su reino. Tres tatuajes adornan su cuerpo. Resumen su historia: “El primer tatuaje que me hice fue en el bíceps izquierdo. Dice mi nombre en el Boxeo, el Ruso, y mis iniciales. En la parte del tríceps, abajo, tengo los nombres de mis padres. En la mano izquierda, la que conecta al corazón, el de Ivonne, mi vieja, y en la derecha la de mi viejo, en la mano que lleva el combate”, revela.

El sueño olímpico

Hace algún tiempo que Joseph Cherkashyn cambió Bajos de Mena por el Hotel del CAR. También el resto de su familia terminó mudándose a un sector más amable de Puente Alto. En la villa permanecen tan solo los restos mortales de su abuelo -sepultado en el Cementerio Ruso- y de su padre, quien yace en un camposanto municipal, unos cuantos metros más abajo. El resto ha desaparecido. “Yo peleo por mí y por mi familia, para ayudar a mi madre a sacar adelante a mis hermanos, y para representar a la gente de mi comuna y, especialmente, a la gente del Volcán”, señala el deportista, quien fue quinto en los pasados Juegos Panamericanos de Toronto, pero quien planifica ya su preparatorio para el campeonato preolímpico de boxeo en donde espera obtener un boleto para Río.

Una preparación que contempla 26 días de entrenamiento en la altura de Bogotá, y dos semanas de inmersión junto a los mejores púgiles de América en La Habana, antes de desembarcar en Buenos Aires, donde entre el 8 y el 20 de marzo habrá de decidirse todo.

“Representar a Chile es lo más grande que me ha pasado en la vida. Voy a dejarlo todo por conseguir un cupo a Río y luchar allí por una medalla, poniendo todos los cojones arriba del ring, como he hecho siempre”, asegura El Ruso, quien comenzará a estudiar Pedagogía en Educación Física este mismo año, y quien no duda en definir a Rocky Balboa (el boxeador interpretado por Sylvester Stallone en la gran pantalla) como su auténtico ídolo deportivo: “Me gusta ver pelear a Maravilla Martínez y a Mohamed Ali, pero quien me inspira de verdad es Rocky, aunque sea una película”, confiesa.

Así es Joseph Cherkashyn, el púgil nacido del polvo, alguien que se atreve a asegurar que “en el boxeo siempre hay un miedo latente, porque el que no tiene miedo, no es boxeador”, y a garantizar que incluso los mayores obstáculos “pueden convertirse en bendiciones”: “Yo aquí he aprendido todo lo que sé de la vida. Aquí he visto pistolas, he visto asaltos, he visto cuchillos. ¿A qué le voy a tener miedo arriba del ring? Yo me considero un afortunado por hacer lo que hago. ¿Quién iba a pensar que un cabro chico del Volcán iba a recorrer el mundo?”.

A las 5 de la tarde, la olvidada Bajos de Mena continúa bañada por un silencio alarmante.