Tuve la ocasión esta semana de visitar Chile y tomar contacto brevemente con diversos sectores. Me llamó la atención el contraste entre la visión que se tiene del Chile actual desde el exterior y la que tienen muchos chilenos de sí mismos. Por razones de respeto a la privacidad, no puedo divulgar los nombres de las personas que compartieron conmigo sus opiniones, pero sí el sentido general de lo que escuché, notablemente divergente respecto de la imagen externa del país.
En líneas generales, diría que en Chile hay más pesimismo respecto del mediano plazo del que existe en el extranjero.
¿A qué me refiero? Resumo, en una sola idea, lo esencial de las dos visiones. En el exterior (la academia, la prensa, los organismos internacionales, la diplomacia) se piensa que Chile ha dado el salto definitivo hacia el desarrollo y que los intentos populistas de modificar parcialmente el modelo en estos últimos años son accidentes del camino que no ponen en peligro nada de lo importante. En cambio, entre los chilenos con los que hablé la sensación es que Chile se ha latinoamericanizado, en el sentido de que hay en la sociedad corrientes sociales y políticas que, aún si no pueden impedir el triunfo de Sebastián Piñera en los comicios que vienen, pueden ser determinantes para impedir el desarrollo definitivo del país a mediano plazo.
El mundo exterior no ve el populismo que ha brotado en Chile, visible en la calle y el gobierno que concluirá su mandato pronto, una amenaza significativa, mientras que un sector influyente de chilenos sí cree que se ha roto el consenso básico y que aun si una parte amplia de la clase media ha rechazado las reformas con las que la Presidenta Bachelet ha tratado de modificar el modelo, esas corrientes pueden lesionar el proyecto de país que estaba en marcha desde hace mucho rato.
No me detengo, en esta reflexión, en quién tiene razón. La dicotomía es muy interesante en sí misma y vale la pena tratar de entenderla.
En el lado externo, se destaca que, en comparación con los proyectos populistas de otros países latinoamericanos, lo que intentó hacer el gobierno actual no fue una modificación del sistema sino un "retoque" populistón que no compromete el corazón del modelo. Se apunta, por ejemplo, que en materia de pensiones nunca se puso en riesgo la existencia de entidades privadas o que la reforma tributaria no es muy distinta de lo que países capitalistas de primer mundo hacen de tanto en tanto, o que la reforma sindical no da más poder a los sindicatos del que ellos tienen en una buena parte de la países de la Ocde.
Estrictamente hablando, hay algo de cierto. Pero la visión interna también tiene razón en que existe una diferencia sustancial entre un país que ya ha alcanzado el desarrollo pleno y construye un estado del bienestar oneroso (por ejemplo, España o Francia) y otro que, como Chile, todavía no ha alcanzado la condición de primer mundo y por tanto no puede darse esos lujos populistas.
También es verdad, como apuntan en el exterior, que hubo una reacción de la clase media que frenó el impulso populista del gobierno y parte de la sociedad chilena en estos años. Pero no es menos cierto que, como me dijeron muchos interlocutores en Santiago, el progreso depende de un consenso básico del que deben formar parte la izquierda y la derecha; habiéndose corrido la centroizquierda chilena hacia un extremo, ese equilibrio se está rompiendo. Muchos al interior de Chile sostienen que la verdadera pregunta no es quién ganará las elecciones chilenas, cuyo resultado dan a estas alturas por descontado, sino cuánto desestabilizará al próximo gobierno una izquierda en la que las corrientes radicales llevarán la voz cantante y qué costo pagará la centroderecha por tratar de revertir algunas de las reformas heredadas del periodo actual.
En el exterior se ve el frenazo que ha pegado el proyecto populista del gobierno como síntoma de moderación intrínseca de la propia centroizquierda que está en el poder. Esto contrasta muy marcadamente con la convicción de muchos chilenos de que si no hubiese habido una reacción tan poderosa de amplios sectores de la sociedad, Bachelet hubiera llevado el proyecto hasta las últimas consecuencias porque su disposición psicológica y su inclinación ideológica la hubieran llevado en esa dirección.
Para quienes así opinan, Bachelet no se perdona a sí misma haber hecho el gobierno que hizo la primera vez y en este segundo periodo ha querido borrar de su conciencia el malestar que le produce haber gobernado tan a la derecha de sus propias convicciones en 2006-2010. El análisis externo, en cambio, a pesar de que Bachelet es bien conocida en círculos diplomáticos y en organismos internacionales por su gestión en Naciones Unidas, apunta a que ella no está a la izquierda del gran consenso de la transición consenso. Se la ve más bien como una pieza del consenso a la que la presión de la calle arrimó hacia un socialismo de corte europeo, es decir hacia la búsqueda de un estado de bienestar tendiente a dar "calidad de vida" a una sociedad impaciente que exigía mejor educación, salud y servicios públicos en general.
Desde luego, esta visión externa no es unánime. Los sectores liberales con mayor formación ideológica o ciertos sectores empresariales familiarizados con América Latina que tienen contacto con sus pares chilenos albergan una opinión bastante más crítica. Pero incluso ellos tienden a opinar que el populismo representa a un sector minoritario que no tiene posibilidad de arraigar en una masa crítica, como sí ha sucedido en varios países latinoamericanos.
Una preocupación interna que el análisis externo de Chile no recoge es el factor de los jóvenes. Oí decir a muchos chilenos en estos días que los jóvenes acomodados se han comprado irresponsablemente el populismo y que lo peor es que han contagiado el sarampión a sus padres. Estos últimos jugarían, por tanto, un papel muy distinto del que cabe esperar de ellos, es decir el de avales del populismo de la siguiente generación en lugar de moderadores de los impulsos radicales de los futuros tomadores de decisiones.
En el extranjero, nadie hace este análisis. Lo que prevalece es la idea de que los jóvenes simplemente quieren vivir como los norteamericanos o los eu-ropeos y que protestan porque, a pesar de ser Chile un país que bordea los 20 mil dólares per cápita, su "calidad de vida", ejemplificado en los servicios públicos, va muchos pasos por detrás del progreso material del país.
Puede afirmarse, pues, que una diferencia notable entre la visión interna y la visión externa es que aquella ve un peligroso elemento ideológico en acción donde ésta cree ver una dinámica más bien aspiracional, no muy distinta del que se ha dado en otras sociedades emergentes (incluyendo algunas latinoamericanas, como Brasil, donde también hubo en años recientes movimientos de protesta contra los servicios públicos).
Existe en el exterior poca preocupación por el riesgo de que la centroizquierda chilena vuele en pedazos en las próximas elecciones y se atomice de tal forma que corrientes como la del Frente Amplio pasen a jugar un papel descollante en la oposición. Se piensa, fuera de Chile, que la Nueva Mayoría no dejará de funcionar como un bloque y que en ello radicará una parte de la estabilidad del sistema en los próximos años. En cambio, tuve la impresión de que está muy extendida en Chile, en sectores influyentes, la idea de que el bloque de centroizquierda que ha sido un pilar del sistema democrático no podrá sobrevivir a las próximas elecciones presidenciales. Achacan esto a los malos resultados que obtendrá la centroizquierda, a la falta de un líder moderado importante capaz de mantener esa unidad en función de la necesidad de evitar la radicalización de la oposición y al hecho de que los sectores moderados tienen demasiados complejos o cargos de conciencia como para tender una mano a la centroderecha desde la oposición cuando las papas quemen.
Un aspecto puntual donde las divergencias perceptivas saltan a la luz es el del crecimiento económico. Por todos es sabido que el crecimiento de Chile -alrededor de 1,8 por ciento, si promediamos los últimos años, los del ensayo (semi)populista- no sólo ha sido bajo sino inferior al de varios países de la región. ¿Cuánto de esto se debe a la caída de los precios de las materias primas, el cobre en particular, y cuánto al efecto inhibidor que ha tenido en el capital la deriva del gobierno que terminará pronto su mandato?
En el exterior se tiende a dar una importancia mayor al primer factor que en los sectores chilenos críticos del gobierno, mayoritarios hoy en el país. La percepción en el extranjero es que dos terceras partes del problema tienen que ver con la coyuntura externa, es decir el fin de la parte alta del ciclo del commodities, y que no más de un tercio es achacable al temor que inspiraron las reformas de la Nueva Mayoría. En cambio, dentro de Chile son muchos los políticos, economistas, periodistas y empresarios que opinan que el ciclo de los commodities no explica más de la tercera parte de la caída. Apuntan a que la inversión privada ha caído un 10% en promedio cada año, lo que acumulativamente significa que hoy en Chile el total de lo que se invierte asciende a 21% del PIB, cuando hace pocos años la tasa de inversión era tres o cuatro puntos porcentuales mayor.
El razonamiento también tiene algo de predicción. Quienes, dentro de Chile, opinan que es a las políticas internas a las que hay que achacar la mayor responsabilidad creen también que el nuevo gobierno, al emitir señales de defensa y profundización del modelo, provocará una rápida reanimación de los "espíritus animales", para usar la famosa expresión de Lord Keynes. En cambio, en el exterior se piensa que si no hay un repunte mayor de los precios del que ya se ha dado, el crecimiento no podrá aumentar tan rápidamente.
Curiosamente, la divergencia en este punto conduce a conclusiones inversas. Si los que ven a Chile desde afuera tienen razón, un hipotético gobierno de centroderecha, al no poder exhibir grandes tasas de crecimiento más o menos pronto, provocaría el reagrupamiento de la oposición y acaso su radicalización, algo que temen, paradójicamente, los que ven a Chile desde adentro más que los observadores externos. Y viceversa: si, como piensan muchos empresarios chilenos, la tasa de crecimiento se acelera con un nuevo gobierno de centroderecha, la clase media impedirá el aumento del populismo, que es lo que los observadores externos, menos alarmados que los chilenos que ven las cosas desde adentro y no convencidos de que el populismo chileno es una fuerza demasiado peligrosa, creen que pasará en cualquier caso.