Chinchón, tierra de pintores (chilenos)
En Chinchón, un pueblo a una hora de Madrid, funcionó por varios años una comunidad de pintores chilenos hiperrealistas, al amparo del artista Guillermo Muñoz-Vera. Hasta la ex Presidenta Bachelet fue a ver sus obras. Hoy, el proyecto está congelado. Sólo el maestro y tres ex discípulos siguen viviendo allí. Casi no se hablan.
Chinchón, nueve de la mañana. Si esta historia fuese el argumento de una película, se podría contar como una comedia costumbrista: los dueños de las tabernas de la plaza mayor abren sus balcones, ponen las mesas en sus terrazas y saludan por sus nombres a los vecinos del pueblo. Carlos Vega Faúndez, uno de los pintores chilenos afincados en Chinchón desde hace años, viene caminando por una de las zigzagueantes calles que dan a esta enorme y balconada plaza circular. Como de costumbre, ha quedado en desayunar con Pablo Santibáñez y Mario Caamaño, otros dos pintores chilenos que viven aquí. Los tres se sientan en el restaurante La Columna. Vega Faúndez pide café cortado y tostadas con mantequilla y mermelada. Santibáñez, dos cortados. Y Caamaño, jugo de naranja y tostadas con aceite de oliva y pulpa de tomate.
A la misma hora, a unas pocas calles de allí, en un hermoso palacete del siglo XVII, conocido como la Casa Dusmet, Guillermo Muñoz-Vera, el cuarto pintor chileno avecindado en Chinchón y ex maestro de los tres anteriores, todavía duerme. Lo más seguro es que no se levante hasta el mediodía y lo más probable es que se haya pasado toda la noche pintando.
Todo el mundo en Chinchón conoce a Muñoz-Vera y también a sus tres ex discípulos. Como comentaba un hombre en la terraza del restaurante El Arco de Goya, "son los cuatro que se quedaron a vivir aquí, los que se hicieron chinchonetes". O lo que es lo mismo, los únicos cuatro pintores chilenos que hoy quedan en el pueblo después de haber sido muchos, una pequeña colonia de artistas cuya presencia en cierto momento llegó a atraer al pueblo a figuras ilustres, como Isabel Allende, Jorge Edwards, Ricardo Lagos o Michelle Bachelet.
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Durante una década, a partir de 1999, cada final del verano aparecían por la plaza del pueblo entre seis y 10 veinteañeros con las mochilas cargadas de óleos y pinceles. El equipaje más grande lo llevaban puesto: el sueño de ser parte de la Escuela de Chinchón, como se le llamaba entonces al grupo de artistas reunidos allí por haber convertido el pueblo en uno de los principales centros mundiales de la pintura hiperrealista contemporánea. Todos venían becados por la Fundación Arte y Autores Contemporáneos Arauco, creada por Guillermo Muñoz-Vera para formar y dar a conocer en Europa a artistas emergentes, como en su día lo fueron Vega Faúndez, Santibáñez y Caamaño.
Ahora sólo quedan ellos cuatro. Vega Faúndez y Santibáñez se enamoraron y casaron con chicas del pueblo, y Santibáñez pronto hasta será padre de dos gemelas chinchonetas. Pero es Guillermo Muñoz-Vera quien más tiempo ha pasado en Chinchón: 14 de los 33 años que lleva en España. Es también el más renombrado de los cuatro, cuyos cuadros han llegado a sobrepasar la mágica cifra de los cien mil dólares en subastas de Christie's o Sotheby's y, por supuesto, el que hizo posible que en este pueblo de cinco mil habitantes, con una arquitectura medieval, se afincaran tantos pintores chilenos de estilo hiperrealista.
La historia de cómo ocurrió esto también se puede contar como una película y hay varias líneas argumentales. Podría ser una historia de pasión: la de Muñoz-Vera por la pintura hiperrealista y su voluntarioso empeño por convertir a Chinchón en una Escuela de esa tendencia. También podría ser una historia de comunión colectiva, de cómo un grupo de artistas consiguió poner a un pequeño pueblo español en el mapa mundial de coleccionistas y centros de arte. O una historia conmovedora de ascenso, apogeo y caída de la Fundación Arauco: su conversión en un imán internacional de pintores realistas y, una década más tarde, en un entrañable pero nostálgico recuerdo sin becarios en sus instalaciones.
En resumen, esa historia se puede contar así: hacia 1988, Muñoz-Vera llevaba una década en Madrid, retratando aquello que veía en las esquinas, como en ese famoso cuadro de un muchacho pinchándose heroína que él aún conserva en una pared de su casa. Ese año abandonó emocionalmente el centro de Madrid y puso en marcha unos talleres de pintura en una casa rural que, luego de una década y junto a la pintora española Carmen Spínola, decidió trasladar a Chinchón.
Para entonces, el proyecto ya había dado origen a la Fundación Arte y Autores Contemporáneos Arauco, cuya primera sede fue justamente la Casa Dusmet, la misma donde hoy vive Muñoz-Vera: un impresionante palacete con decenas de ambientes, salones y patios interiores ubicados en distintos niveles y conectados por un sistema laberíntico de pasillos y escaleras.
A pesar de que esta casa luce hoy como la mansión de una persona rica, distinguida y de buen gusto, no era así al principio: cuando la Fundación Arauco se instaló allí se había caído hasta el techo. Lo que hicieron Muñoz-Vera, Spínola y los primeros pintores que llegaron como becarios a finales de los 90 (Vega Faúndez, entre ellos) fue transformar una auténtica ruina en un templo para el arte. Y eso debió costar mucho, mucho dinero.
Guillermo Muñoz-Vera siguió comprando y remodelando casas y palacetes de Chinchón. En algún momento llegó a tener cinco. La más importante, tras la Casa Dusmet, es el Edificio Montehermoso, actual sede de la Fundación y de su Academia, aunque sin becarios residentes desde 2009. Justo el año en que egresó Mario Caamaño, el más joven de los cuatro pintores chilenos en Chinchón.
Montehermoso también es un palacete, sólo que quizá un poco más grande: en sus 3.000 m2 hay espacio para una cocina del tamaño de la de un restaurante, un taller de carpintería para fabricar caballetes y marcos de gran tamaño, un estudio de fotografía, una sala de proyección de películas y su propia galería para exponer la obra de Muñoz-Vera, Spínola, los pintores residentes o artistas invitados. Allí está también un enorme taller de Muñoz-Vera, con un patio techado donde suele construir maquetas a escala de las galerías donde va a exponer.
Además, junto a Montehermoso hay otro edificio conocido como La Residencia: una construcción de tres plantas para alojar a los artistas que llegaban a estudiar a la Fundación y áreas de uso común como pequeñas salitas de estar, una espaciosa terraza en la azotea y una sala de juegos con mesa de billar.
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Guillermo Muñoz-Vera -que pintó los murales con paisajes de Chile que adornan el Metro Moneda, en Santiago- es un hombre risueño y probadamente generoso, como admiten todos los becarios que trabajaron a su lado. También es dueño de un agudo y peculiar sentido del humor.
Esa tarde, pasamos unas cuatro horas hablando con él, saltando de un tema a otro, desde el arte figurativo, académico y realista que él defiende, hasta la política antiinmigratoria de Europa de los últimos años. Escuchándolo, uno no puede dejar de preguntarse por qué, después de 10 años de esfuerzo, ascenso y apogeo, un proyecto espectacular como la Fundación Arauco se encuentra detenido. Hibernando como un oso polar; o peor, camino a extinguirse como un panda. Muñoz-Vera no tiene una sola respuesta para eso.
Los resúmenes, que sirven para contar películas, quizá den la clave también en este asunto. La Fundación Arauco fue el sueño educativo de Muñoz-Vera, quien no tuvo reparos en financiarlo con su propio dinero mientras vendía sus cuadros a altos precios en Estados Unidos. Pero antes de 2009, esta situación empezó a cambiar: primero con la aparición del euro y la consiguiente caída de dólar, y sobre todo, luego con el estallido de la crisis financiera mundial. Además, está lo que ocurre hace unos años en el mercado del arte contemporáneo: que los artistas multidisciplinarios y sus instalaciones que dejan un espacio más bien limitado a los pintores hiperrealistas. Esto, que quizá no afecte a un artista renombrado como Muñoz-Vera, sí lo hace con otros. Y así, el ideal de Muñoz-Vera de que los profesores de la Fundación vivieran de la venta de sus cuadros y enseñaran gratis, vale quizás para otra época, pero no para esta.
Carlos Vega Faúndez y Pablo Santibáñez son dos de esos pintores que primero fueron becarios de la fundación y luego se quedaron como profesores. Mario Caamaño también lo habría hecho, pero no le dio el tiempo: sólo alcanzó a ser becario. Hoy, los tres son muy amigos, pero han dejado de tener contacto con Muñoz-Vera. El ha perdido las ganas de ver a sus ex discípulos y ellos tampoco están dispuestos a hacer ningún esfuerzo por cambiar la situación.
Muñoz-Vera lo explica así: "Soy complicado de carácter y cada vez ando más ermitaño, con la ventaja de que eso aumenta mi creatividad y mi producción". Y agrega: "Mi concepción de la educación es que sea buena y gratuita, y eso en la fundación sólo se puede conseguir si los profesores renuncian a cobrar por enseñar".
Santibáñez pinta el panorama por el lado reverso del cuadro: "Todos llegamos aquí tirados por el impulso de Guillermo y la Fundación. Eso hay que agradecérselo. Luego, algunos se fueron y otros nos quedamos. Al final, cada quien se rasca como puede, con la diferencia de que no todos somos Guillermo y nuestros cuadros no se venden a precios ni siquiera parecidos".
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Chinchón es un lugar maravilloso para vivir, si a uno le gusta vivir en un pueblo de cinco mil habitantes. O si es pintor. Tiene una luz increíble, de un azul intenso durante el día y de un rojo hipnótico al atardecer. Está a menos de una hora por carretera de Madrid. Aquí, además, vivió Goya, y su aire medieval hace que el pueblo sea una locación ideal para películas de época: por Chinchón pasaron Orson Welles y Ava Gardner. Y por último, pero no menos importante: el alquiler de una casa de dos plantas con terraza o jardín interior puede costar la mitad o menos de lo que se paga en el centro de Madrid por un departamento de 60 m2.
Mario Caamaño, quien lleva cuatro años aquí, lo tiene claro: "En otro lugar, incluso en Santiago, mi taller sería parte de mi sala-comedor o de mi habitación. Aquí no". Lo dice mostrando una casa en la que, además de tener todo compartimentado, le sobra un cuarto y un patio al aire libre.
Caamaño pinta de ocho a 10 horas diarias, oyendo una radio de noticias. No tiene galería ni marchante que lo represente, y le va bien así, vendiendo sus cuadros por encargo. Pablo Santibáñez, el futuro padre de las gemelas chinchonetas, pinta oyendo podcasts sobre descubrimientos arqueológicos y vende sus cuadros a través de un representante en Panamá. A Carlos Vega Faúndez le dedicaron recién una exposición en una conocida galería madrileña.
Con todo o quizá habría que decir, naturalmente, Guillermo Muñoz-Vera es el más ajetreado en este momento. Está preparando los nuevos cuadros de la exposición Terra Australis Incógnita, que a principios de este año presentó en Nueva York y que acaba de aterrizar en Santiago. Los cuadros de la serie (barcos, mapas, mares ignotos, manuscritos e instrumentos de cartografía) son una interpretación del concepto de aquella "tierra desconocida del sur" que ya existía en la Grecia clásica de Aristóteles y Ptolomeo. O como él mismo dice, un viaje al pasado, en busca del origen de la globalización antes del primer viaje de Colón.
-Hay que volver a las fuentes, a los orígenes, a los principios -dice-. Sobre todo a los principios: o tienes principios o muchas ganas de cobrar, y eso es incompatible.
Se ríe.
-No, ya sin bromas -prosigue-. El óleo y el dibujo son a las artes visuales lo que la gramática y la sintaxis a la escritura: el inicio de todo. ¿Es mejor escritor el que escribe en un procesador de textos que el que lo hace en una libreta con un lápiz? Yo creo que no, y por eso digo: hay que volver.
Eso no es mala idea. Quizá el final ideal para esta historia sea algo tan simple como esta frase de Muñoz-Vera: repetir como un mantra hay que volver. Existe una rara nostalgia que se siente por las cosas que uno no ha vivido, pero que sabe fabulosas, legendarias. Los que conocemos la historia de la Fundación Arauco y de los pintores chilenos afincados en Chinchón sólo de oídas, por las leyendas que se cuentan sobre ellos, sólo podemos repetir hay que volver. O lo que no es lo mismo, pero es mejor: tienen que volver.
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