Los cerros de tinta ocupados hasta hoy en la pretensión de explicar el fenómeno del nazismo, según todo indica, no han agotado el interés de los historiadores ni las vías de investigación. Un ejemplo palpable de que hay temas y métodos inexplorados, y en consecuencia un pasado que aún nos puede sorprender, es el trabajo de Christian Ingrao (Clermont-Ferrand, 1970).
Director de investigaciones en el Instituto de Historia del Tiempo Presente (IHTP), Ingrao se doctoró con una tesis sobre los intelectuales en los servicios de información de las SS alemanas y ha desarrollado lo que llama una "historia social de la emoción nazi". Un hito en esta trayectoria lo constituye un libro publicado originalmente en 2010 y que ahora aparece en castellano: Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS.
La obra se articula en torno a la trayectoria y a las percepciones de una ochentena de individuos con sólida formación académica y que prestaron servicios destacados en diversas unidades nazis de exterminio. ¿Cómo explicar la carrera de estos individuos? ¿Cómo inscribirlos en el devenir de una sociedad? En primer lugar, desafiando las ideas recibidas, ya sean las que aún encapsulan el horror en la figura de un líder enloquecido, o que bien que echan mano a "la banalidad del mal" antes que seguir explorando.
Se acostumbra ver al nazismo como un movimiento hostil al pensamiento y a los intelectuales. ¿Cómo se forjan los intelectuales "de acción" y "comprometidos"?
El nazismo hizo habitual su profesión de hostilidad hacia los pensadores y el pensamiento: en Mi lucha, Hitler fustiga a los intelectuales. Pero ese rechazo es ambiguo. Al propio Hitler le gustaba informar, discretamente o no, de sus capacidades intelectuales extraordinarias. A partir de 1925 el Partido Nacionalsocialista se fue dotando de instituciones que le permitieron atraer a las élites sociales y culturales, en particular la Liga de Estudiantes Nacionalsocialistas (NSStB) y, sobre todo, las SS, un verdadero club de vocación racial que a partir de 1930 atrajo a un gran número de personas desde las élites. Dentro de las SS, diversas instituciones aglutinaron en particular a las élites intelectuales, incluso ideológicas, satisfaciendo a especialistas de las ciencias humanas y sociales. Junto a sus pares del pensamiento racial, éstos formaron una élite que produjo sus propios estándares de excelencia intelectual: las élites culturales no debían limitarse a la esfera especulativa.
Para los directivos examinados en Creer y destruir casi no existe, como tal, la derrota de 1918. ¿Había para ellos una guerra aún no terminada?
Los hombres a quienes investigué pertenecen a dos generaciones: están los nacidos antes de 1900, pero la mayoría nació entre 1900 y 1910, y son hijos de la guerra. En toda Europa los niños habían sido por entonces destinatarios de un discurso social y estatal espontáneo, acaso preconcebido, que daba un sentido a la guerra, así como a la terrible experiencia de muerte de cientos de miles de jóvenes. Esta cultura de guerra radicalizaba las controversias al punto de situar en ellas el destino de las naciones, incluido su destino físico. Una especie de angustia escatológica se apoderó de los jóvenes alemanes entre 1918 y 1924: la convicción difusa y poco elaborada de que el destino de Alemania estaba en juego y que el país acabaría por desaparecer a manos de un montón de enemigos que no habían cesado el combate en 1918 y que continuaban la guerra por otros medios. En esta guerra, a veces abierta (1914-18) y a veces encubierta (1924-36), todos los medios eran una opción en tanto permitieran asegurar la supervivencia de la nación, si es que no la de la raza.
La "promesa del futuro" que observa en su último libro (La promesse de l'Est, 2016), ¿debía según la lógica nazi estar a la altura del sacrificio demandado a los alemanes? ¿Qué peso tienen factores como el milenarismo?
El III Reich mezcla inseparablemente una fuerte angustia de muerte colectiva y un sueño milenarista encarnado en una nueva sociedad. El sacrificio demandado a los alemanes (un sacrificio demográfico, ciertamente, pero nunca económico: las políticas nazis de depredación de Europa se hicieron a exclusivo beneficio de la población del Reich) descansa en la dimensión vital de la guerra: hay que sacrificarlo todo, pues se trata de un asunto de vida o muerte colectivas. Pero también hay que sacrificarlo todo para la llegada del Reino. Y esta mezcla, que parece un giro mágico cultural y que consiste en transformar la angustia existencial colectiva en utopía es, me parece, es uno de los condicionantes fundamentales del atractivo del nazismo a ojos de sus militantes.
¿Qué piensa de las comparaciones que habitualmente se hacen entre nuestro presente político y los años 30?
Desconfío de esas comparaciones. Las divisiones y la polarización de las posiciones son tales que con frecuencia se trata de una comparación retórica. Y es demasiado simplista hacer del yihadismo takfirista un movimiento equivalente al nazismo, lo que no quiere decir que, para intentar comprender, no puedan extraerse ciertas herramientas de la historia del nazismo. En todo caso, y creo que ésta es la gran lección que la historia del tiempo presente trata de sacar desde los 90, es tiempo de mirar de frente lo que ocurre.