Al ritmo de bolero se enamoraron los padres de Christine Angot (1959): "Es la historia de un amor / como no hay otro igual / que me hizo comprender / todo el bien, todo el mal". Lo bailaban en la versión francesa de la cantante Dalida. Pero su último libro, Un amor imposible, no es la historia de un amor, sino de varios: el de sus progenitores, y también el de la hija hacia ellos.
Todo se inicia a finales de los 50, en una ciudad pequeña de Francia en que los estadounidenses han instalado una base militar. Allí se conocen dos jóvenes. El es traductor en la base, ella es secretaria en la Seguridad Social; él forma parte de la alta burguesía católica parisina, ella es de clase media baja y judía; él es un intelectual, ella no tiene estudios; él es irresponsable, ella tiene a su madre enferma y su padre la abandonó. Se enamoran. El no quiere compromiso alguno. Fue claro: nunca se casaría con ella. Sin embargo, estaba dispuesto a tener un hijo. La joven aceptó esas condiciones y así, en 1959, nació Christine.
Hija de madre soltera (y "padre desconocido"), la niña crece con el apellido y la compañía de su madre, en una relación intensa. Ese amor absoluto en la infancia se irá desmigajando en la adolescencia, en parte, por la reaparición del padre. Aunque lo vio fugazmente en sus primeros años, cuando Christine cumple 14 años, su padre -quien entretanto ha formado otra familia con una mujer alemana, rica y respetable- la reconoce ante la insistencia de la madre y retoma el contacto. La joven es deslumbrada por su inteligencia y cultura. A veces la invita a pasar unos días con él. Es entonces cuando mantiene una relación incestuosa con ella.
En Un amor imposible se dice esto al pasar. Pero Angot, quien ha convertido su vida en la despensa de su mundo literario, ya había contado esta historia en El incesto (1999) y en Una semana de vacaciones (2012). Aquí, se centra no en el padre, sino en la madre y en su propia relación con ella: de adoración primero, luego de amargura y reproche. Describe cómo en la adolescencia se produce y ahonda la distancia entre ambas: un disgusto social e intelectual, en que ella la recrimina por todo, desde sus errores gramaticales hasta su ceguera, ante los episodios de abusos.
Sin estridencias, con el tiempo, la hija intenta percibir la situación de su madre: cegada no solo por su amor, sino por su falta de estima, devaluada por su pareja y luego por su hija y la soledad. En la discusión final entre la madre ya vieja y la hija convertida en madre, se insiste, de manera no del todo convincente, en que no se trata de una historia personal, sino social, de dominación y diferencia de clases.