Histórico

Chuqui enterrado

Los trabajadores de Chuquicamata se sumaron esta semana a la paralización de Codelco, pero retomaron las faenas un día después. Nada de eso, sin embargo, alteró al campamento de la mina. Hace siete años se tomó la decisión de recibir allí las toneladas de desechos que produce el yacimiento, lo cual obligó al traslado de más de tres mil familias. Ya no queda nadie allí. Hoy, es una ciudad que va sepultándose poco a poco.

Tomándose todo el tiempo en su faena, la muerte en Chuqui sigue cayendo imperceptible, rodando desde los enormes cerros falsos que se tragan sin remedio lo que va quedando del campamento vacío. Los lamentos ya no existen. O acá, al menos, no se escuchan. De las 3.343 familias que le dieron alma a la mina más grande del planeta, ahora sólo quedan pedazos de recuerdos que no bastan para rearmar casi un siglo de raíces.

Todas fueron forzadas a marcharse. Seguir viviendo aquí se hacía imposible: de las 600 mil toneladas que se escarbaban diariamente en el tajo de la mina, apenas 160 mil eran mineral que pasaba a la concentradora. El resto, 440 mil toneladas, se sigue amontonando cada día en esos cerros falsos que avanzan sobre el pueblo y satura el aire seco con ese polvillo irrespirable, que incluye algunas trazas de anhídrido sulfuroso y arsénico.

Pensar en botar tanta basura más lejos era económicamente inmanejable. Por eso, no había alternativa. Y aunque muchos en el pueblo gastaron sus años buscando alguna solución, terminaron por resignarse. En Chuquicamata sólo siguen existiendo las oficinas estrictamente necesarias para mantener los trabajos de extracción. Todo lo demás, a buscar nuevos rumbos. No se podía vivir en medio de la muerte.

Gigantescas rocas se despeñaron desde el cerro, para detenerse en medio de las habitaciones, a costa de los postes de luz, o en la calle.

Consoladas por un destino que en Calama les esperaba, con casa nueva, colegio, mall y hospital, las primeras familias abandonaron el pueblo en 2004. Fue un proceso lento y doloroso, que aún está plasmado en las paredes del campamento como epitafios. La rabiosa impotencia de la despedida forzada se lee, por ejemplo, en un rayado que cruza una casa larga con las ventanas tapadas con planchas de aluminio: "Miren las salitreras. Por favor que a nuestro amado Chuquicamata no le suceda lo mismo. Lo que no entenderán NUNCA es que esto era nuestro HOGAR".

Los últimos se mudaron el 31 de agosto de 2007, el día en que una fiesta bailable, animada por Los Jaivas y la Sonora Palacios, intentó disimular la pena y que terminó con el destape de una placa firmada por la entonces Presidenta, Michelle Bachelet, que recuerda, con letras de cobre, "a los hombres y mujeres que forjaron la historia de esta generosa tierra minera". Noventa y dos años después de su nacimiento, era el último día de vida en Chuquicamata, el pueblo condenado a morir bajo la tierra.

Al día siguiente, el campamento amaneció desolado entre montañas de residuos y una hilera de conos fosforescentes que marcan el límite para entrar al territorio. Desde entonces, una cabina custodiada por personal de Codelco verifica que las personas que entren cuenten con el permiso de la empresa.

Esa restricción, que tanto irrita a los "viejos" -como los chuquenses se llaman entre sí-, es tan inevitable como los desechos que van cubriendo al pueblo. Hacia una zona más cercana a las poblaciones, un enrejado de seguridad delimita el llamado Botadero 95, donde gigantescas rocas han arrasado con 12 cuadras de casas y con el legendario hospital Roy H. Glover, que desde 1960 hasta mediados de esta década funcionó con la mejor tecnología del país. "Los gringos trajeron lo mejor para atender a la gente. Acá nació gran parte de nuestro pueblo. Nos enorgullecíamos de tener el mejor hospital de Sudamérica", recuerda Omar Gutiérrez, un ex capataz del campamento.

Hasta hace cinco años, aún era posible distinguir entre las rocas ciertos detalles, como la mítica chimenea que se divisaba desde todo el pueblo. Hoy, y desde el cierre del poblado, el hospital está enterrado intacto -con camas, instrumental, pabellones y laboratorios- bajo una montaña de ripio.

La huella del paso sin control de los peñascos fue la mejor manera de convencer a los indecisos para armar las maletas. Jorge Cortés era uno de ellos.

Su padre llegó al campamento desde Sotaquí, buscando trabajo seguro: lo encontró como jardinero en el hospital antiguo. Jorge, nacido en Chuqui en 1947, reconoce seguir enamorado de esta tierra y desencantado por la forma en que termina esta historia. A la mina, dice, entró como "cuque", un oficio ingrato: calentarles las viandas a los operarios.

ENTRE ROCAS
Si faltasen razones para entender la expansión minera en Chuqui que obligó al cierre del campamento, habría que decir que por cada minuto de trabajo en la mina, se extraen 12 mil dólares de cobre y molibdeno. Más de cinco millones y medio de pesos por minuto, en una faena que no se detiene nunca.

Todo ese trabajo de explotación es el que tiene al viejo campamento sumido en su inevitable desaparición. Los desechos de las faenas han ido rodeando al pueblo, convertidos en murallas de polvillo y piedra que han continuado destruyendo poblaciones enteras. Los estragos de los botaderos comenzaron en 2004 y han sido trágicamente democráticos. Primero se tragaron las casas más modestas, donde vivían los operarios de menor rango, pero con imperceptible rapidez están exterminando un conjunto de viviendas de un piso y terraza con vista al valle, que pertenecieron a empleados y jefes.

Todas las zonas semienterradas muestran la misma cara chocante: las calles, las casas, las oficinas, los lugares de esparcimiento parecieran haber quedado interrumpidos por una destrucción intempestiva, con gigantescas rocas que se despeñaron desde el cerro para detenerse en medio de las habitaciones, a costa de postes de luz, o aterrizando en medio de la calle para nunca más atravesar hacia el otro lado.

Entre los escombros de las casas devastadas todavía se mantienen restos de los viejos latidos. En el jardín infantil, a mitad de cuadra de la calle Tamarugal, las rocas apenas perdonaron un pequeño mural y un trozo del patio donde jugaban los niños. En las viviendas, desmanteladas a tiempo por sus dueños, sólo queda lo que ya no entraba en las cajas: casetes viejos, sillas cojas, papeles y, en los antejardines, los esqueletos de pimientos que se resignaron a seguir limpiando el aire espeso. Entre todo ello, grandes  piedras se adueñaron de cada lugar.

"Esta enorme devastación no se detendrá", dice Patricio Huerta, chuquense de 40 años, mientras muestra el conjunto de edificios donde hasta hace sólo unos años jugaba con sus hijas a las escondidas. Hoy, sólo quedan los huesos de ladrillos refractarios y las vigas de pino oregón.

Aunque aquí todavía no llega del todo la debacle, los cálculos más optimistas son lapidarios: en dos años más, las enormes masas de roca y polvo que se depositarán en las laderas de los cerros habrán terminado de tapar las casas que están al otro lado del casco antiguo. En rigor, apenas unas cuantas manzanas se mantendrán en pie para contar la historia.

Hoy, el hospital está enterrado intacto, con camas, instrumental, pabellones y laboratorios, bajo una montaña de ripio.

Todo lo demás quedaría botado a su suerte: el estadio Anaconda, donde incipientes futbolistas dieron cuerpo a Cobreloa; los bloques de edificios, inspirados en los barrios mineros de Manchester y Liverpool; la comisaría; las casas de más de 200 metros cuadrados, que pertenecían a los ejecutivos; las cinco iglesias, el mercado, las pulperías.

EL ENTIERRO
Ni un milagro alcanza para salvar a Chuqui de su propia despedida. La inexorable expansión de las faenas de la mina, que en 2019 entraría a las primeras fases de extracción subterránea, hace que los días del pueblo solitario estén contados.

Por la misma naturaleza de las labores, el poblado no puede ser declarado Patrimonio de la Humanidad. Con suerte, el milagro sí alcanzaría para que el casco antiguo fuese nombrado zona típica en sus últimos años de existencia.

Codelco está empeñado en que así sea. De hecho, ya comenzó la refacción de las manzanas que enmarcan el centro del poblado. El viejo hotel, el teatro Chile y el histórico almacén La Verbena -donde partían los carros alegóricos para celebrar la Navidad- han sido pintados, dándole a la soledad una cara más alegre. El plan también incluye mantener, entre otras cosas, las instalaciones del auditorio sindical -"donde el Padre Hurtado vino a hablarles a los trabajadores sobre la importancia de agruparse para exigir sus derechos", recuerda Omar Gutiérrez-, la plaza, la zona de juegos y el mítico gimnasio de 1917, lugar en que se hacían los tradicionales bailables del poblado.

Estas cuadras solitarias, donde no hay ni un solo papel botado en el suelo, son una enorme maqueta desplegada como el último bastión donde resisten los recuerdos y un lugar que sólo aprecian unos cuantos turistas, cuyas visitas diarias se coordinan con Codelco.

Todo lo que ocurre dos pasos hacia cualquier lado está a punto de hundirse: calles largas con casas tapiadas, donde hasta un ayer cada vez más lejano funcionaban escuelas, clubes, negocios.

"¿Que si duele? Claro que duele", dice Jorge Manríquez, nacido y criado en la mina hace 60 años. "Dimos la pelea a los gringos clasistas, resistimos la escasez en la Unidad Popular y los días más difíciles de la dictadura. Por eso, crecimos con el cuero duro. Ver morir a tu tierra bajo escombros es algo para lo que la vida no te prepara".

Omar Gutiérrez no sabe si vuelva a ver a Chuqui. Sus operaciones a la espalda le obligan a moverse con cautela, aunque en un arranque de confianza dice que su corazón es muy débil, como para aguantar ver los restos del pueblo cubiertos por la tierra.

Mientras Jorge Cortés se fue a Calama y maneja un radiotaxi, Jorge Manríquez quiso borrar el pasado alejándose hasta Arica. Por su lado, Omar Gutiérrez y su señora quisieron volver a Constitución, pero el clima les hizo mal. Ahora viven en Ñuñoa, en un piso 15. "Es para estar a la altura de mi Chuqui y acompañarlo", dice, sabiendo que los recuerdos son lo único que no podrán enterrar en ese olvido.

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