Hubo un tiempo en que rodar una película en Chile era una experiencia épica. Cada filme en el año se sucedía como un evento o adquiría connotaciones de proeza nacional. Fue el tiempo en que reinaba el celuloide, formato considerablemente más caro que el actual digital, y en que no había dónde estudiar cine. Lo que había era mayoritariamente directores que habían aprendido por ensayo y error en el terreno de la publicidad y que muchas veces hipotecaban su casa para hacer una película. Fue la época en que Silvio Caiozzi estrenó Coronación en el Teatro Municipal (2000), en que Ricardo Larraín apostó todo y ganó poco con El entusiasmo (1998) y en que Cristián Galaz anotó aquel gran gol de taquilla que fue El chacotero sentimental (1999). Tras aquellos años coincidentes con los dos primeros de la Concertación vino otra cosa: vinieron las películas que nacieron de las primeras escuelas dedicadas al cine, el que se filmó con cámaras digitales, el que bajó de presupuesto y el que, como nunca, empezó a ser reconocido en el extranjero. Desde el nuevo milenio, el cine chileno entró a otra fase de desarrollo y sólo entre el 2011 y el 2016 se estrenaron más de 140 películas. En comparación, en la década de los 50 llegaron a salas apenas una docena.
Este último dato, bastante singular, está en el corolario de El cine chileno en democracia 2000-2015, libro del periodista y crítico de cine de La Tercera, Pablo Marín, lanzado en el contexto de la 61 Semana Internacional del Cine de Valladolid, que en octubre pasado tuvo como principal país invitado a Chile. En esa misma ocasión, Marín realizó la curatoría de los 20 largometrajes exhibidos en Valladolid con el apoyo del Consejo Nacional de la Cultura.
El libro, que existe en España y próximamente debiera llegar a Chile, se hace cargo de una época fundacional del cine local, en la medida que también variaron las perspectivas temáticas, pasando de una cierta predilección por los temas contingentes (La frontera, Johnny Cien Pesos) o picarescos (El chacotero sentimental, Sexo con amor) a un amplio crisol de gustos y orientaciones, desde la descripción de la incomunicación de la pareja (el cine de Matías Bize) a la comedia derechamente comercial (las películas de Nicolás López).
El año clave de esta generación, tildada por la crítica de "nuevo cine chileno", es el 2005, cuando en el Festival de Valdivia se presentaron cuatro películas de similares ecos y búsquedas: En la cama, de Matías Bize; La sagrada familia, de Sebastián Lelio; Play, de Alicia Scherson, y Se arrienda, de Alberto Fuguet. Esta es una fecha bisagra que ya estaba en el centro del libro Un cine centrífugo de Carolina Urrutia y que acá Pablo Marín utiliza para ir dando cuenta del contexto histórico en que se estrenan las producciones: siempre hay una descripción detallada del marco político y social en que se exhibe cada cinta local. Es más, la gran cantidad de filmes estrenados en el nuevo milenio le permite al autor dar un diagnóstico de nuestro propio país.
"Lo que los chilenos son, lo que hacen, lo que dicen y cómo lo dicen, se despliega en películas de facturas y vocaciones muy distintas. Si uno quisiera conocer algo de Chile en el siglo XXI, desde fuera, hacerlo a través de sus ficciones y no ficciones da la posibilidad cierta de encontrarse con modos de ser (Secretos), de hablar (Te creís la más linda...) y de habitar los espacios (El otro día) que son distintivos y que nos definen en lo individual y en lo colectivo", explica Marín sobre las singularidades del cine chileno en los últimos 15 años.
La propuesta del libro opera dándole relieve a la variedad temática de las películas analizadas, y en ese sentido Marín no busca establecer juicios generales sobre un eventual estado del cine chileno: más bien da cuenta de que hay cine en múltiples direcciones. Esta sola característica, el amplio espectro temático, definiría a la producción de los últimos 15 años en comparación a las anteriores. Eso sí, casi siempre la figura tutelar y admirada es Raúl Ruiz, y muy en menor grado el resto de los cineastas "históricos" del país.
También se diagnostica una suerte de recurrencia de los personajes masculinos débiles en buena parte de los guiones locales. Es un signo de nuestra cinematografía que Marín dice ya fue planteado por el cubano Eliseo Altunaga (coguionista de Machuca de Andrés Wood y consultor de guión de Post Mórtem y Neruda de Pablo Larraín) al hablar del "protagónico insuficiente" del cine local. "Quizá el cine chileno nos dice que somos menos patriarcales de lo que pensábamos, que nuestro machismo se despliega por otros lados o que nos faltan realizadoras. El caso es que la figura del macho pusilánime e irresoluto parece tener sentido en la pantalla y eso debe ser síntoma de algo", dice el crítico chileno.
El público esquivo
A diferencia del cine que alguna vez hicieron Cristián Galaz o Boris Quercia (con taquillazos como el mencionado El chacotero sentimental o Sexo con amor) las propuestas de las generaciones sub 40 años no han tenido en general una gran respuesta en butacas. Ni Pablo Larraín (No), Sebastián Lelio (Gloria) o Sebastián Silva (La nana) ofrecen golpes de asistencia similares.
Sobre Pablo Larraín, que es en este momento el director chileno más apreciado por la crítica internacional, Marín específica: "Es cierto que el interés del circuito festivalero y de las publicaciones internacionales no se compara con lo ocurrido localmente. La proclividad a la sordidez y a la autoironía no es de grandes públicos, en general, pero en su caso Larraín conquistó a críticos y programadores que vieron en su cine, aparentemente, la posibilidad de volver al Chile del horror y de la abyección, pero en términos distintos a los del cine político local: algo en la línea de la disociación mental, a nivel de personajes, y de irreprochables valores de producción".
Un caso aparte es el de Nicolás López, quien derechamente huye de los festivales llamados de calidad y busca llegar a la mayor cantidad de público posible. Sin ir más lejos, su última cinta, Sin filtro, se empinó este año sobre el millón 200 mil espectadores: un éxito redondo, con remakes asegurados en varios territorios. "El ha desarrollado un camino sistemático en torno a la comedia y otros géneros, para consumo local e internacional (como director y productor). Ha sabido leer los tiempos que corren, dónde está la receptividad de ciertos públicos y cuáles son los mecanismos que generan identificación. Es cierto que juega a la segura en los aspectos formales y que sus protagónicos y su sentido del humor tienen marcadas limitaciones, pero el hecho de que, por ejemplo, haya sido el primer cineasta en 'traducir' un chat a la pantalla (en Qué pena tu vida), es revelador de su vínculo con el público".
Más allá, en cualquier caso, de las cifras, El cine chileno en democracia: 2000-2015 busca hablar de una época particularmente vigorosa en la producción local. Es notorio además el esfuerzo del autor en dar cuenta del cine ubicado en los márgenes (El pejesapo, Perro muerto), en la mitad de la cancha entre la ficción y el documental ( José Luis Torres Leiva) o en la opción por los "frágiles" como los denomina Marín (el cine de Alejandro Fernández Almendras). También hay espacio para hablar de una generación de documentalistas que registró la experiencia de ser los hijos de quienes enarbolaron las banderas de lucha durante la UP y luego fueron perseguidos en dictadura: El edificio de los chilenos de Macarena Aguiló, Mi vida con Carlos de Germán Berger, Reinalda del Carmen, mi mamá y yo, de Lorena Giachino. Y, claro, hay un muy especial lugar para aquel cine de la no ficción que no comulga con la política contingente y que va hacia otros terrenos, desde La once de Maite Alberdi a Los rockers de Matías Pinochet. Es decir, la suficiente variedad y cantidad de miradas fílmicas para, como dice Marín, poder explicar la naturaleza de un país.