No pudo impedirlo. Corría 1936 en Saint Louis, al sur de EEUU, y la amenaza de una segunda guerra acabó por tumbar a varias de las familias de clase media que lo habían perdido todo, o casi, tras la crisis de 1929. Ese año, mientras permanecía recluido en un hospital por una dolencia cardíaca, Thomas Lanier Williams, el escritor que pronto se daría a conocer al mundo como Tennessee Williams (1911-1983), vio a lo lejos cómo su madre autorizó sin el consentimiento de nadie más, salvo el de ella, una lobotomía a su hermana mayor, Rose, quien había sido diagnosticada de esquizofrenia. "Nunca la perdoné", anotó el autor en sus memorias: "Ella nos arrojó a un lugar lo más parecido al infierno".
Casi una década después, cuando el padre ya se había marchado, el dramaturgo encumbró su nombre como uno de los más notables autores del siglo pasado: en 1945 estrenó en Chicago su obra El zoológico de cristal, un fatídico drama familiar por donde se le mire, y en el que el también autor de Un tranvía llamado deseo "exorcizó varios de los demonios" de su vida. No es casual, por ejemplo, que el narrador y protagonista, Tom Wingfield, quien además debe cargar con la economía familiar tras el abandono del padre, tuviera las mismas iniciales del autor (T.W). Tampoco el hecho de que ese retrato de la sociedad norteamericana de la época girara en torno a Amanda, una agresiva y autoritaria madre anclada al recuerdo de otra vida y a la idea de que Laura, su enfermiza hija, consiguiera un marido que asegurara su futuro.
Pronto la obra se convirtió en una de las fundamentales del teatro contemporáneo, y la crítica se frotaba las manos por su evidente carácter autobiográfico. Llevada en dos ocasiones al cine -en 1950 por Irving Rapper, y en 1987 por Paul Newman- y remontada una y otra vez sobre las tablas (con una reciente versión en EEUU con Sally Field), El zoológico de cristal llegará por primera vez al teatro Mori Bellavista en una puesta en escena que debutará el 12 de julio bajo la dirección de Alvaro Viguera (Happy end). Coproducida por The Cow Company, la versión reunirá a Héctor Morales, Adriana Stuven y Matías Oviedo en el elenco, y además traerá de vuelta a los escenarios a Claudia Di Girolamo (1956) tras protagonizar, en 2015, la adaptación que Juan Radrigán hizo de La tempestad de Shakespeare.
"Es primera vez que hago un Williams", cuenta la actriz. "No soy una entendida en su obra, pero sí reconozco en él a un gran autor de los llamados clásicos contemporáneos. Está en un punto limítrofe, a mi parecer. Lo primero que hice cuando me convocaron a este proyecto fue pedir tiempo para leer la obra y reencontrarme con esos textos que leí durante mi paso por la escuela, y después creo que nunca más tomé uno suyo", agrega.
Ha protagonizado obras de Sarah Kane, de Ibsen y otros. ¿Le atraen más los autores existencialistas?
La poética que me interesa es mucho más onírica y pesadillesca. Kane e Ibsen sí tienen un velo realista, pero se incrustan en un lugar aún más peligroso. Williams me dio siempre la impresión de que era una especie de aguada que pasaba por sobre la historia, pero esta visita que él hace al recuerdo y a su familia con cierto grado de culpa e incomprensión quizás, me hizo encontrarme con una obra densa, profunda y compleja. Me sentí tan identificada como madre y como abuela en el texto que fue muy fácil entrar en él. Mi problema es más bien con el realismo. Es un concepto que nunca he entendido, porque en realidad no creo que el realismo exista.
¿Es imposible plasmar la realidad?
Es complejo definir qué es real y qué no. El cotidiano suele contaminarse con las complicaciones, sueños, frustraciones y otras cosas que tenemos en la cabeza, y al final nunca nada es tan apegado a lo real. En ese sentido, me siento más cómoda en la ficción que en nuestra propia realidad, pues la primera sí tiene una salida. Amanda, por ejemplo, se dispara como una bala que no se detiene hasta chocar con un gran muro, y esa frustración que la invade y estanca es enorme. Mi forma de acercarme al personaje fue a partir de cómo ella y varias otras mujeres deben rehacer sus vidas y sostener a sus familias tras el abandono. Desde ahí pude empatizar con ella.
Se ha descrito a Alvaro Viguera como un director de actores. ¿Cómo ha sido trabajar por primera vez con él?
Dicen que es un director joven, pero creo que es más un anciano disfrazado. Eso me gusta mucho, porque le da seriedad y madurez al trabajo. No es un director que te alabe, y da ciertos consejos y guía silenciosamente, pero uno nota su mano controlando todo. Es lo que más me ha sorprendido de él: que sea un director silencioso, observador y que no esté lleno de adornos. Es austero, parco, y son las personas con las que mejor me entiendo.
¿Cuál es el mayor riesgo de remontar un clásico como este?
La puesta en escena debe realzar un texto que pueda provocar resonancia. El zoológico de cristal es una obra que si bien se inserta en un período de entre guerras, nos toca de cerca por la época en que vivimos. Tanto en el texto como en el presente ronda la idea de que las ideologías cayeron y que no hay nada más por qué luchar, salvo la vida. Eso mueve a los personajes de la obra, a la madre y al hijo en este caso, e imagino que eso mueve también a quienes huyen de su tierra o a quienes dejan todo para reencontrarse con lo que han perdido.
Ud. se reencuentra con el teatro...
Todo actor necesita volver a sus raíces, y ese lugar es el escenario. No creo que exista otro espacio capaz de darnos la libertad de apropiarnos de un personaje y un texto. Yo no tengo prejuicios con ningún tipo de teatro ni con ninguna forma de expresión. Podría ir a ver una obra comercial y decir 'me encanta' sin ninguna carga de contenido ni objetivo. De calidad sí, porque tienen que estar muy bien hechas siempre, pero le concedo el grado de libertad creativa al llamado teatro comercial. Ojalá todo el teatro lo fuese y a todos nos fuera bien. Lo interesante es que aprendamos como público a replantearnos esos prejuicios. Uno debería sentarse nada más y dejar que te invada el espectáculo.