Nací en Santiago en 1974 en la Clínica Sara Moncada, y viví en Chile hasta que salí del colegio. Mi papá era Ángel Kreiman que fue gran rabino de Chile, líder de la comunidad judía en el país. Tengo muchos recuerdos porque él era muy público y además porque yo era de esas niñas bien involucradas. Estaba en el coro del colegio, participaba en la comunidad y en los campamentos de verano.
Mi papá fue una voz muy fuerte en la defensa de los derechos humanos y participó en el Comité Pro Paz durante la dictadura. Ese trabajo me inspiró mucho. Cuando nos fuimos de Chile a Argentina en los 90 se dijeron algunas cosas en su contra. Estoy consciente de que mi papá era una personalidad muy complicada, que su relación con la comunidad judía en Chile no terminó bien y que hubo muchos desafíos en el camino. Mi papá falleció hace tres años.
De chiquitita yo veía su trabajo y soñaba con hacer lo mismo, pero no sabía que existían rabinas, entonces era como la fantasía de los niños que quieren ser astronautas.
Cuando terminé el colegio me fui a Argentina con mis papás que son de ese país y habían regresado a Buenos Aires un año antes que yo.
Mi mamá trabajaba en la Asociación Mutual Israelita Argentina, más conocida como la AMIA, y murió en el atentado terrorista que hubo en ese lugar: una camioneta cargada de explosivos mató a 85 personas, dejó más de 300 heridos y destruyó el edificio. Fue el 18 de julio de 1994, es decir, se acaban de cumplir 23 años. Yo estaba en la casa con mis hermanas y una amiga que vivía cerca escuchó la explosión y me llamó. "Claudia, volaron la AMIA", me acuerdo que dijo. No entendí. Corté, me quedé ahí un rato y luego llamé a mi papá. Él me dijo que ella estaba bien. Nos llevaron a un colegio cercano a esperar noticias. Estuvimos ahí una semana. Cada vez que encontraban un cuerpo era un up and down de esperanzas. No aguantaba estar sentada sin hacer nada, en un momento quise ser voluntaria para retirar escombros, visitar enfermos o lo que fuera, pero no me dejaron. A los cuatro o cinco días entendí que era muy difícil que hubiera sobrevivientes. El atentado fue un lunes y a mi mamá la encontraron el domingo siguiente.
Me quedé en Argentina el año después del atentado. Iba todos los lunes a Memoria Activa, una asociación que se creó para esclarecer las responsabilidades y se reunía cada lunes a las 9:53 de la mañana, la misma hora del ataque, frente a los tribunales para pedir justicia. Un día me di cuenta de que no quería pasar mi vida así. Dos décadas después, conociendo Argentina y después de lo que pasó con el fiscal Alberto Nisman –quien acusó a Cristina Fernández de encubrir a quienes idearon el ataque contra la AMIA y fue encontrado muerto en 2015-, no sé si tengo esperanza de que haya justicia.
El atentado despertó en mí la convicción de que debía trabajar por mis valores. Decidí hacer de mi fe una carrera y no un hobby. Hasta ese momento estaba involucrada en la comunidad judía, pero pensaba que en algún momento elegiría una carrera como todo el mundo. Estudié cuatro años en The Schechter Institutes, en Jerusalén, para ser rabina. Es como un programa de posgrado, tuve que presentar una tesis y rendir un examen final. También hice una práctica y en la ceremonia final me entregaron mi diploma y mi tallit, un accesorio religioso judío en forma de chal. Me ordené en 2002.
Hace diez años estoy a cargo de una sinagoga llamada Temple Beth Zion, en Boston, donde hago de todo: acompañar a mi comunidad; liderar las celebraciones de las distintas etapas de la vida, como el recibimiento en la comunidad, los casamientos y los funerales; preparar a los niños para el rito del Bar y Bat Mitzvá, que es cuando se convierten en hombres y mujeres. Es un trabajo muy completo. Es una bendición poder acompañar a la gente desde un lugar espiritual. Vivimos en una sociedad tan profana y poco conectada con el amor, las creencias y la fe, que trabajar ayudando a las personas a vincularse con ese mundo me hace sentir honrada.
En Estados Unidos hay mujeres rabinas desde los años 70. Es algo relativamente nuevo, pero donde hay comunidades judías liberales y progresistas es común. En Chile no, lo que tiene que ver con lo conservadora que es la sociedad ahí. Hay sólo dos mujeres rabinas nacidas en Chile y las dos vivimos en la misma calle aquí en Boston.
Tengo marido y dos hijas, Alma, de ocho años, y Ariel, de dos. Hago una vida normal y una de las diferencias con otras religiones es que yo no estoy más cerca de Dios que la gente de mi comunidad. Estoy súper comprometida con la igualdad de género y cuando alguien me dice que mi marido me ayuda mucho, yo respondo: "No, no me ayuda, él hace sus obligaciones igual que yo las mías". Es más, por el tipo de trabajo que tengo, él hace más labores domésticas que yo.
Según nuestra tradición, la Torá, que es nuestra Biblia, se lee todos los fines de semana, pero puedo tomar el texto y conectarlo con la realidad. Últimamente hablo de lo que está pasando en este país. Desde antes de que Donald Trump fuera el presidente, lucho por la justicia social y este último año la he hecho una prioridad. He marchado en contra de las políticas migratorias que persiguen a los musulmanes y a quienes vienen de países vecinos sin documentos. Me han invitado a charlas con latinos y me doy cuenta de que tuve mucha suerte como migrante, me casé con un americano y mi proceso fue bastante fácil, por eso siento la obligación de usar mi voz de inmigrante, de latina y de rabina.
Lo mejor de ser rabina es poder acompañar a la gente desde un lugar profundo y espiritual, y ayudarla a conectarse con ese mundo.