Claudio vivía sus primeros días como guardameta en Viluco, pueblo cercano a la capital. Años antes se había roto los pies intentándolo en otra posición: era niño y probó como ese nueve que todos deseamos ser alguna vez. También más retrasado, pero no logró destacar. Pese a su corta edad, ya asomaba algo de ese temperamento que lo convirtió en el capitán de la generación más importante del balompié criollo: lo enojaba salir del campo, ser reemplazado, una constante, hasta que encontró su lugar bajo los tres palos.
Diez años tenía cuando su padre lo llevó a Macul. A la escuela del cuadro más popular del país. Julio lo conoció a Bravo y no tardó en apadrinarlo. "Me la jugué con traerlo. Quién sabe, en una de esas le pegamos el palo al gato", le dijo Marcial Bravo a Rodríguez, preparador de los metas albos.
Sin embargo, no fue un camino simple. Novatadas puntuales y, principalmente, su altura no convencían. En la final de la Copa Nike sub-14, por ejemplo, el ignoto cuidatubos tuvo una actuación para el olvido: el clásico rival los pasó por encima y se lo señaló como el principal responsable. Pero, pese a la insistencia del entonces presidente del fútbol menor, Julio estaba convencido: "Si se va, yo también me voy". Claudio era su heredero y continuaba o continuaba.
Los frutos llegaron una década después. A esa altura, ya se perfilaba como un adelantado que hizo suyo el método holandés: el arquero que aprendió mejor que nadie a jugar con los pies. Con estas credenciales asumió la enorme responsabilidad que representaba el pórtico albo ante Independiente Medellín, en la Copa Libertadores de 2003, pero su verdadero potencial recién llegó con el arribo de Claudio Borghi a la banca.
Esa tarde del 2 de julio de 2006, hace once años, no se borra más. En los 69', Luis Pedro Figueroa aprovechó un centro desde el sector derecho y lo venció. La "U" conseguía un tanto que estiró la llave hasta la siempre infame definición desde el punto penal. Salas lo batió, nada pudo hacer. Ante Droguett respondió, pero el yerro inmediato de Mena equiparó el escenario. Fue entonces cuando se hizo grande en serio.
Mayer Candelo, acaso el jugador excluyente de los azules, asumió la responsabilidad. El creador colombiano se paró ante Claudio y, como Panenka en la Eurocopa de 1986, buscó engañarlo con una delicada ejecución. Pero Bravo respondió. Como ningún otro. Rápido, felino, tras elegir un lado, volvió en el tiempo para rasguñar el balón y evitar una conversión segura. La tapada de su vida. La primera. Porque, como si se tratara de títulos, Bravo comenzó a coleccionarlas.
Seguramente San Sebastián y Cataluña fueron testigos de otro puñado de ellas, pero en el inconsciente colectivo hay una que se grabó a fuego: fue el 4 de julio de 2015 y nuevamente desde los doce pasos. Esta vez el damnificado Éver Banega. El volante argentino buscaba mantener con vida a una albiceleste que tenía todo en contra, tras la terrible ejecución de Higuaín un par de minutos antes. Pero apareció la figura de Bravo. No fue una tapada espectacular, no era necesario: le bastó con intuir acertadamente las intenciones del ex Sevilla. Suficiente para levantar y abrazar la primera Copa América de nuestra historia.
Un año después, Estados Unidos comprobó que contra Argentina era imbatible. En una final idéntica, protegió el cero con una intervención irrepetible ante el "Kun" Agüero y, ya desde los doce pasos, se hizo gigante ante Biglia.
El pasado miércoles sumó a su colección otro par de contenciones inolvidables, como marca su historia inmediata, en penales. Es ahí, en las instancias decisivas, donde asume el papel de canalla para con los percutores y se convierte en una prenda de garantía absoluta de La Roja. Los mejores no pudieron contra él. Lio se puso nervioso y la puso a volar. Luisito Suárez y Ronaldinho fueron otros ilustres que, como pocas veces en sus carreras, perdieron en ese duelo.
Todo indica que en Kazán, Cristiano Ronaldo iba a ser el quinto pateador de los lusos en la tanda. Un poco de suerte tuvo al no llegar a patear. Tenía enfrente a Claudio.