Hay carreteras que son como el mar: se pierden en el horizonte. Miras y miras y no ves el fin. Carreteras flanqueadas por el secarral proponiendo su gris marengo entre los mares marrones claros bajo el azul del cielo. Hay carreteras que llaman al viento sin ponerle oposición y el viento acude. Y los ciclistas lo saben, lo calculan, lo miran y lo esperan. Albacete tiene siempre una cita con el viento en esa interminable llanura en la que el cuentakilómetros te anuncia 30 kilómetros para ver las terrazas de Albacete pero parece que quedan mil, dos mil, una eternidad. Ante el viento, los ciclistas sacan los codos, aprietan los dientes y no miran a ninguna parte, es decir, al infinito, suponiendo que en algún momento la tortura se acabará. A falta de 30 kilómetros, el Sky decidió que el viento había llegado, lo saludó y echó a correr. Y el grupo se partió en dos, luego en tres, aunque todos los gallos estaban en el mismo corral. Si el agua vence al fuego, el viento puede endurecer una carrera tanto o más que las montañas.
Roto el pelotón, quedaba romper el orden establecido. A falta de 11 kilómetros (invisibles, pero reales), el Sky volvió a acelerar y de los gallos, a uno le pilló rezagado. Nairo Quintana de repente vio que el espejo de la carretera se iba haciendo grande mientras los otros gallos apretaban los dientes. Dos fallos en dos días eran demasiados. Le salvó el Giant, que quería ganar con Degenkolb, y descolgó a dos compañeros del primer grupo para que el alemán se cosiera al grupo cabecero. Quintana, impasible, pero preocupado, aprovechó el tirón y a falta de cinco kilómetros saludó a los colegas de delante. ¡Chicos, ya he llegado, pueden parar!, masculló en silencio. Pueden cerrar el abanico aunque siga haciendo calor, debió insistir.
Y cuando el viento se perdió entre los edificios de Albacete, se cerraron los codos del viento y se abrieron los codos de los esprines. Ya se sabe que los codos tienen muchas versiones. Habían llegado los principales esprínteres, o sea que la pelea estaba garantizada. Y Bouhanni estaba cabreado por su affaire en Ronda con Degenkolb. Y en la meta se sacudió el sobaco. Atacó a 300 metros, de lejos, se fue a un lado, al otro, de nuevo al otro flanco y enfilando el último empujón, agachó la cabeza y, mirando por debajo del sillín, vio la rueda delantera de Matthews y volvió a cerrar, a sacar el hombro. El australiano no pudo dar las últimas pedaladas y el francés ganó. Era un final previsible. En el viento y en los esprines, el zigzag es inevitable. Como en el mar, el oleaje de los secarrales hay que gobernarlo. Y airear el sobaco nunca está de más.