La noche del 7 de noviembre del año pasado no la olvidará nadie fácilmente. Fue la noche en que las cosas que pasan en el resto del mundo pero no en los Estados Unidos sucedieron allí también. La noche en la que el fenómeno que define nuestra época -la rebelión popular contra el "establishment" político, el ascenso de los "outsiders"- conquistó al país más poderoso.
¿Qué ha pasado desde entonces? Lo más importante es lo que no ha pasado. La democracia liberal estadounidense no sólo ha sobrevivido a Donald Trump: en cierta forma, lo ha domeñado. La sabiduría de los fundadores de los Estados Unidos estuvo en hacer un documento fundacional y crear unas instituciones con dos características que parecen contradictorias pero que el tiempo ha demostrado que son complementarias: la permeabilidad y la perdurabilidad. Lo primero garantizó que la democracia fuera evolucionando, gracias a lo cual, por ejemplo, desapareció la esclavitud. Lo segundo garantizó que los pesos y contrapesos limitaran de forma permanente, inmutable, el poder de los políticos, empezando por el presidente. Algo que es tan permeable no puede ser al mismo tiempo inmutable, pero los fundadores lograron esa aleación misteriosa cuya utilidad es la gran razón de que Trump no haya podido erosionar la democracia.
Lo que sí ha hecho es exacerbar las pasiones. Esas pasiones ya estaban en cierta forma, no las desató él. Recordemos la virulencia de la derecha popular contra Barack Obama y la agresividad del activismo de izquierda contra Bush hijo, por citar dos administraciones recientes. Pero Trump provocó, de ambas partes, una aceleración del pulso, una acentuación de los fanatismos, que llevó a temer por la convivencia y la propia democracia. El tiempo ha demostrado que esos temores eran exagerados porque la democracia no sólo es institucionalmente muy sólida: también es un organismo vivo. ¿Qué significa eso? Esencialmente, que hay una sociedad civil despierta, alerta. Ella frena, desde la derecha, los excesos de la izquierda cuando hace falta y, desde la izquierda, los de la derecha. A menudo ambas partes exageran y, a veces, rebasan lo tolerable. Pero hay mecanismos que de inmediato impiden males mayores.
Una característica saltante de la administración Trump, en este año, ha sido la distancia entre el comunicador y el hacedor. El comunicador ventila su frustración por no poder hacer más de lo que el sistema político le permite aumentando los decibeles, agitando las pasiones. Por eso pelea con China, México, Alemania (luego se amista con China, México, Alemania), con los jugadores de fútbol americano, con Hollywood, con los conductores de programas nocturnos, con los musicales de Broadway o con los alcaldes favorables a la inmigración. Pero el hacedor no ha logrado todavía que se apruebe ninguna ley significativa, por ejemplo en los campos de la sanidad (prometió desmontar la reforma de Obama), la inmigración, la obra pública o los impuestos.
Dicho esto, está reservado para el hacedor un espacio en el que el poder -la pluma- del presidente sí pude actuar con poco freno. Es el terreno de los reglamentos y normas administrativas. Allí, la energía de Trump tiene margen de maniobra. El país tenía una burocracia descomunal (la sigue teniendo), que requería por lo menos el inicio de una dieta reglamentaria. Trump ha reducido el Registro Federal, el conjunto de normas burocráticas del gobierno central. Ha emitido 60% menos normas que Obama pero también ha podido, según el American Action Forum y el Competitive Enterprise Institute, achicar en un tercio el conjunto de reglas burocráticas.
La razón por la cual Trump no ha ejercido, en el campo legislativo, el mismo dinamismo tiene más que ver con su partido, mayoritario en ambas cámaras del Congreso, que con el Partido Demócrata. Las divisiones internas y lo enfeudados que están muchos congresistas a su problemática local han impedido que Trump obtuviera los votos necesarios. En algunos campos, como la reducción de los impuestos, es posible que lo logre, pero la batalla está todavía inconclusa.
En inmigración, uno de los temas que definen a Trump, la aplicación de sus políticas ha encontrado el obstáculo de la justicia. Tres vetos migratorios hechos en nombre de la seguridad nacional han sido paralizados por las cortes y no se sabe cómo acabarán siendo vistos por la Corte Suprema cuando lleguen allí. Tampoco ha podido iniciarse la construcción del muro en la frontera con México porque no hay el dinero para ello, algo que sólo el Congreso puede producir. Sin embargo, Trump sí ha encargado prototipos en San Diego. Mientras tanto, al igual que en otros campos, explota al máximo el espacio normativo que le concede el control del registro burocrático. Así, ha reducido el número de refugiados a 45 mil, como quería, y ha intensificado la política de arrestos. Pero no ha cumplido la promesa de detener y expulsar a los tres millones de "bad hombres" (inmigrantes con algún antecedente policial o penal). Hay menos ingresos al país, pero esa tendencia ya venía de atrás y no está claro cuánta incidencia ha tenido en ello la nueva administración.
En el campo comercial, otro asunto emblemático de Trump, también hay una distancia entre lo prometido y lo logrado. Salvo salirse del Acuerdo de Asociación Transpacífico, el gobierno no ha podido actuar de forma consecuente con el discurso proteccionista y nacionalista. Se están renegociando los tratados importantes, como el América del Norte, pero Trump no ha retirado a su país de él.
En parte gracias a esta moderación impuesta por la democracia liberal pero también por la realidad, el populismo de Trump ha tenido que apelar a las armas del comunicador en sustitución del hacedor. El discurso sigue allí. Pero su efecto se concentra hoy en la base popular de su partido, no en el país en general. Por eso, los actores económicos no se han inhibido, como hubiese cabido esperar. Al contrario: hay un optimismo creciente entre ellos. Se nota ya en las órdenes de compra, la reposición de inventarios, las inversiones de capital de las empresas.
En el segundo y tercer trimestre, el crecimiento alcanzó el 3% y todo indica que ese ritmo continuará. El desempleo ha caído al 4%, lo que equivale al pleno empleo, y en cuatro de los últimos nueve meses se han creado los empleos que Trump prometió (habló en su día de 25 millones de puestos de trabajo en una década, es decir 208 mil mensuales). En la industria, área en la que el proteccionismo económico de Trump es especialmente enfático, el ritmo de aumento del empleo es el mayor en cuatro años.
Una parte de esto tiene que ver con la inercia que Trump heredó. Otra tiene que ver con la comprobación de que la democracia estadounidense ha tenido un efecto moderador sobre el populismo. La tercera tiene que ver con que el populismo de Trump es un ave exótica con plumas de muchos colores, varias de ellas incluso liberales (como la reducción de impuestos o la eliminación de normas burocráticas). La expectativa de que el Congreso termine aprobando alguna versión del plan de reducción de impuestos probablemente está incidiendo en el optimismo de los capitanes de industria.
La relación de Trump con los conservadores es ambigua. Ellos no lo ven como uno de los suyos porque el populismo proteccionista es írrito al libre comercio y la libre empresa en muchos aspectos. Pero Trump, que fue en su día más bien liberal en temas morales (en Estados Unidos se los llama "sociales"), se ha encargado de asumir credenciales conservadoras en temas de conciencia. Su forma de conquistar a un sector conservador ha sido nominar jueces conservadores.
En un país donde las grandes batallas valóricas, pero también las políticas, desembocan siempre en la Corte Suprema, el poder de nominación que tienen los presidentes es un gran asunto de debate. La nominación de Neil Gorsuch, que fue aprobado por el Senado como juez de la Corte Suprema, ha ayudado a Trump a frenar la erosión del apoyo en el sector conservador. También ha contribuido a ello la nominación y aprobación de otros 16 jueces a tribunales de distinto tipo, así como la nominación, todavía sujeta a aprobación de la Cámara Alta, de 52 más.
En política exterior y en seguridad nacional, Trump también ha tenido que enfrentar una realidad mucho más compleja que sus intenciones. El aislacionismo del discurso chocó con las responsabilidades de liderazgo que el mundo reclama de Estados Unidos y con los enemigos, que siguen allí. Salvo el retiro (a medias) del acuerdo climático de París y los choques retóricos de la primera hora con Alemania y México, la política de Trump está dictada mucho más por el adversario que por él mismo, especialmente Corea del Norte, que ya tiene la bomba nuclear y no da señales de dar marcha atrás en su agresividad, incluso con las sanciones que se le han impuesto. Aun así, hay un logro que probablemente también deba algo a una inercia heredada: la derrota del Estado Islámico en Siria e Irak. El califato se ha hecho trizas, pero el terrorismo islámico no. Ese enemigo es interno, como lo recordó al país el responsable del atentado de Nueva York hace pocos días, pero también externo. De allí en parte que el aislacionismo populista resulta inviable (la otra razón que lo hace impracticable es, por supuesto, la economía globalizada).
Es prematuro afirmar que Trump será un presidente de un solo periodo. Su impopularidad (sólo cuenta con un 37% de aprobación, la más baja a estas alturas del mandato en 70 años) sugiere que sí. Pero la aceptación que mantiene en su base popular -dato importante en este país de voto voluntario— no permite hacer un pronóstico definitivo. Además, el viento de cola de la economía podría permitirle recuperar algo del apoyo que ha perdido, neutralizando el repudio que le profesa no sólo la izquierda sino un sector de clase media asustada por su prepotencia y formas poco presidenciales. Todavía está vivo el populismo en una amplia base social que ve a los enemigos de Trump, sobre todo a los políticos y la gran prensa, con resentimiento.
El gran protagonista de la presidencia de Trump hasta ahora es la democracia estadounidense, no el propio presidente. Ver actuar a las instituciones, a la sociedad civil, frente al populismo presidencial ha sido novedoso e instructivo para muchos ciudadanos que quizá no eran conscientes del poder que tiene la Constitución norteamericana para frenar los excesos de quienes mandan. Ese forcejeo, por cierto, no ha concluido. Durará toda la presidencia del actual mandatario. Tal vez es una lección que también ha aprendido el resto del mundo, donde el miedo era tan grande o mayor del que cundía dentro de las fronteras de los Estados Unidos.