Durante una serie de reuniones con la administración Trump, el Congreso, sectores empresariales con activos al sur de la frontera estadounidense y formadores de opinión, un grupo de personas hemos tenido ocasión en días recientes de entender algo mejor cómo está funcionando la política latinoamericana del gobierno de Estados Unidos. Como todas las reuniones fueron "off the record", no ofrezco información confidencial alguna (que, además, es lo que menos importa), sino una visión de lo que me parece que está sucediendo. En circunstancias normales, las estructuras que se encargan de esa política son las siguientes. Existe, por lo pronto, el Consejo de Seguridad Nacional, que es parte del brazo ejecutivo del gobierno, asesora directamente al Presidente y tiene a un responsable sobre América Latina. Luego está el Departamento de Estado, donde hay un buró especializado en el hemisferio occidental, cuya misión es asesorar al secretario de Estado. Las relaciones entre ambas estructuras son complicadas porque, aunque en el papel los roles están distribuidos, en la práctica puede haber mucho solapamiento o rivalidad.

Además, está la subcomisión senatorial encargada de la región, que, según tenga el gobierno mayoría parlamentaria o no, puede resultar muy influyente en la toma de decisiones. Y, por supuesto, a pesar de que su rol está muy circunscrito a asuntos específicos, el Comando Sur, basado en Florida y en manos de un militar, juega un papel. En teoría lo suyo es la seguridad y la defensa, pero en la práctica es frecuente que entre esos asuntos y los políticos haya vasos comunicantes, por lo cual su "input" también puede ser importante.

Como se ve, hay una compleja trama de estructuras simultáneas y paralelas (y no estoy contando a sectores de la comunidad de inteligencia, por ejemplo a quien dirige la CIA para la región, al supervisor de los "jefes de base" en los distintos países). Para que esto funcione bien, es necesario no sólo gestionar los egos personales y la importancia de cada estructura, sino, y sobre todo, que alguien con mucha autoridad tenga una visión muy clara de las cosas y pueda transmitirla a todas las partes del rompecabezas, de manera que los funcionarios vayan en la misma dirección.

Pues bien, una sorpresa con la que nos topamos en estos días es que hay mucha mayor información y capacidad de entender lo que está pasando en América Latina de la que uno pensaba desde afuera. Pero también hay una imprevisibilidad en la cúspide del poder de tal naturaleza, que una parte importante de esa capacidad para entender América Latina se está desperdiciando.

Si hubiera que resumir algunas de las grandes tendencias del momento en la región, habría que mencionar, evidentemente, el declive, o en algunos sentidos, el ocaso de la ola populista que arrancó hace ya más de década y media, y la revalorización paulatina de las políticas favorables a la democracia liberal, la globalización y la economía de mercado. Pero también el surgimiento de una vasta -y todavía precaria- clase media, que podría ser una base poderosa para impulsar lo primero, aunque podría, asimismo, ser una fuerza destructiva si la monumental corrupción de los políticos y las instituciones de la región es percibida como una constante sin visos de corrección. Esto significa que todo lo que haga Estados Unidos para facilitar las tendencias positivas de América Latina será beneficioso, pero también que cualquier cosa que haga para entorpecerlas puede ayudar a generar inestabilidad y a repotenciar a las fuerzas del populismo o incluso del nacionalismo.

Mucho de lo anterior lo entienden bien algunas de las estructuras que llevan a cabo la política hacia América Latina. Esa es una novedad interesante y reconfortante en los tiempos de Trump. Pero lo que es inquietante es que la Casa Blanca no parece haber recogido bien ese mensaje que le transmiten los responsables de América Latina. ¿Por qué? Creo que la razón principal es que América Latina interesa sobre todo como asunto de política interna, es decir que es observada casi exclusivamente a través del prisma de la inmigración, de la competencia comercial y del voto de la Florida. Desde luego, sabemos desde Palmerston que la política exterior no es un asunto de amigos sino de intereses, y esos intereses siempre remiten a lo doméstico. Pero en la administración Trump la subordinación de la política hacia América Latina a esos intereses domésticos es mayor que en administraciones anteriores y tiene, además, un sesgo que va a contrapelo de la visión acertada que poseen hoy muchos de los responsables de la política latinoamericana dentro de la administración.

La consecuencia de esto es mucha incertidumbre. Si los que tienen por función entender y transmitir lo que sucede en América Latina y formular políticas que ayuden a que las relaciones sean mutuamente provechosas no logran hacer valer sus ideas, evidentemente será difícil que en la Casa Blanca haya un cambio de mentalidad. Seguirá importando, sobre todo, la "excesiva" inmigración y la competencia comercial "desleal" de México (además de Venezuela, por supuesto). Esto supone que mucha de la gente que se ocupa de América Latina ve con claridad el riesgo de que Andrés Manuel López Obrador, que está liderando las encuestas en México, resulte siendo enormemente beneficiado, de cara a las elecciones presidenciales del año entrante, si desde Estados Unidos se sigue amenazando con acabar con el Tratado de Libre Comercio (que está en su tercera fase de renegociación).

Después de mucho tiempo, se logró en México un amplio consenso sobre las bondades de (cuasi) libre comercio entre ambos países. A tal punto, que la retórica del Presidente Trump contra los inmigrantes mexicanos y contra lo que percibe como la competencia desleal han provocado una reacción defensiva que hace del tratado algo así como una cuestión de orgullo nacional, independientemente de las bondades económicas que ha supuesto para el país. Dada esta realidad, López Obrador, un histórico adversario del tratado, hoy en cierta forma se embandera en él, convirtiéndolo en un instrumento electoral. El efecto de amenazar desde la Casa Blanca o desde la Secretaría de Comercio con eliminar ese acuerdo (algo, por cierto, que tendría que pasar por el Congreso por tratarse de una ley, aunque hay formas de erosionarlo mediante decretos) es beneficiar a López Obrador directamente. Debe estar frotándose las manos con las más recientes declaraciones del Presidente.

También hay en la administración la noción de que ciertas candidaturas potenciales podrían modificar el escenario en contra de López Obrador. Se me ocurre, por ejemplo, José Antonio Meade, el secretario de Hacienda, que no tiene partido propio y podría encabezar una gran alianza según líderes tanto del PAN como del PRI, e incluso el PRD (del que López Obrador se separó). Pero los negociadores del "Nafta", que están en contacto estrecho con la Casa Blanca, no han sabido recoger estos consejos de sus responsables de cuestiones latinoamericanas y han metido la pata más de lo razonable.

Muchos al interior de la administración interpretan que la Casa Blanca sólo está -como hacía Trump en el mundo de los negocios- calculando que la agresividad ablande al interlocutor para acabar transando. Ocurre, sin embargo, que los efectos ya se están sintiendo y que, a diferencia del mundo de los negocios, donde el resultado final puede ser suficiente, en política exterior la acumulación de efectos negativos puede generar efectos irreversibles del otro lado aun si el resultado final es bueno.

Un problema adicional que se percibe en la dificultad de los responsables de América Latina en la administración para que la cabeza trace una línea clara es la fragmentación. Me refiero a que muchos en el gobierno tienen claro lo que está en juego respecto de los dramas electorales en los distintos países, incluyendo Chile y los varios comicios del próximo año, por ejemplo en Brasil y en Colombia, pero no acaban de expresar una visión de conjunto. Por ejemplo: sería interesante que en la Casa Blanca hubiese mayor noción de lo que significa que el Mercosur y la Alianza del Pacífico, que hasta ayer eran iniciativas integradoras ideológicamente enfrentadas, hoy, por los cambios de gobiernos ocurridos y acaso por ocurrir, se estén acercando en la práctica cada vez más. Los vasos comunicantes entre el Brasil post-Dilma Rousseff y la Argentina de Macri, por un lado, y el Perú de Kuczynski y eventualmente el Chile de Piñera (si gana el "balotaje"), por el otro, podrían producir un realineamiento de todo el proceso de integración sudamericano. Esto es algo que no escapa a varios de los responsables de Latinoamérica en Washington, pero no hay todavía un reflejo de esta percepción certera en la cúpula. Lo que prima es una visión fragmentada, caso por caso. Por eso es que se ha visto a la subcomisión de relaciones con el hemisferio del Senado, que preside Marco Rubio, asumir de tanto en tanto roles más propios del Poder Ejecutivo algunas veces, aunque esto se nota más en los temas de Cuba y Venezuela.

Respecto de Venezuela, dado el perfil alto de la cuestión, tiende a haber mayor línea de mando entre jefes y subordinados, y por tanto mayor coherencia y claridad a la hora de ejecutar una política (y en ese caso se suma otra estructura más en la formulación de la política, como el Departamento del Tesoro, responsable de las sanciones financieras). Pero uno quisiera ver mayor coordinación efectiva con el Grupo de Lima. También en este caso hay buena información en distintos estamentos de la administración Trump respecto de la importancia de esa iniciativa, que compromete a países de la propia región con el esfuerzo por recuperar la democracia en Venezuela. Pero sería útil que la Casa Blanca exteriorizara mejor ese interés en coordinar acciones con el grupo, algo que, por ejemplo, la OEA, al mando de Luis Almagro, sí está haciendo.

Se ha dicho a menudo que América Latina importa poco en Washington, porque, en general, no hay guerras, terrorismos religiosos, amenazas graves para la seguridad nacional ni situaciones de tragedia humanitaria. Esto debería constituir, más bien, un escenario propicio para llevar a cabo políticas con un reposado sentido del largo plazo. Si uno no tiene que estar apagando fuegos cada día -o temiendo lo peor cada noche al acostarse-, significa que hay más espacio y margen de maniobra para formular políticas latinoamericanas desde Washington con un sentido de lo que conviene.

Convencer a la Casa Blanca de ello debería ser una de las tareas importantes de los responsables de América Latina en las distintas estructuras de poder en la administración Trump. Y eso pasa por convencerla de no hacer –o decir- demasiadas cosas que compliquen dicho objetivo.