Las elecciones de hoy en Chile suscitan en la región latinoamericana un interés distinto del que solían despertar los comicios chilenos. Hace unos años, cuando se veía a Chile "descolgado" del resto de los países latinoamericanos por su éxito comparativo y porque su problemática parecía la de un país mentalmente situado en el primer mundo aun si su grado de desarrollo no lo estaba todavía, las elecciones de este país se veían de dos formas.
Una podríamos calificarla de curiosidad antropológica: nos parecía a los demás que, como los chilenos eran distintos, debíamos mirarlos tratando de comprender qué los hacía diferenciarse y tratar de identificar en sus campañas y en su comportamiento ante las urnas las claves de su progreso.
La otra forma de ver las elecciones chilenas podría ser descrita como curiosidad anticipatoria. Algún día tendremos el grado de progreso que tienen los chilenos, pensábamos, y nos conduciremos, en política y economía, como ellos, de manera que observar unos comicios del país austral era en cierta forma observar los nuestros con 10, tal vez 15, años de anticipación.
Eso ha ido cambiando a medida que Chile se ha ido –como está de moda decirlo- "latinoamericanizando". Por lo menos desde 2011, y con renovado énfasis desde 2014, cuando entró a gobernar la Presidenta Bachelet con una coalición y un programa distintos de los que habían predominado durante los 20 años de gobiernos de la Concertación, la sociedad chilena y sus dirigentes políticos enviaron señales al mundo de que no son una especie muy diferente.
Eso dividió a los observadores latinoamericanos en tres corrientes de "chilenólogos".
Una, la que predominaba entre los populistas de la región, veía en lo antes descrito el descrédito –por fin- del modelo chileno y el desmentido a la idea de que Chile estaba significativamente por delante del resto. La segunda, la de los catastrofistas, constataba con mucha alarma que los chilenos, a pesar de que su progreso era real, habían decidido tirar su éxito por la borda; esa corriente se preguntaba, ahora que sus países estaban avanzando en la dirección que Chile había tomado tiempo atrás, si ellos también acabarían haciéndose algún día el harakiri. Y la tercera corriente, equidistante de las otras, tratando de comprender lo que realmente sucedía en Chile, identificaba un problema generacional importante pero no fatal: las nuevas generaciones de chilenos, para las cuales el progreso era ya parte del paisaje natural de las cosas, se dividían entre quienes exigían al modelo, con impaciencia, un salto cualitativo de los servicios públicos y quienes, complacientes y un poco frívolos, desconociendo lo que es ser subdesarrollado o pobre, habían sucumbido a la utopía de una sociedad incontaminada por el materialismo.
Independientemente de si hablamos de los populistas, los catastrofistas o los equidistantes, muchos latinoamericanos empezaron a mirar las elecciones chilenas con cercanía, ansiedad, expectativa. Y así es como verán la segunda vuelta chilena que se juega este domingo.
¿A quiénes dará el resultado de hoy más razones para reafirmarse en sus convicciones? Para responder con certeza habría que tener una bola de cristal y anticiparse no sólo al resultado, sino, sobre todo, a la evolución del próximo gobierno, lo que incluye el comportamiento de la oposición y la calle. Pero podemos extraer de la primera vuelta algunas conclusiones que quizá la segunda confirme y que dan la razón más a unos latinoamericanos que a otros.
Para los populistas de la región, el buen resultado del Frente Amplio pareció una reivindicación de sus tesis sobre (contra) el modelo chileno. Pero para que su interpretación de Chile fuera cierta, tendrían que haber ocurrido varias cosas en la campaña de la segunda vuelta. La más importante: una radicalización de Alejandro Guillier o, para decirlo de otra forma, el secuestro, por parte del Frente Amplio, de la candidatura, el discurso y la campaña del candidato de la Nueva Mayoría. Eso no ha ocurrido. Aunque Guillier ha hecho concesiones -como las viene haciendo la Nueva Mayoría- a ciertos aspectos del populismo chileno, si algo puede decirse es que ha creído conveniente, para no alejarse de la posibilidad del triunfo, enviar al electorado de clase media señales de relativa moderación.
Lo que eso nos dice acerca de la centroizquierda chilena es que, en el fondo, su lectura de la calle es bastante distinta de la lectura que hace el Frente Amplio e incluso de la lectura que ha hecho el gobierno de la Presidenta Bachelet en los momentos de mayor hostilidad contra el modelo vigente. En otras palabras, sigue habiendo una centroizquierda en Chile, algo que desde el exterior se creía que había desaparecido o estaba en vías de extinción. Desde luego, siempre cabe la posibilidad de que la Nueva Mayoría gane la segunda vuelta hoy y trate de hacer un gobierno más de izquierda de lo que su campaña ha ofrecido. Pero nadie que crea que la sociedad chilena está seriamente enemistada con su modelo de desarrollo hace una campaña como la que ha hecho Guillier. Una campaña que ha sintonizado con un número grande de chilenos, a juzgar por las encuestas que durante semanas han apuntado a un margen no muy grande de ventaja para Sebastián Piñera. Por tanto, los populistas latinoamericanos que veían en el Frente Amplio el destino de Chile y el fin del modelo no saldrán hoy victoriosos del "balotaje".
¿Quedarán mejor parados los catastrofistas? En cierta forma, aunque por razones opuestas, ellos tienen una visión parecida a la de los populistas acerca del Chile de los últimos años. Para ellos el resultado de la primera vuelta implica que al interior de la izquierda los populistas se están haciendo cada vez más fuertes y que un eventual gobierno de Guillier hará inevitable una radicalización oficialista por la dependencia respecto de la bancada parlamentaria del Frente Amplio y la presión de la calle. Pero, como hemos visto antes, la propia Nueva Mayoría, que ha pagado un alto precio por su radicalización de los últimos años, tiene una interpretación muy distinta, a juzgar por el tipo de campaña y de propuestas económicas de Guillier durante la segunda vuelta. Parecería que la exigua Democracia Cristiana hubiera tenido, acaso sin proponérselo, más influencia que la poderosa izquierda populista en la campaña de Nueva Mayoría. Si Piñera representa el modelo con matices de centroderecha y Guillier representa el modelo con matices de centroizquierda, quiere decir que todavía las elecciones chilenas se juegan en una masa crítica de ciudadanos de clase media que no quieren tirar por la borda el éxito alcanzado. Quieren cambios, mejoras, velocidad, pero no la tabla rasa.
Que la Nueva Mayoría haya pedido al ex Presidente de Uruguay, José Mujica, que sea el padrino del cierre de la campaña de Guillier en cierta forma simboliza todo lo anterior. Recordemos que Mujica, independientemente de los errores que se le pueden achacar y una cierta caducidad ideológica que envejece su discurso, es un crítico del chavismo. Es más: hace poco Daniel Ortega, que ha convertido a Nicaragua en un régimen autoritario populista, le negó la entrada por temor de que, aprovechando un acto académico al que lo habían invitado, lanzara críticas al gobierno nicaragüense.
Lo cual nos lleva al tercer grupo latinoamericano, el de los equidistantes. En principio, ellos saldrán, por descarte, reforzados en esta segunda vuelta, gane quien gane (aunque más si gana Piñera que si gana Guillier). Pero recodemos que estos equidistantes no sólo interpretan que hay chilenos que han sucumbido a la revolución de las expectativas y quieren, comprensiblemente, vivir mejor sin renunciar al modelo, sino también que un grupo significativo aunque minoritario desprecia el materialismo porque no sabe lo que es la privación y quiere jugar con fuego. No son suficientes como para forzar el cambio de modelo hacia el populismo pero sí, como lo ha demostrado la experiencia de los últimos años, para poner palos en la rueda del país. Que la quinta parte del electorado haya votado por el Frente Amplio y que una parte bastante numerosa de ellos vaya a votar hoy implica que seguirá gravitando sobre el modelo cierta incertidumbre.
Esto significa que los equidistantes mirarán con alivio el resultado de hoy pero seguirán pendientes de cómo se conducen los radicales chilenos que quieren cambiar el modelo en los próximos años. Es uno de los factores de la latinoamericanización de Chile que ha dado a muchos vecinos razones para observar con intensidad lo que sucede allí, en el sur del sur.
Los equidistantes tienen, como es lógico, razones internas para desear que su interpretación del Chile de hoy sea la correcta. Los equidistantes de países donde el populismo ha sido derrotado o expulsado del poder (constitucionalmente) necesitan evitar que las corrientes populistas locales se amparen en la "izquierdización" de Chile para buscar nueva legitimidad; los equidistantes de países donde gobierna todavía el populismo catastróficamente necesitan no sólo evitar que sus autoridades se refuercen apuntando a Chile, sino impedir que el discurso populista pueda utilizar la situación chilena para decir que el modelo libre y abierto conduce a la infelicidad de la que hoy millones de chilenos se quejan; por último, los equidistantes de países donde hay una amenaza populista, como México, necesitan que Chile siga ayudándolos, con su ejemplo, a afirmar que hay un camino mucho mejor, lo que se vería seriamente comprometido si los chilenos decidieran que ellos tampoco creen en las bondades de su modelo.
No conviene exagerar la influencia que tienen los sucesos políticos de un país latinoamericano en otro, ni los vasos comunicantes que hay entre procesos electorales de distintos lugares de América Latina. La dinámica interna es y seguirá siendo la determinante. Pero en las élites políticas, económicas e intelectuales el peso del ejemplo del vecino es cada más mayor. Es allí donde Chile ha vuelto a recuperar mucho protagonismo en años recientes, despertando un interés regional desproporcionado, en comparación con el pasado, en el rumbo que tomen los acontecimientos chilenos.
La frase que más se escuchaba antes, cuando salía a relucir Chile en la discusión interna de otro país latinoamericano, era: "Chile es un caso distinto". Con eso se terminaba el debate y se pasaba a otro tema. Quizá la gran novedad es que esa frase se escucha cada vez menos y por tanto, cuando alguien trae Chile a colación en un debate interno, lo que predomina es la toma de partido. Es decir: el debate entre observadores populistas, catastrofistas y equidistantes, cuyas interpretaciones de la situación chilena tienen, en todos los casos, una dimensión doméstica.