De entre las muchas cosas que ocurrieron el domingo pasado, quizás la principal sea la tendencia a la polarización política, un movimiento centrífugo de los dos grandes bloques en que está dividido el país, la izquierda y la derecha. Ha sido una polarización moderada, de todas maneras, porque ninguno de los dos finalistas en la carrera presidencial puede ser ubicado en los extremos del sistema, sino más bien cerca del centro.
Parece haber sido, además, una polarización hasta cierto punto involuntaria: más que "a favor de", ha prevalecido un voto "en contra de", que ha golpeado a los políticos tradicionales, las caras repetidas y las figuras asociadas a ciertos monstruos sociales de invención reciente. Si esto es así, puede ser muy incorrecto volver a afirmar -como ya se hizo el 2009- que hay una mayoría sólida "en favor de" cualquier dirección. Puede estar en ciernes "un espejismo de sujeto político", como lo ha llamado el profesor de la Universidad de Valparaíso Pablo Aravena.
De todos modos, absolutizar las mayorías es uno de los peligros suicidas de las democracias. Absolutizar unas mayorías que se mueven en los márgenes, como son todas las que han ganado las elecciones presidenciales chilenas desde el 2000 en adelante -ni hablar del voto cruzado y las segundas vueltas- es aún más especioso.
El forcejeo hacia los polos está causando toda clase de tratativas asombrosas para la segunda vuelta, pero antes que eso ya destruyó a la DC. La elección parlamentaria le dio un amplísimo triunfo a la ingeniería electoral. De sus estragos se salvó el PS, partido para el cual se anunciaba una noche de cuchillos con el supuesto de que se perdían los candidatos más eminentes. Pero los socialistas salvaron el mobiliario en el Senado y tuvieron un excelente desempeño en diputados, que los dejó, por muy amplio margen, con la hegemonía de la ex Nueva Mayoría.
En la DC pasó al revés. Medido en resultados de diputados, ese partido tuvo un retroceso leve desde las municipales: desde 12,75% a 10,68%. La levedad no oculta el hecho de que esos dos puntos menos prolongan la irrefrenable tendencia depresiva que sufre la DC desde la segunda mitad de los 90. Pero no es nada si se compara con el 5,88% que obtuvo su candidata presidencial. La conclusión evidente es que gran parte de la DC no votó por Carolina Goic, y es más o menos fácil establecer los lugares donde ese abandono fue propiciado por los propios DC.
Por eso era poco decoroso saltar sobre su cuello para exigirle su renuncia a la presidencia del partido, que debía producirse de cualquier manera. Pero, por otro lado, sin ese gesto inamistoso no quedaría claro que un sector que estuvo en contra de ella pasaba a hacerse cargo del partido exangüe, arropado por sus victorias personales. Un doble golpe de efecto. Es posible que las personas importen poco cuando se está en medio de una debacle, pero el trato hacia Goic ha sido mil veces más descomedido que el que recibió Claudio Orrego tras las primarias de 2013, cuando también fue abandonado por su partido.
La estética de la "fraternidad" que definía a la tradición DC fue arrasada por las elecciones. La ha sustituido un espectáculo de canibalismo como no se había visto en muchos años en la política chilena. Un espectáculo que, además, deja a ese partido en una situación disminuida para trasladar su apoyo al candidato del oficialismo, e incluso para enfrentar el previsible carnaval de renuncias y amenazas disciplinarias que sólo confirmarían su debilidad.
Lo que divide a la DC puede ser muy profundo, pero de momento se trata de dos apreciaciones contradictorias: una ha sostenido que la alianza con la izquierda le estaba siendo perjudicial, porque se había perdido el equilibrio, lo que condujo a la candidatura presidencial en solitario y a la lista parlamentaria separada; la otra ha afirmado que la DC debía confirmar su unidad con la izquierda y su rechazo a la derecha, lo que condujo a los llamados a comprometer por anticipado su respaldo a la candidatura oficialista que triunfara. Una posición implica replantear los supuestos de la Nueva Mayoría; la otra, restaurarla para discutirlos en el interior.
Ambas visiones se sostienen sobre evidencia insuficiente o contradictoria: el mal resultado general, la derrota de figuras relevantes, el abandono de la candidatura presidencial, las rencillas durante la campaña, en fin, todo el desgarro finalmente expresado en votos no da la razón concluyente a ninguna de las facciones. Sostener una u otra posición ha pasado a ser un asunto de convicciones, no de hechos. (Cabe conjeturar que en este clima queda oscurecido el excelente resultado en consejeros regionales, donde funcionó otra lógica de alianzas y la DC unida con el PS obtuvieron 70 elegidos, la segunda fuerza detrás de la alianza de RN con Evópoli).
La conflagración interna de la DC no deja indiferentes a los líderes históricos de la centroizquierda; para algunos es una preocupación mayor que la erupción del Frente Amplio. Aunque ellos mismos hayan deseado muchas veces que desapareciera de un plumazo ese partido ecléctico, moroso, cavilante, todos saben que la extinción -o la jibarización- de un centro vinculado a la izquierda implica un desplazamiento del centro hacia la derecha. No se trata de que la DC como partido esté con la Nueva Mayoría o con Chile Vamos -esa es la manera maniqueísta de mirar el problema-, sino de que sus votantes empiecen a decidir sólo en función del rechazo a las posiciones de otros. Cuando un partido se empieza a definir por negación, quiere decir que se encamina a dejar de ser partido.