En una campaña normal, a estas alturas de la contienda los candidatos presidenciales les estarían hablando a los indecisos, que, según la encuesta del CEP, sería casi un 30% en el universo total y casi un 14% entre los que dicen que votarán con seguridad. En este último grupo están los que no han terminado de escoger candidato. Es un porcentaje jugoso, pero si nadie los había convencido hacia octubre (el cierre del CEP), es bastante difícil que sean seducidos de golpe por una sola de las opciones.
Más enigmático (y atractivo) es el primer grupo, donde están los abstencionistas, que según todos los datos son bastantes más que un tercio. Un estudio del PNUD –también del pasado octubre- concluyó, a partir de respuestas sobre la votación anterior y la próxima, que habría un 30% de abstencionistas "duros", porfiados, que no han votado ni lo harán, y un 25% de "indecisos" que, de acuerdo a las sumas y restas, tienden más bien a sumarse a los abstencionistas, aunque guardan un potencial de voto. Esto deja a los votantes "seguros" en un 45%. Los que le han dicho al CEP que van a votar con seguridad también llega a un 43%, estimación que, además, coincide con la de diversos expertos electorales. Un total de alrededor de 6,7 millones de personas.
Todos estos datos se darían por firmes en una campaña normal. Pero la del 2017 no es normal, y su principal anomalía es la balcanización de la centroizquierda y la posible volatilidad del voto entre todos sus candidatos.
Quien parece haber percibido esa falta de firmeza, esa flojera, esa carencia de convicción que fluye como un ectoplasma desde los candidatos hacia los electores, es Marco Enríquez-Ominami. Con su ya conocido olfato para la sangre, el candidato de sí mismo ha ocupado todo el espacio de notoriedad con una ancha ofensiva sobre el potencial electorado de Alejandro Guillier (con la DC no se mete, porque no le gusta y porque presiente que ahí aún hay heridas sin coagular): arrebatándole la defensa de Michelle Bachelet, hablándole al electorado que quiere más seguridad, llevándose las reformas de la Nueva Mayoría, ofreciendo apoyo para la segunda vuelta, y así, ad nauseam.
Guillier no responde (¿qué podría responder?) y es bastante probable que Enríquez-Ominami esté percibiendo los pequeños réditos de esa estrategia de boxeo inclemente. No es alguien que pueda ser acusado de rendirse ante los porfiados hechos, pero actúa con racionalidad, esto es, con cálculo. De acuerdo, dentro de esos cálculos tendría que estar la idea de que si sus resultados son muy inferiores a los que tuvo en el pasado, su carrera política podría quedar en riesgo terminal, pero no es esto lo importante.
Enríquez-Ominami no le habla a la élite de la Nueva Mayoría, que ya está bastante ocupada con su propia supervivencia; no está proyectando un regreso humilde y conversado a esa casa, aunque vaya a saber dónde estaría si hubiese hecho eso hace cuatro años. No, nada de eso. Se dirige a un votante que tuvo su domicilio en la Concertación y la Nueva Mayoría, que seguramente se siente en descampado y que a una semana de las elecciones puede estar volviendo a dudar, como lo ha hecho por lo menos desde que el PS le hizo a Lagos lo que le hizo. De hecho, les habla a los militantes socialistas que están molestos con su dirigencia y que contemplan con estupor cómo el partido es asociado con el mundo narco a causa de un solo municipio.
Enríquez-Ominami sabe que hay mucha destrucción en la centroizquierda, que lo que quedará en pie después de una eventual derrota será poco, frágil e inestable.
A la pérdida misma en las urnas -pérdida de candidatos, de campañas, de adherentes- seguirá una ola de recriminaciones y culpas, y pasará un largo tiempo antes de que la profunda enemistad cívica que ha sido sembrada en ese sector empiece a encontrar un camino de sanación.
Eso sí: a menos que a alguien se le ocurra que Bachelet repostule para un tercer mandato presidencial, esta vez no habrá razones para que la centroizquierda se quede apoltronada esperando el rescate, como hizo entre el 2010 y el 2013, después de haber sufrido su primera derrota a manos de Piñera.
No habrá razones para no emprender el debate crítico que le permita razonar acerca de cómo se rearticula, si es que eso es posible, y qué le está solicitando el país, mucho antes siquiera de pensar en ganar otra elección. La principal diferencia que se divisa hoy entre los dos macrosectores políticos es que hay uno -la centroderecha- que ha conseguido ofrecer un proyecto unificado y consistente, que tiene el contingente para llevarlo a cabo y que dispone de fuerzas jóvenes en la retaguardia.
Al otro lado hay, no exactamente ruinas, sino unos candidatos cuya energía los hace fácilmente maltratables por cualquier personalidad agresiva que, además, ande en busca de votos. No es una campaña normal.